Heterodoxo dícese del disconforme con las prácticas comúnmente establecidas (la ortodoxia). Así las cosas, se debe apuntar que Jean-Luc Godard es el mayor heterodoxo de toda la historia del cine, la manifestación cultural más importante del amado siglo XX. Ya en el arranque de su filmografía, arremetió contra la ortodoxia de la gran pantalla con el mismo ímpetu que Odile (Anna Karina), Franz (Sami Frey) y Arthur (Claude Brasseur) irrumpen a la carrera en el Louvre en Banda aparte (1964). Todavía es ahora cuando aquella secuencia sigue contando entre las más hermosas y entrañables del parnaso cinéfilo.
Fumista para quienes empecinados en las formas de narrar más simples no le entienden y le desprecian, como el profano en la pintura desprecia el arte abstracto, Godard es al cine lo que James Joyce a la novelística de la centuria pasada. Sus rupturas —con la percepción de la continuidad, con la construcción tradicional de los caracteres dramáticos, con la dirección habitual de actores, con las fronteras que separan los distintos géneros…— constituyen unos hallazgos narrativos que bien pueden compararse a lo que fueron en su momento los de David W. Griffith y Orson Welles. De ahí que sus influencias abarquen desde Bertolucci hasta Lars Von Trier.
Nacido en París el 3 de diciembre de 1930, los primeros años del futuro cineasta transcurren en Suiza. Su padre es cirujano en Lausana y su madre pertenece a una familia de acaudalados banqueros del país. Tras estudiar el bachillerato en Nyon, regresa a París para matricularse en la facultad de etnología de la Sorbona. Es entonces, en sus días de estudiante, cuando comienza a frecuentar la Cinemateca Francesa y a firmar algunas críticas en La Gazzette du Cinéma, publicación que funda él mismo en 1950. Siempre preocupado por sus orígenes burgueses, su primer cortometraje —Operation Béton (1954)— es una reflexión sobre el mundo del trabajo en base a un empleo anterior como obrero que ha desempeñado temporalmente en Suiza.
La conmoción que causa en 1960 el estreno de Al final de la escapada, su primer largometraje, no tiene parangón, ni siquiera con el aplauso que aún se dispensa a Hiroshima mon amour (Alain Resnais, 1959) y Los 400 golpes (François Truffaut, 1959), las otras dos cintas que conforman junto a la de Godard el tríptico inicial de la Nouvelle vague, el nuevo cine francés de los años 60 que habría de ser el pórtico de la pantalla contemporánea. En sus secuencias, la narrativa fílmica queda reducida a una suerte de taquigrafía inconcebible anteriormente. Asegura que para realizar una película sólo hacen falta una chica y una pistola. Ahora bien, para él un trávelin no es un desplazamiento del tomavistas: es un “enunciado moral” porque es una responsabilidad ética del cineasta decidir qué ve y cómo lo ve el espectador, lo que depende directamente del emplazamiento —desplazada o no— de la cámara.
Pese a lo abigarrado de su propuesta, admiraban a Godard Jean Renoir y los Beatles, Fritz Lang y los Rolling Stones. De todos los nuevos cineastas franceses de su generación, llegada la hora de emplazar por primera vez su cámara, fue él quien demostró una mayor coherencia con lo apuntado en sus críticas.
Esa fidelidad a sus propios planteamientos también le convirtió en el más rompedor de todos sus compañeros. Así, tras Al final de la escapada inició una filmografía singular. Su primer periodo puede prolongarse hasta Le chinoise (1967) e incluye cintas tan representativas como El soldadito —alegato contra la guerra de Argelia que la censura francesa prohíbe hasta 1963—, Lemmy contra Alphaville (1965), hoy todo un clásico de la ciencia ficción, o Pierrot el loco (1965), un canto de amor a Anna Karina.
Los sucesos acaecidos en París durante mayo de 1968 vienen a cerrar este primer periodo. Godard, que ya ha dejado ver en Le chinoise que sus inquietudes maoístas corren parejas a su preocupación por la destrucción de la narrativa fílmica, anuncia que abandona el cine comercial. Es un revolucionario vehemente. Condena de mala manera cuanto no entra en su cosmovisión maoísta. Sin embargo, cuando intenta proyectar Le chinoise en China, las autoridades del país consideran que la película es la obra de un loco. Hasta Bertolucci, un reconocido y abnegado comunista, acabará distanciándose del francés por su insoportable dogmatismo.
Ello no será óbice para que Godard se siga dedicando por entero al cine de propaganda política. Obedeciendo a estas inquietudes, creará junto a Jean-Pierre Gorin el grupo Dziga Vertov. Bajo esta denominación rodará cintas alusivas a la práctica totalidad de las cuestiones que se plantea el movimiento revolucionario de la época: el revisionismo —Pravda (1969)—, la contestación estudiantil —Lotta in Italia (1969)—, el problema palestino —Jusqu’à la victoire (1970)— y el largo etcétera.
Cierra ese segundo periodo Todo va bien (1972), un intento de hacer un cine comercial con intencionalidad política. Trabajador incansable —amén de uno de los más geniales Godard es uno de los cineastas más prolíficos de todos los tiempos—, ese tercer periodo de la obra del gran maese de la heterodoxia, que se prolonga hasta nuestros días, se inicia con varios vídeos. Si consideramos que el primero de ellos —Moi je— data de 1973, cuando el nuevo medio aún se encuentra en sus albores, podemos sostener que el cineasta sigue mostrando el mismo interés por el cine experimental que le viene caracterizando desde sus primeros títulos.
El vídeo será el soporte de sus realizaciones hasta que en 1980 decide volver a la emulsión fotográfica para rodar Sálvese quien pueda. Tan lúcido como en sus primeras entregas, la crítica al uso —a la sazón fascinada por las aventuras galácticas que nos proponen los cineastas norteamericanos— se ensaña con el maestro. Ajeno a quienes le menoscaban porque no le entienden, Godard, que siempre ha sido un cineasta tan literario como plástico —sus alusiones a autores como Faulkner, Chandler o Conrad merecen el mismo aplauso que los inquietantes y sugerentes planos que dedica a las bellas actrices que invariablemente le inspiran—, emprende lo que los expertos han ido a llamar una “reinvención del cine”. La principal característica de esta fase final del tercer periodo es la revisión de clásicos como Bizet —Nombre: Carmen (1983)—, dogmas de fe como el alumbramiento mariano —Yo te saludo, María (1984)— o mitos cinematográficos como el del investigador —Detective (1985)—.
Ya en su ocaso, Godard ha seguido siendo un cineasta rupturista y sugerente. Su discurso, tanto en su forma como en su fondo, sigue siendo objeto de encendidas controversias. Adiós al lenguaje (2014), una de sus últimas cintas, aún enerva a cuantos se niegan a entender que en su cine no hay más regla que la ausencia total de reglas. La suya es una heterodoxia lúcida y esplendorosa como Odile bailando el Madison, flanqueada por Franz y Arthur, en Banda aparte.
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