Utilizo este título deliberadamente, no solo para establecer un paralelismo con Las flores del mal de Baudelaire y la identificación simbólica con las flores de genista del autor de El milagro de la rosa, sino también para señalar que Jean Genet es el escritor francés que, acaso sin saberlo ni pretenderlo, ha recogido con más impiedad la aureola caída en el fango de macadán del autor de los Pequeños poemas en prosa para restregarla sin miramientos por el lodo moral.
Sus libros se retroalimentan unos a otros en su onanista subjetividad, desarrollando un hagiográfico ajuste de cuentas con una sociedad que lo ha excluido y de la que se siente un extraño: «Así que rechacé categóricamente un mundo que me había rechazado».
Al leer el Diario del ladrón de Jean Genet surgen muchos interrogantes, no solo de índole moral, por el origen y el fermento del que brota su escritura —«La traición, el robo y la homosexualidad son los temas fundamentales de este libro»—, sino también de índole narratológico: ¿cómo fue el proceso, la secreta forja —auténtico milagro de la rosa—, de su vitriólica escritura?, ¿de dónde surge su perturbador lirismo? y ¿cómo es posible que se haya podido llevar a cabo su exultante madurez?
Generalmente, la forja de un escritor conlleva un proceso lento y laborioso, de mucha dedicación, lectura y estudio, poco propicia para un niño expósito que, como señala Sartre: «Vive de la miseria, de la mendicidad, de los hurtos, acostándose con todos y traicionando a todos». Su literatura, más que un ajuste de cuentas, es todo un desafío, a través del cual —nos dice Genet— utiliza su sufrimiento para proyectarse «al cielo de la mente», porque se niega a que esos instantes «y todos los demás sean basura».
La editorial Cabaret Voltaire acaba de editar en español Diario del ladrón, traducida con esmerada solvencia por la catedrática de Filología Francesa Lydia Vázquez Jiménez, quien en nota introductoria se encarga de subrayar que «tras la reedición francesa de Gallimard-La Pléiade en 2021, se hacía urgente una nueva traducción, fiel a la edición de 1948 no censurada, de este monumento poético y erótico».
Jean Genet contó pronto con dos prestigiosos valedores, Jean Cocteau y Jean-Paul Sartre, quienes, junto a Pablo Picasso y otros intelectuales, llegaron a intermediar para solicitar un indulto al presidente de la república francesa ante sus graves delitos. Pero de todos ellos es Sartre el que se ha convertido en el más decisivo exégeta de su escritura, dedicándole un libro de 652 páginas —si excluimos los apéndices en la edición de Losada—, que en principio estaba pensado como una introducción a las obras completas del díscolo autor en Gallimard. En San Genet, comediante y mártir, el escritor y filósofo francés trata de responder a todos y a cada uno de los interrogantes más arriba planteados.
Sartre aborda su indagación genetiana desde el psicoanálisis y los supuestos existencialistas. Parte del traumático hecho vivido por el escritor en su infancia, cuando fue descubierto robando a sus familiares y declarado ladrón públicamente; desde entonces, desde esa traumática ruptura con los suyos y con su sistema de valores, se considera un monstruo, por lo que la conciencia de su abyección «nunca lo abandona». Por ello Genet no cesará de profundizar y de ahondar en su degradación, no en busca de su justificación sino de su belleza, de su dimensión estética. En su envoltura descubre que cualquier acción humana, por muy depravada que sea, queda sopesada por el mismo sistema de pesas, por el mismo patrón de medida. Sartre recuerda que «la belleza del esteta es el Mal disfrazado de valor», por lo que la intención de Genet como escritor es «transformar al hombre honrado en esteta» para suspender el juicio moral de su valoración. Toda una perversión que le hará utilizar la Belleza de las palabras para «derrotar a los justos en su propio terreno».
Genet llega a la prosa a través de los prosaísmos de su poesía, pero su lirismo poético nunca le abandonará en sus narraciones. El prosista, vuelve a señalar Sartre, «habla al lector, trata de convencerlo», pero el poeta «se habla a sí mismo a través del lector». Este es el caso de Genet, habla a través del lector precisamente con la intención «de que se le ame», a pesar del malestar que puedan ocasionar sus depravadas acciones. Por lo que leer a Genet, nos dice el filósofo francés sin contemplaciones, es «hacerse pensar por el espíritu del Mal en complicidad con él».
El lector, a pesar del título —Diario del ladrón—, no se encontrará ante la escritura de un diario convencional, con las cronológicas anotaciones anecdóticas consabidas y trilladas de los libros encabezados por este título temático. El autor cuenta pocas cosas de sí mismo, pero luminosamente transmite su escala de valores en el oscuro trasfondo de su lirismo. Los dos polos de nuestra realidad quedan representados por los edificios penitenciarios y los palacios que reflejan el poder político y económico. En sus respectivos espacios hay que moverse por reglas estrictamente convenidas que se entreveran por sórdidos pasillos por los que a veces se comunican, Genet, gracias al don de la escritura, transita con comodidad por esas dos emblemáticas estancias cuando escribe Diario del ladrón. Tal vez por ello en sus páginas no cese de hablar de la traición —«Quizá sea la soledad móvil de los traidores —algo a lo que aspiro— lo que me hace admirarlos y amarlos»—, llevándolo a contemplar premonitoriamente Tánger desde Algeciras: «Tánger me parecía una ciudad fabulosa. Era el símbolo mismo de la traición».
Pero ¿se traiciona Jean Genet en Diario del ladrón?, ¿se llega a traicionar con la prodigalidad de su escritura, una vez se ha convertido en una «estatua de mármol», en objeto de contemplación y de venerada admiración pública? En ciertas ocasiones parece que baja la guardia, dejando entrever sus primeras debilidades y justificaciones, la incipiente asunción de un código contra el que no cesa de arremeter mefistofélicamente.
Genet deambula por España y por diferentes países europeos sin apenas describir espacios y paisanajes, en un peregrinar que transforma el arrobo de su contemplación en un paisaje interior, en una ascesis. Su relato no se centra en las peripecias delictivas de un granuja, por mucho que engañosamente se regodee en algunas de ellas, sino en las complejas quiebras de su ruptura y en la negra supuración de su resentimiento.
El lector también tiene que preguntarse si se traiciona al leer con regusto a Genet, si la náusea y el malestar que desencadena la lectura de su Diario del ladrón no será el reflejo final de su triunfo, de su victoria.
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Autor: Jean Genet. Título: Diario del ladrón. Traducción: Lydia Vázquez Jiménez. Editorial: Cabaret Voltaire. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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