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Jean Meslier, cura ateo

Jean Meslier, cura ateo

Es difícil no preguntarse qué tipo de sustancias había en el agua o el aire del pequeño pueblo de Étrépigny, en las Ardenas francesas, para que entre los curas que se hicieron cargo de su parroquia a mediados del siglo XVIII se cuenten personajes como Jean Meslier y Joseph Ignace Guillotin. El primero, tras cumplir como sacerdote durante más de cuarenta años, se reveló como un ateo furibundo en un manuscrito cuya traducción y edición, realizada por Julio Seoane para la editorial Laetoli, es objeto de esta nota; el segundo, como si se sintiese acomplejado por su antecesor, inventó la guillotina. Y no era para menos, ya que la Memoria de Meslier es una guillotina de dioses, en cuyas páginas queda claro que Nietzsche no mató a Dios, como suele decirse, sino que fue el mayordomo que se encontró el cadáver y salió de la habitación chillando.

El caso es que, tras cumplir sesenta años, e intuyendo que le quedaba poco tiempo de vida, aquel cura ejemplar decidió empezar a escribir cada noche, a la luz de una vela y con una pluma de ganso, sus verdaderos “pensamientos y sentimientos”, tal como él mismo los llama, acerca de la religión, la política y la filosofía. A su muerte dejó tres copias del manuscrito, de casi mil páginas, y dos cartas, una para su sucesor, monsieur de Guillotin, y otra para un sacerdote de una parroquia vecina, en las que les pedía (no sabemos si con ironía o con desesperación) que conservasen y difundiesen su obra, para ilustración de las generaciones futuras.

"Meslier se atrevió a criticar desde el púlpito los maltratos que un noble de la región infligía a sus campesinos"

Me cuesta imaginar la cara de ambos sacerdotes al empezar a leer un manuscrito titulado “Memoria de los pensamientos y sentimientos de Jean Meslier”, donde “se hallan demostraciones claras y evidentes” de “la falsedad de todas las divinidades y religiones que hay en el mundo”, cuyas primeras palabras rezan: “Queridos amigos, como no se me habría permitido hacerlo” en vida, “he decidido decíroslo después de muerto”. Y siguen mil páginas de imparable ateísmo.

Uno se pregunta si sus feligreses no se dieron cuenta, por ser quizás Meslier un artista de la simulación, al modo del “me presto pero no me doy” de Montaigne, o del intus ut libet, foris ut moris est (“por dentro como desees, por fuera, según las costumbres”) de Cremonini; o si los habitantes de Étrépigny, como un nuevo Fuenteovejuna, decidieron colaborar con aquella ficción. El mismo Meslier permite esta segunda hipótesis, más feliz, al suponer que todos intuían su tragedia: “De ahí que las haya cumplido [mis obligaciones] con mucha repugnancia y negligencia, como habéis podido observar”.

Lo cierto es que sabemos poco de la vida de Jean Meslier, si bien las escasas anécdotas que nos han llegado apuntan a que pudo ser uno de esos ateos virtuosos que Pierre Bayle no hubiese dudado en incluir en los Campos Elíseos del librepensamiento que es su Diccionario histórico y crítico. Me limitaré a anotar dos hechos, que extraigo de la biografía de Maurice Dommanget, y que parecen indicar una cierta tenacidad política y existencial. De un lado, Meslier se atrevió a criticar desde el púlpito los maltratos que un noble de la región infligía a sus campesinos, negándose a toda retractación, aun después de haber sido conminado por el obispo a hacerlo. Del otro lado, se negó a prescindir de su asistenta, una mujer de menos de cuarenta años (cosa que prohibía la Iglesia), con la que es muy probable y natural que mantuviese una relación. Todo lo cual haría palidecer de envidia al pobre de Unamuno, cuyo San Manuel Bueno mártir se parece más a un joven seminarista cabeceando sobre La imitación de Cristo que al cura de Étrépigny, que decidió emprender un “proyecto que deseo llevar a cabo hasta sus últimas consecuencias”.

"La Memoria de Jean Meslier es algo así como Las 1001 noches del ateísmo"

Otro misterio que rodea a esta obra es el siguiente: ¿cómo demonios aquellas tres copias no fueron piadosamente destruidas? ¿Cabe sospechar de nuevo que las microrresistencias silenciosas, por jugar con la expresión de Jordi Gracia, eran mucho más numerosas de lo que solemos pensar? En cualquier caso, el manuscrito acabó en el registro judicial, si bien algunos nobles se hicieron sacar copias, según se dice, por puro morbo aristocrático. El último en rebañar el plato será Voltaire quien, como sucede en Juan 13,26, será el Judas de esta historia.

El caso es que en 1762 Voltaire logró hacerse con una copia de la obra, y con la excusa de que era demasiado extensa y repetitiva, hizo un resumen, que publicó bajo el tímido título de Extracto de los sentimientos de Jean Meslier, que una mutación editorial bautizó como el Testamento del cura Meslier, un título mucho más acertado, pues realmente Voltaire lo mató. Lo mató porque sólo conservó un anticlericalismo de aromas deístas, desactivando las cargas en profundidad del materialismo hedonista, el republicanismo radical o el animalismo anticartesiano. Todo esto era demasiado para el paniaguado, o caviarachampañado, Federico II de Prusia, cuyo lema era “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Cabe conceder, al menos, que ese resumen fue muy leído y convirtió a Meslier en un mito. Con todo, el texto íntegro no se publicó en francés hasta 1881. El retraso será todavía mayor en España, donde, si bien es cierto que el resumen de Voltaire se tradujo, por lo menos, en dos ocasiones, en la Biblioteca de El Motín (Madrid, 1869) y en La Escuela Moderna (Barcelona, 1916), el manuscrito original tuvo que esperar hasta el año de gracia de 2010, fecha en que la editorial Laetoli vino a vernos.

Entre otras muchas cosas, la Memoria de Jean Meslier es algo así como Las 1001 noches del ateísmo, que incluye todos los argumentos clásicos, más algunos originales, de dicha tradición. Vale la pena enumerar algunos, y no sólo por “el agrado especial que las enumeraciones procuran”, según Borges: las religiones son invenciones humanas de las que los poderosos se sirven para dominar y explotar a los pueblos; la fe es origen de divisiones y guerras; las Sagradas Escrituras son inciertas y contradictorias; las ideas que tenemos de los dioses son ridículas y crueles; todas las profecías del Antiguo y del Nuevo testamento se han revelado falsas; son absurdos los dogmas cristianos de la trinidad, la encarnación, la eucaristía, la creación o el pecado original; el cristianismo está lleno de errores morales, como el dolorismo, la condena de los deseos de la carne (naturales y necesarios), así como de errores políticos, como su participación activa en la explotación de los pobres y los débiles y su defensa del supuesto origen divino de la monarquía y la nobleza.

"Meslier escribió en la más absoluta soledad y poseído, indudablemente, por un furor ateológico arrollador"

Por si esto no fuese suficiente, todos los grandes sabios han dudado o negado la existencia de los dioses, el monoteísmo no está mejor fundamentado que el politeísmo, ni la belleza ni el orden de la naturaleza prueba que exista un dios que lo haya creado todo; no existe ninguna realidad trascendente a la materia, la salvación cristiana es una fantasía, el mal del mundo prueba que no existe ningún Dios todopoderoso, benevolente y creador y, last but not least, no tiene ningún sentido la idea de un alma espiritual e inmortal.

Entremezclados con los argumentos teológicos, hallamos argumentos, no menos radicales de tipo epistemológico (escepticismo), físico (materialismo), ético (hedonismo) y político (republicanismo). Todo un programa filosófico con el que reconstruir el templo destruido de la Ilustración radical. Lo que podríamos llamar “la utopía de Meslier” se expresa en los capítulos centrales, que desean que hombres y mujeres puedan vivir “disfrutando en común de los bienes y comodidades de la vida”, critican las tiranías en general, y la de los reyes de Francia en particular y defienden la necesidad de que los Estados Generales controlen la política impositiva de los reyes.

El texto, además, posee una fuerza literaria inaudita. Destacan especialmente sus diatribas ilustradas, llenas de hallazgos fulgurantes (como llamar a los creyentes “deícolas” y a los cristianos “cristícolas”, así como ese fraseo largo, repetitivo e irónico, que no deja de recordarnos a las prosas de Louis-Ferdinand Céline o Thomas Bernhard. Al fin y al cabo, Meslier escribió en la más absoluta soledad y poseído, indudablemente, por un furor ateológico arrollador. Aun así, posee la alegría spinoziana del que logra resistir a presiones enormes. Esta Memoria cargada de futuro tiene esa grace under pressure que buscaba Hemingway, pues está escrito, como lo estaban los gladiadores, sin esperanza y sin miedo (nec metu nec spe). Como el pedazo de carbón sometido a presiones extremas, su rabia se ha convertido en un diamante, pues logra llevar hasta el final la máxima horaciana del sapere aude. Así que, aunque lleguen tiempos oscuros, nosotros sabemos, gracias a Meslier, que en lo más profundo de la soledad y la barbarie siempre será posible encender una vela y empezar a pensar por uno mismo.

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Autor: Jean Meslier. Título: Memoria contra la religión. Editorial: Laetoli. Venta: Amazon

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