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Jean Harlow, la reina de la maldad en el Hollywood anterior al Código

Jean Harlow, la reina de la maldad en el Hollywood anterior al Código

El Hollywood pre-code, esto es, el anterior al Código Hays, apenas abarcó un lustro; desde los albores del sonoro, a comienzos de los años 30, hasta que aquel reglamento —por el que se autocensuró la industria estadounidense durante casi cuatro décadas— empezó aplicarse con rigor el primero de julio de 1934. Entre las películas anteriores al Código se hicieron filmes noir en los que se exaltaba a los hampones —El enemigo público (William A. Wellman, 1931), Hampa dorada (Mervyn LeRoy, 1931)—, o se miraba sin juzgarlas a las mujeres que no dudaban en recurrir al sexo para medrar profesional o socialmente —Baby Face (Alfred E. Green, 1933), La pelirroja (Jack Conway, 1923)—. El etcétera de aquellos “depravados” no fue muy largo, pero sí pródigo en crímenes y disipaciones que no volverían a producirse en la pantalla estadounidense hasta las primeras aventuras cínicas —Bonnie y Clyde (Arthur Penn, 1967), Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969)…—, así llamadas por ser las primeras producciones, en más de 30 años, que presentaban una visión romántica del criminal.

Jean Harlow, protagonista de Hampa dorada y La pelirroja, fue la reina de todas aquellas procacidades, corrupciones y licencias que, antes de que acabase la década, la industria estadounidense comenzó a esconder como Dorian Gray su retrato. “Gusto a los hombres porque no llevo sostén”, se jactaba Jean. Murió prematuramente. Las circunstancias del óbito tardaron en aclararse. Ahora sabemos que fue una insuficiencia renal que careció del tratamiento adecuado. Solo vivió 26 años. No llegó, ni siquiera, a esos 27 en que habrían de sucumbir los músicos venideros, los muertos sin haber envejecido. Su paso por Hollywood casi fue tan breve como la era pre-código, pero tan bien aprovechado que le dio tiempo a intervenir en 44 películas.

"Otros, muy por el contrario, sostienen que no había en ella un ápice de malicia, que todo consistía en sus extraños atavíos, ¡en el abigarramiento de los decorados!"

Fue la más pérfida de las mujeres fatales de las cintas de casquivanas y de hampones. Esa imagen suya en Los ángeles del infierno (Howard Hughes, Edmund Goulding, James Whale, 1930), en la que se agarra a Ben Lyon como una bestia, como un animal en celo —según debieron de entenderlo esos censores, que en breve habrían de poner fin a aquella libertad creativa— es la ilustración con la que se la recuerda en las historias del cine. Y nos demuestra que sí, que no había nada entre la tela del vestido y el lirismo de los encantos que asomaban a su escote. Todavía es ahora cuando algunos comentaristas denigran a Jean Harlow por el “descaro indecente de su sonrisa”, sus pestañas postizas, su maquillaje, y esas “vulgaridades”, que, según sus detractores, encendían a los hombres en la misma medida que escandalizaban a las mujeres.

Otros, muy por el contrario, sostienen que no había en ella un ápice de malicia, que todo consistía en sus extraños atavíos, ¡en el abigarramiento de los decorados! Más acertados parecen quienes achacan su mala fama a las extravagancias de su vida sentimental. Fue novia de Abner Long Zwillman, el Al Capone de Nueva Jersey, quien la colmó de fabulosos regalos aunque la difamaba entre los criminales. Se alcoholizó con su primer marido, un tipo anónimo con quien se casó cuando solo tenía 16 años. Instalados en Beverly Hills, se decía que aquella Harlean Harlow —su verdadero nombre— de los comienzos vivía como Francis Scott Fitzgerald, lo que era como afirmar que siempre estaba borracha. Su segundo marido, ya del cine, fue el productor Paul Bern, quien se suicidó dos meses después de haberse casado. Lo dejó y volvió a lo largo de toda su vida con Dick Powell y tuvo líos con el boxeador Max Baer, campeón del mundo de los pesos pesados. Puede que su maldición consistiese en haber llamado la atención de Howard Hughes, quien decidió hacer de ella la primera rubia platino. Ciertamente, Mae West ya era platino, tan procaz o más que Harlow y había ejercido antes. Pero Harlow —simplemente rubia, sin hipérbole— fue la primera platino por capricho de Hughes y un proceso tan agresivo —amoniaco puro, cloro y hojuelas de jabón— que estuvo a punto de dejarla calva.

"Mucho habría que hablar sobre esas mujeres que se tiñen la cabellera en la idea de que ser rubia es mejor que ser morena"

En contra de lo que pueda parecer, por esos misterios que siempre entraña la cabellera femenina, las rubias platino, en una pantalla tan atenta a estas cuestiones como la del Hollywood clásico, no son esas rubias candorosas y abnegadas que recrean a las novias de los héroes, ni siquiera llegan a ser tan complejas como las rubias de Hitchcock. Las rubias platino obedecen a un par de prototipos: pérfidas como Jean Harlow, la más mala de esa Babilonia que fue el Hollywood pre-code, o tontas hasta la estulticia como Jayne Mansfield. Por eso Orson Welles, cuando quiso vengarse de Rita Hayworth en La dama de Shanghái (1947), por el amor que debieron fingirse en el tiempo que pasaron juntos, la tiñó de rubia platino. Por eso la Metro, cuando quiso enmendar la mala fama de Jean Harlow en La pelirroja, le puso una peluca de esta tonalidad, que en las emulsiones ortocromáticas, como fue el caso de aquel blanco y negro, se plasmaba en un tono más oscuro.

Carolina Yuste, merecedora del Goya a la mejor Actriz de Reparto por su creación de Paqui en Carmen y Lola (2018) —cinta en la que Arantxa Echevarría presentaba una relación lésbica entre dos gitanas—, es una de las actrices prominentes de la pantalla española de nuestros días. Preguntada recientemente, en una entrevista concedida a El Mundo, sobre si había percibido algún tipo de racismo tras las cámaras, la joven intérprete, con muy buen criterio, recordó que en cierta ocasión le preguntaron si quería que le aclarasen el pelo para “parecer menos racial”.

"Puesto a moldear en ella a la nueva vampiresa, Hughes se inventó toda una figura mítica en el Hollywood clásico: la rubia platino"

Mucho habría que hablar sobre esas mujeres que se tiñen la cabellera en la idea de que ser rubia —tener el pelo más claro— es mejor que ser morena. Y si son, además, prosélitas de esa estética supeditada a la ética, ya entramos en esos pintoresquismos que tienen su paradigma en la paradoja resultante del antisemitismo de la izquierda, que no es racismo, sino superioridad moral. De modo que lo mejor será no insistir en estas peculiaridades y seguir con las actrices.

De una u otra manera, no creo que Howard Hughes tuviera a bien dirigirse a Jean Harlow en los términos que lo hizo a Carolina Yuste aquella, o aquel, técnico que la quería “menos racial”. Apenas se la presentó el actor Ben Lyon —su futuro galán en Ángeles del infierno—, Hughes, que más que aviador fue todo un rey del cielo —compró la TWA y fundó varias compañías aéreas—, decidió hacer de Jean la nueva mujer fatal. Con anterioridad, en la imagen silente, las vampiresas —Theda Bara, Poli Neri, Louise Brooks—, tenían el pelo negro azabache. El magnate, y por ende uno de los grandes seductores de su tiempo, se interesó en el cine por lo mejor de la pantalla: sus actrices.

"Gable, su galán más frecuente, fue el último que la besó en un rodaje. Al retirar los labios, comentó que a Jean el aliento le olía a orina"

Presto a llenar su cielo de estrellas, en 1948 Hughes se compró la RKO. Hubo muchas —Jane Russell, Katharine Hepburn, Ava Gardner, Rita Hayworth, Jean Peters—, Jean Harlow sólo fue su primera inspiración conocida. Puesto a moldear en ella a la nueva vampiresa, Hughes se inventó toda una figura mítica en el Hollywood clásico: la rubia platino. A diferencia de la rubia normal —la buena por antonomasia en el Hollywood clásico— la platino, por excesiva, por siempre fue una villana.

En efecto, recuerde el lector cómo todas las rubias platino, de Jean Harlow a Lana Turner, mayoritariamente, han incorporado a chicas malas. Mae West, la proto-platino, nunca alcanzó tal dignidad. La primera fue un invento de Hughes. La excepción fue Marilyn Monroe, cuya arrolladora personalidad, y su desequilibrio, están por encima de cualquier otra consideración.

"Colapsó el 20 de mayo, mientras rodaba Saratoga. Expiró unas horas después. Pusieron una doble de luces y concluyeron la filmación"

Para deleite de las audiencias masculinas y escarnio de los moralistas, la filmografía de Harlow prosiguió —siempre sin “sostén”— en títulos como Tierra de pasión (Victor Fleming, 1932), Cena a las ocho (George Cukor, 1933), Mares de China (Tay Garnett, 1935) o Una mujer difamada (Jack Conway, 1936). Gable, su galán más frecuente, fue el último que la besó en un rodaje. Al retirar los labios, comentó que a Jean el aliento le olía a orina. Esto, amén de escatológico y muy poco galante, al parecer, es un síntoma de insuficiencia renal.

Ésa fue la enfermedad que llevó a Jean al hoyo en 1937. Colapsó el 20 de mayo, mientras rodaba Saratoga (Jack Conway, 1937). Expiró unas horas después. Pusieron una doble de luces y concluyeron la filmación. El Código Hays ya se hacía notar entre los disolutos.

Siempre con el lirismo bajo sus escotes, la peor de aquellas chicas anteriores a la primera y más larga inquisición que sufrió Hollywood, marchó a la eternidad con tan solo sus encantos más íntimos bajo el vestido.

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