El pasado 28 de mayo Jean-Pierre Léaud cumplió 80 años; el próximo 21 de octubre hará 40 que murió François Truffaut. He aquí dos datos que parecen obedecer a una aritmética sublime, como esa relación, casi simbiótica, sin precedentes, que se estableció entre el cineasta y el actor con el que construyó su alter ego: Antoine Doinel. Cinco fueron las cintas que el gran Truffaut dedicó a aquel personaje que fuera claramente su otro yo: Los cuatrocientos golpes (1959), sobre la difícil infancia del futuro cineasta sin más dicha que su entrega absoluta a su incipiente cinefilia; la a menudo olvidada Antoine y Colette, el episodio parisino del filme colectivo El amor a los veinte años (1962); Besos robados (1968), sobre los juegos galantes previos al matrimonio; Domicilio conyugal (1970), sobre las dificultades de la vida en común; y El amor en fuga (1979), de título harto elocuente, sobre el fin del sentimiento que se creyó más poderoso que la vida
Aquel gesto ha quedado como una de las protestas que precedieron a las de mayo de la primavera siguiente. Ya concluido aquel tiempo, siendo aquella revuelta todo un capítulo en la mitología de la generación del 68, Bernardo Bertolucci dedicó una emotiva cinta al papel que jugó la cinefilia en aquella revolución —Soñadores (2003)— y volvió a poner a Léaud a leer un manifiesto en la puerta de la Cinemateca. Aquellos eran los días en que los actores leían sus manifiestos en la calle, evitando a la policía; ahora lo hacen en las entregas de premios y ante los políticos que les subvencionan para la autocomplacencia de unos y otros. Aquellos eran los días en que Jean-Pierre Léaud era el enfant terrible del cine de autor europeo.
A diferencia de Jean-Paul Belmondo, cuya imagen en el cine de Godard acabó diluida en todo el cine comercial que protagonizó con posterioridad a la colaboración entre ambos en los primeros años 60, Léaud siguió siendo el intérprete masculino por excelencia de la Nouvelle Vague. Además de en el ciclo de Doinel, su simbiosis con Truffaut se vio prolongada en cintas de la talla de Las dos inglesas y el amor (1971) o La noche americana (1972). En ambas incorporaba a ese galán cargante, un héroe romántico que, no obstante, magnetizaba a las muchachas.
Con Godard trabajó con más asiduidad. Bien como ayudante de dirección, bien como actor, Jean-Pierre Léaud interviene en todos los filmes que, el más rupturista de aquella nueva ola, rueda entre Lemmy contra Alphaville (1965) y La gaya ciencia (1969). Ya en los 80, uno y otro volverán a donde solían en Detective (1985). Ese culto a Balzac del Antoine adolescente, quien dedica pequeños altares al autor de La comedia humana (1930-1850), fue puesto de manifiesto en el Colin, el gran villano de Balzac, recreado por Léaud en Out 1, noli me tangere (1971), la sugerente, aunque desmedida —dura 12 horas y 56 minutos—, adaptación de Histoire des Treize (1834-1835) realizada en 1970 por Jacques Rivette.
Con todo, tengo claro que Léaud sintetizó esa suerte de héroe sentimental post 68, que fue en los años 70, mejor que con ningún otro realizador, con Jean Eustache, uno de los grandes epígonos de la Nouvelle Vague. Y dentro de sus magníficos trabajos para Eustache se impone la noticia del Alexandre de La maman et la putain (1973). Indolente ante el amor, como pretendían serlo todos los jóvenes de los años 70 inmersos en la revolución sexual, Alexandre es igual de cargante y parsimonioso con la que le quiere como una madre que con la que se le entrega como una prostituta, los dos parámetros en los que, según una idea muy extendida, concibe el hombre a su compañera. Y todo ello recreado con esa espontaneidad, con esa aparente falta de interpretación, común a cuanto concernía a la Nouvelle Vague y, muy especialmente, a sus actores. En este sentido puede que Jean-Pierre Léaud, en sus años de esplendor, fuera el más singular de los galanes de toda la historia del cine.
Ese marchamo inequívoco de la nueva ola francesa fue el que llevó a Léaud a protagonizar La partida (1967), del gran Jerzy Skolimowski, uno de los más genuinos y dotados representantes de la nueva ola polaca. Para el italiano Pier Paolo Pasolini fue el Julian Klotz de Pocilga (1969). Ya en los 70, el actor que fue el otro yo de François Truffaut se puso por primera vez a las órdenes de Bertolucci para incorporar a Tom, el novio cineasta de Jeanne (Maria Schneider) de El último tango en París (1972). En fin, la impronta de Jean-Pierre Léaud en los nuevos cines de los años 60 alcanzó incluso al Cinema Novo brasileño. Así, el joven parisino protagonizó títulos de Carlos Diegues —Os herdeiros (1969)— y Glauber Rocha: El león de siete cabezas (1970)…
Y toda esa fascinación, que Jean-Pierre Léaud ejerció en el cine de autor de los años 60 y 70, tuvo su origen en la experiencia de Antoine Doinel en Los cuatrocientos golpes. Es heredera de la revuelta de Cero de conducta (Jean Vigo, 1933) y será un precedente de la de los internos en el colegio de Adiós muchachos (Louis Malle, 1987), de la de los niños de La guerra de los botones (Yves Robert, 1962), o de la de los escolares de Hoy empieza todo (Bertrand Tavernier, 1999), entre otros muchos títulos de semejantes características. No obstante, pese a estar tan enmarcada en la vivencia personal de Truffaut como en ese cine infantil ambientado en los colegios, tan común en la pantalla francesa, la propuesta, al igual que la del primer Claude Chabrol —El bello Sergio (1958), Los primos (1960)—, resultó novedosa por el fondo antes que por la forma.
En efecto, la factura, la planificación de Los cuatrocientos golpes, también carece de la modernidad de Hiroshima, mon amour (Alain Resnais, 1959) y Al final de la escapada (Jean-Luc Godard, 1959). Pero ya desde esos planos que dan comienzo al filme —a buen seguro rodados en un célebre 2 CV de techo desplegable—, esas tomas que nos introducen en París, el París de Antoine Doinel, mientras se van sucediendo los títulos de crédito, se detecta una exaltación lírica que también es digna del gran Jean Vigo, uno de los realizadores favoritos de Truffaut, por cierto. Dichas concomitancias son merecedoras del mayor encomio, pues no es gratuito, en modo alguno, llamar a Vigo el Rimbaud de la pantalla y apuntar en su misma dirección merece una alabanza.
Ese París del pequeño Antoine es el que va de la place Clichy a la place Pigalle, es el París de Montmartre. En París está su liberación. El muchacho descubre sus calles fascinado, solo o en compañía de René, su fiel camarada, mientras huye de un hogar mísero y estrecho. Hijo de una madre soltera que se casó con un hombre que decidió alimentarle y darle su apellido, Antoine sabe que no es querido. Es consciente de que su progenitora quiso deshacerse de él mediante un aborto, de que le tuvo por imposición de su abuela. Ya en el reformatorio se lo explicará a la psicóloga. Esa psicóloga a la que, según el camarada del correccional, no se le pueden mirar las piernas, aunque deje caer su lápiz para que el muchacho se agache a recogerlo. Así las cosas, cuando aún vive con sus padres, su madre, que, en efecto, le detesta, le manda constantemente a hacer recados. El cine, las chicas y aquel travelling final por la playa fueron la única redención de Doinel, el gran Truffaut y Jean-Pierre Léaud.
Nacido en París el 5 de mayo de 1944, fueron sus padres el guionista Pierre Léaud y la actriz Jacqueline Pierreux. Indómito en colegios e internados, a buen seguro que la experiencia académica del joven Jean-Pierre fue determinante para que Truffaut le encomendara la creación de Doinel —el adolescente que ve un enemigo potencial en todos los adultos— en Los cuatrocientos golpes. Léaud apenas cuenta 15 años. La absoluta desdramatización de su estilo interpretativo no tarda en causar sensación, a la vez que su juventud le convierte en algo así como la imagen misma de la alienación juvenil.
Reclamado por Jean Cocteau —El testamento de Orfeo (1959)— y Julien Duvivier, quien escribe pensando en él el guion de Boulevard (1960), vuelve a colaborar con Truffaut —encarnando de nuevo a Doinel— en el episodio francés de El amor a los 20 años. Es tanto el cine de autor que Léaud inspira que siente la necesidad de hacerse realizador. A tal efecto se convierte en ayudante de Truffaut y Godard, con lo que su actividad interpretativa se verá ligeramente reducida.
Sin llegar a emplazar nunca su propia cámara, vuelve a la interpretación de la mano del primer y más destacado epígono de la Nouvelle Vague, Jean Eustache, para quien encabezará el reparto del espléndido mediometraje Le Père Noël a les yeux bleus (1966). Convertido en uno de los pocos actores que escoge a quien le dirige, será una presencia frecuente ante la cámara de Godard —Masculin-Femenin (1966), Le chinoise (1967), Week-End (1968)— a la vez que completa con Truffaut la serie de Antoine Doinel.
Tras la muerte de Truffaut, Léaud será presa de una profunda depresión. El abatimiento irá remitiendo mientras trabaja con cineastas tan extraños como sugerentes. Uno de ellos será el dibujante Enki Bilal, uno de los Humanoides Asociados, el colectivo de historietistas surgido en torno a la revista francesa Métal Hurlant, del que también formaron parte Giraud, Milo Manara o Alejandro Jodorowsky. Casi obligado por su prestigio en el cine de autor, Bilal incluyó a Léaud en el reparto de Bunker, palace, hotel (1989), su primer filme.
El actor volvió a dar lo mejor de sí en Contraté un asesino a sueldo (1990), su primera colaboración con Aki Kaurismäki. El realizador finés fue el primero en mostrarnos a un Léaud totalmente desprovisto de su arrogancia de seductor de las jóvenes inmersas en la revolución sexual. Abundando en esa misma idea, para Olivier Assayas fue el René Vidal de Irma Vep (1996).
Lo que vino después fueron los ancianos desolados, incorporados por el otrora alter ego de Truffaut en su ocaso. De entre estos, se impone la mención del funesto denunciante de los emigrantes de Le Havre (Aki Kaurismäki, 2011). Y, naturalmente, del Rey Sol —una de las grandes creaciones del actor en su senectud— en La mort de Louis XIV (Albert Serra, 2016).
Si bien, en estos últimos años, será mejor recordarle por sus trabajos inmersos en el Nuevo extremismo francés. Uno de ellos sería el Jacques Laurent de Le pornographe (Betrand Bonello, 2001).
Hay una matemática sublime en que Jean-Pierre Léaud cumpla 80 años cuando nos disponemos a conmemorar los 40 de la prematura muerte del gran Truffaut.
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