Ella Gwendolen Rees Williams, conocida como Jean Rhys, la novelista que hoy cumpliría ciento treinta y dos años, supo desde pequeña que no era como el resto de las niñas del colegio ni como ninguno de los miembros de su familia, morenos con ojos castaños, salvo ella, que era rubia y de rostro pálido. Sentía las miradas penetrantes de su madre y sus tías como agujas, pinchazos que se le clavaban en la cabeza y en el resto del cuerpo. Sometida a un constante escrutinio tanto por su aspecto como por su forma de actuar. Ay, mi niña. Pobre niña. «No sé qué será de ti», solía decirle su madre las pocas veces que la abrazaba. ¿Qué le depararía el destino a la pequeña Rhys? «Veo algo grande en tu mano, algo noble. Me lo dijo la adivina que entró en el camerino. Me agradó, aunque no me sorprendió. Lo sé. Pero ¿qué? ¿Cómo? ¿Dónde? No debo dejarlo escapar. Tengo que estar preparada. Pero ¿cómo? ¿Cómo?», relata en la autobiografía incompleta que publicó la Editorial Lumen hace unos años bajo el título Una sonrisa, por favor, donde la novelista anglo-caribeña dejó por escrito esbozos de los momentos de su vida que recordaba con mayor claridad e impacto, aun sabiendo que la memoria, en la mayoría de las ocasiones, nos juega malas pasadas y que, inevitablemente, tendemos a alterar el contenido de dichos recuerdos. Nacida en Dominica, no imaginaba que acabaría convirtiéndose en una isla solitaria. A veces valiente vencedora y otras completamente desolada y vencida. Necesitada y autodestructiva. El espejo roto de Shirley MacLaine en El apartamento que al contemplarlo se veía tal y como se sentía.
La vida azarosa, los incesantes viajes por las distintas ciudades y capitales europeas; la bohemia francesa, el frío que pasó en Inglaterra; las calles desoladas, interminables, cubiertas de niebla o de charcos que proyectaban la silueta fantasmal de los solitarios y vagabundos que, como ella, paseaban a altas horas de la madrugada sin rumbo ni hogar; los bares y las habitaciones de mala muerte donde se citaba con sus amantes y donde solía producirse una transacción por el placer, la compañía o la mera necesidad… «Ahora pienso que la relación entre el dinero y el sexo es muy profunda y primitiva. Cuando se acepta el dinero de una persona amada no es dinero, es un símbolo. El vínculo ya está ahí. Ya se ha establecido. Estoy segura de que el sentimiento más profundo de la mujer es: «Pertenezco a este hombre, quiero pertenecerle por completo». Es humillante, pero también emocionante». Todos estos detalles son conocidos por todos o, como mínimo por la mayoría que se haya acercado a la figura, obra y vida de semejante mujer. Ahora bien, procuren no juzgar sus actos con los ojos de hoy, pónganse —o intenten hacerlo— en su lugar, para comprender su situación y todo por lo que pasó. ¿Creen que no reconoció que era un error aceptar dicho dinero? Claro que sí, y siendo honesta admite: «Uno se acostumbra a todo. Cualquiera puede pensar: «Nunca haré una cosa así». Y de pronto, se sorprende haciéndola». He aquí una bofetada de realidad en toda regla. ¿Cuántas veces sacamos pecho diciendo “de este agua no beberé” o “jamás volveré a hacerlo”…? Y de repente, ¡zas!, el golpe que te das es de tal magnitud que despedaza por completo tu orgullo. Lo difícil después es recomponerlo, y entonces, para intentar hacerlo, usas como pegamento una adicción, un vicio. Pero no uno cualquiera, sino ése —en el caso de Rhys, la bebida— que acabas convirtiendo en tu perdición porque estás convencido de que es lo único que puede sacarte del atolladero, del limbo por el que te has dejado llevar, o arrastrar. Y llegados a este punto, ya no queda identidad. Ya no te queda nada, como describe Rhys en ¡Buenos días, medianoche! (1939): «No tengo orgullo: ni orgullo, ni nombre, ni rostro, ni país. No soy de ninguna parte. Demasiado triste, demasiado triste… No importa, estoy ahí como una brizna de paja que flota en el borde de un remolino hasta que el centro la succiona gradualmente, el centro muerto, donde todo se estanca, donde todo es calma (…)». Y ahí te quedas, aguantando el chaparrón como Elisabeth Smart en Grand Central Station, sentada y llorando, con el síndrome de la falta de compañía y de la cama vacía que despierta el mono de cualquiera que busque por un instante amar y ser amado. Sentirse protegido. Amparado. Seguro. Confiado. Deseado. Querido. Y es que estos son los peores drogadictos: los del amor, pues a ellos son a los primeros que señalan. «Tú eres una persona excitable. Te desgarras por cualquier cosa y, como es natural, esa vida estrafalaria que has llevado te ha hecho mucho daño. Sencillamente, no te das cuenta de que la mayoría de las personas se toman las cosas con calma. La mayoría de las personas no se rompe en pedazos. Tienen sentido de la proporción», como le dice el personaje H. J. Heidler a Marya Zelli en Cuarteto (1928).
Y esa es, entre otras, una de las cualidades de Rhys, que mientras se apunta con el dedo, o se mira en el espejo, y describe lo que ve, no es consciente de que también nos apunta a nosotros. Nos describe a nosotros. Y esta reveladora circunstancia no sólo se aprecia en la autobiografía citada unas líneas más arriba, sino, principalmente, en las mujeres de sus novelas. En Marya Zelli, en Julia Martin o en Anna Morgan, pero también en Antoinette Cosway, el inolvidable y enigmático personaje perturbado creado por Charlotte Brontë en Jane Eyre, a quien Rhys convierte en protagonista de la novela titulada Ancho mar de los Sargazos, la obra que sacó a la autora del olvido literario en el que se había refugiado durante más de treinta y siete años. Y como tantos otros autores que caen inconscientemente en el ostracismo, tras haber escrito La orilla izquierda, Cuarteto, Después de dejar al Señor Mackenzie, Viaje a la oscuridad o ¡Buenos días, medianoche! y no verse reconocida ni aceptada por los miembros de su gremio, ¿qué otra opción le quedaba? El miedo que tanto la perseguía —el mismo que aterraba a sus heroínas— fue lo que la hizo desaparecer y, además, hacerlo a conciencia, pues nunca tomaba decisiones a la ligera. Sin embargo sus obras seguían ahí. Íntegras. Esperando a que alguien se fijara en ellas; que posara sus ojos en ellas y se quedase prendado y hechizado; que las quisieran, las rescataran, que las protegieran, las cuidaran y las desearan, tal y como anhelaba Rhys que hicieran con ella.
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