He revisado en estos días dos adaptaciones de Chandler de los años 70 —El largo adiós (Robert Altman, 1973) y Adiós, muñeca (Dick Richards, 1975)— que me han llevado a ratificarme en una conclusión a la que llegué en 1997, tras asistir al estreno de la entonces celebradísima L. A. Confidencial, de Curtis Hanson: el neonoir, que a mi entender arranca en Harper, investigador privado (Jack Smight, 1966) —sobre El blanco en movimiento (Ross Macdonald, 1949)— solo alcanza la altura del film noir clásico en cintas como Chinatown (Roman Polanski, 1974), El amigo americano (Wim Wenders, 1977), Fuego en el cuerpo (Lawrence Kasdan, 1981) y pocas más. Por el contrario, La dalia negra (Brian de Palma, 2006) no es ni sombra de lo que es La dalia azul (George Marshall, 1946) y, aunque Raymond Chandler hubiera preferido que el intérprete de su detective fuese Gary Cooper, no habido ningún Philip Marlowe que supere al que creó Humphrey Bogart para Howard Hawks en El sueño eterno (1946).
Hubo sin embargo una excepción a esa tónica general: Jean-Pierre Melville. Nacido el 20 de octubre de 1917 en París, fue inscrito en el registro civil con el apellido de Grumbach, el de su padre. Hasta ahí todo normal. El de Melville, su apellido artístico, fue un homenaje a la narrativa estadounidense, que, a juicio del futuro cineasta y al margen de formatos, tenía en el escritor Herman Melville su máximo exponente. Admirador del noir clásico como —es de suponer— lo fueron, lo son y lo serán todos los cultivadores del neonoir, Melville tomó las referencias justas de todo ese film noir clásico —a grosso modo, el que va desde El extraño del tercer piso (Boris Ingster, 1940) a Sed de mal (Orson Welles, 1958)—, para crear su propio universo. “Los sombreros, los coches americanos”, me decía en 1980 uno de los primeros cinéfilos con los que hablé, uno de esos que odian por sistema todo el cine francés por la animadversión que les inspira, así, en bloque, la Nouvelle Vague, de la que Melville —junto con Alexandre Astruc— fue el más preclaro precursor.
Sí, los grandes coches americanos, los sombreros —preferentemente Borsalinos— y las gabardinas como las de Bogart. Pero eso son todo accesorios. Attrezzo, utilería como quien dice. La verdadera influencia del noir clásico en el polar de Melville fue el fatalismo. Como el de Detour (Edgar G. Ulmer, 1942), Forajidos (Robert Siodmak, 1945) y El cartero siempre llama dos veces (Tay Garnett, 1946), todo junto y elevado a la enésima potencia. Por lo demás, Melville no adaptó nunca a Chandler, James M. Cain o Dashiell Hammett. El polar —el policíaco francés—, salvo algún antecedente de Jacques Becker —París, bajos fondos (1952), si consideramos hampones a los apaches parisinos; No toquéis el dinero (1954)— nace con él, con Melville. Un tal La Rocca, estrenada en el 61 por Jean Becker —el hijo de Jacques— y Armas para el Caribe (Claude Sautet, 1965), ya son deudoras de Melville.
Su universo está localizado en Francia porque sabemos que es Francia. Pero sus criminales —la única vez que retrata a un policía, en Crónica negra (1972), pierde la excelencia— podrían estar en cualquier otro lugar. Insisto, esos asesinos, encarnados por Alain Delon mejor que por nadie, pueblan el universo del propio realizador. Por lo demás, podrían moverse tanto en el Tokio de las yakuza eiga como en el Bronx de Scorsese.
Un individualista irreductible, eso era el gran Melville. El silencio de un hombre (1967), su primera obra maestra —sobre un asesino a sueldo engañado por quienes le contratan—, se abre con una cita del Bushido (el camino del guerrero, en japonés), el código de los samuráis, relativa a cómo estos luchadores legendarios, al igual que los tigres en la jungla, encuentran su fuerza en la soledad. Individualista hasta el punto de crear su propio universo y no admitir en él más que a criminales idealizados, que preferirían morir antes de traicionar a un amigo, como de hecho sucede al final de Círculo rojo (1970) —sobre un atraco perfecto que resulta no serlo—, Jean-Pierre Melville fue un cineasta despreciado por la industria del cine de su país. Vetado por los sindicatos, ni más ni menos, él sí que supo hacer virtud de la necesidad —no como el enemigo de Madrid que envilece hasta los refranes—. Convertido en productor, guionista, montador, decorador y a veces hasta iluminador de sus decorados cuando todos los técnicos franceses tenían prohibido trabajar con él, ese afán de hacer cine contra todo y contra todos hizo de él un autor meridiano para los futuros integrantes de la Nouvelle Vague. Ya digo, aún no habían emplazado sus cámaras por primera vez, y ya estaban convencidos de que el verdadero cineasta escribe con su tomavistas como el escritor con su estilográfica.
Con tales planteamientos, magnificaban esas cintas que se yerguen orgullosas contra ese cine sin autor, idealizado como un trabajo en equipo. En las páginas de Cahiers du Cinéma, Melville resultó ser el mejor ejemplo, la praxis por antonomasia de su teoría. Eso sí, en la tercera película que rodaron juntos —El guardaespaldas (1963)—, Jean-Paul Belmondo —primer actor fetiche de nuestro cineasta—, acabó agrediéndole antes de partir con él definitivamente. Lino Ventura, otro de sus intérpretes más frecuentes, sólo se comunicaba con él a través de un asistente. A la hija de Jean Gabin, una de las pocas ayudantes que toleraba, le hacía dirigirse a él con una peluca porque no le gustaba su pelo. Se compró unos estudios de rodaje, se construyó un apartamento encima del plató y, tras haber dormido apenas unas horas al acabar la filmación, bajaba al decorado para preparar él solo el rodaje de la secuencia siguiente.
Ahora bien, desde El confidente (1962) —sobre un soplón—, hasta Círculo rojo, Melville es pródigo en obras maestras. Sí señor, conformado su territorio mítico en El confidente, luego de haber sentado sus bases en Bob, el jugador (1956), en el mundo de Melville solo tienen cabida el valor, la soledad, la ocultación de los sentimientos, la hombría y unos finales invariablemente fatales, truculentos. Tanto que llegan a límites no alcanzados ni por los clásicos del otro lado del Atlántico. Como decía la crítica de su tiempo, Jean-Pierre Melville, el maestro del polar, fue el más francés de los cineastas norteamericanos y el más norteamericano de los cineastas franceses. Pero hubo más. Mucho más: fue el más sublime maestro del neonoir y uno de los grandes cultivadores del relato criminal de todos los tiempos, con independencia del formato.
Desde temprana edad, siempre admiró a esos tipos que saben contar una historia. Pero decidió dedicarse profesionalmente al cine mientras integraba un regimiento de la Francia Libre que, como participante en la liberación de Italia con las fuerzas aliadas, se batió en la batalla de Montecasino, la más cruenta de la campaña. Bajo aquel fuego decidió apellidarse Melville, en homenaje al autor de Moby Dick (1851).
Muchos años antes, como el gran Chris Marker, había descubierto la magia del cine con un pequeño proyector Pathé-Baby de 8 mm., un regalo de sus padres al cumplir los cinco años. Doce meses después, sus primeras inquietudes fílmicas se ven satisfechas con el obsequio de un tomavistas. Sin embargo, fue tras asistir a una proyección de Cabalgata (1932), de Frank Lloyd, cuando el pequeño Jean-Pierre comenzó a dedicarse a la realización cinematográfica como un mero aficionado.
Empezó la guerra en el arma de caballería. Una vez derrotado el ejército francés, embarcó en Dunkerque con rumbo a Inglaterra, para seguir combatiendo con la Francia Libre en el norte de África antes de pasar a Italia. Choca que, una vez finalizada la contienda, sus supuestas ideas pronazis le granjearan la oposición de los sindicatos de técnicos, aunque, de una u otra manera, los sindicatos, siendo el mutualismo su razón de ser, tenían sobrados motivos para odiar a un individualista como el que nos ocupa. Lo que está claro, lo que le trae a esta relación de malditos, es que el resto de la industria le estigmatizó. Aun así, supo hacer virtud de la necesidad y los realizadores que le sucedieron lo auparon a los altares de la Nouvelle Vague. Melville es el cineasta a quien Patricia Franchini (Jean Seberg) entrevista en Al final de la escapada (Jean-Luc Godard, 1959).
Quizás con la intención de paliar esa fama de filonazi que pesa sobre él, su primera película, Le silence de la mer (1947), está basada en la novela homónima de Vercors, seudónimo de Jean Bruller, un héroe de la resistencia. En ella se cuenta la triste experiencia de un oficial alemán, de origen francés, destinado en un pequeño pueblo galo. El desprecio que los habitantes de dicha villa le dedican provocará que el militar pida su traslado al frente del Este, donde sabe que le espera una muerte segura. El talento demostrado a la hora de poner en escena el texto de Vercors hace que Jean Cocteau personalmente le encargue la adaptación cinematográfica de su obra teatral Les enfants terribles (1949).
Pero el verdadero Jean-Pierre Melville, el venerado incluso por los cineastas norteamericanos independientes —recuérdense los elogios de Quentin Tarantino o el fallido remake que Jim Jarmusch rueda en 1999 de El silencio de un hombre, con el título español de El camino del samurái— se pone en marcha en 1956 con Bob, el jugador. A esta primera incursión en el género negro le sucederá Deux hommes dans Manhattan (1961). Será su primer rodaje americano, y no deja de ser curioso que cuando rueda en esa Nueva York que le tiene fascinado, el resultado sea una obra fallida.
Todas las expectativas que el realizador había despertado entre la nueva crítica, adscrita a Cahiers du Cinéma, se vieron ratificadas con creces en León Morin, sacerdote (1961). Basada en una novela de Beatrix Beck, versaba sobre la conversión religiosa a través de una joven comunista, incorporada por la maravillosa Emmanuelle Riva, que se enamora de un cura recreado por Belmondo.
A partir de 1962, todas las películas de Jean-Pierre Melville serán relatos criminales. Rodados, también a diferencia de sus modelos del otro lado del Atlántico, sin apenas diálogos. Aún constan en los anales la trilogía protagonizada por Alain Delon —El silencio de un hombre, Círculo rojo y Crónica negra— y el díptico que cuenta con Lino Ventura como protagonista: Hasta el último aliento (1966) y El ejército de las sombras (1968). Esta última, lo mejor de lo mejor, es el más emotivo homenaje que el cine ha rendido a la resistencia francesa ante la ocupación alemana.
En agosto de 1973, cuando sólo contaba 55 años y preparaba una adaptación de La condición humana (1933), la novela más celebrada de André Malraux, la Parca se llevó a Jean-Pierre Melville. Estaba en esa edad en que el talento creador, conjugado a una experiencia vital lo suficientemente dilatada, proporciona a los cineastas que lo merecen uno de los tramos más brillantes de su filmografía. Eso sí, los que amamos su cine ya habíamos aprendido el mensaje: Nunca se traiciona a un amigo. Antes muerto que chivato.
Fabuloso el maestro Melville. Sus obras se me revuelven en mi memoria pre-senil y ya no sé cuál es cual. Si ese sombrero era el de Ventura o de Delon. Pero el verdadero recuerdo es más vívido cuando sus detalles se han olvidado y solo queda el sentimiento.