La biografía de Jean Seberg, como el destino último de Joe Gillis (William Holden) —el guionista de El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950), quien comienza a contarnos su historia sobre un plano que nos muestra su cadáver flotando en la piscina de Norma Desmond (Gloria Swanson)—, debería acometerse mediante un flashback. La analepsis de Jean arrancaría con su última imagen: la de su cuerpo en avanzado estado de putrefacción al ser descubierto por la policía parisina en el asiento trasero de su coche, estacionado en la calle Général-Appert. Aquello fue el 29 de agosto de 1979.
El examen del forense certificó que sólo el alcohol que ingirió en sus últimas horas habría bastado para llevarla al coma etílico. Sin embargo, tras discutir con su último amante, el galán argelino Ahmed Hasni —a quien doblaba la edad—, Jean Seberg iba en busca del último trance, de modo que decidió mezclar la bebida con un surtido de barbitúricos. Y su botiquín debía de estar bien provisto, a tenor de la carta abierta sobre la drogadicción que el veintisiete de febrero de 1978 publicó en el diario Libération. Tanto la primera investigación como la segunda, fechada en 1981, concluyeron que Jean Seberg se quitó la vida en otro sitio y luego fue llevada hasta donde se encontraron sus restos. Pero no se pudo probar nada más.
A medida que el cinéfilo se adentra en la copiosa bibliografía que ha generado la Nouvelle Vague, hay algo que llama la atención respecto a las noticias referidas a Jean Seberg. Esas lecturas entrelíneas, siempre tan elocuentes para el buen entendedor, trasmiten cierta distancia entre ella y aquella pléyade de cineastas que puso en marcha el cine contemporáneo, el cine de autor y tantas otras maravillas de la gran pantalla. Anna Karina y Anne Wiazensky, casadas ambas —por este orden— con Jean-Luc Godard, superados los traumas y los rencores de la separación, mostraron un reconocimiento a la obra y al talento creativo de su exmarido que nunca se apreció en Jean Seberg. De modo que llama mucho la atención que la actriz que dio vida al primer icono de la Nueva Ola, aquella Patricia Franchini de Al final de la escapada (1960), la vendedora del New York Herald Tribune que no sabía si subía o bajaba los Campos Elíseos en el primer largometraje de Godard, se mostrase indiferente —por no decir desdeñosa— ante tamaña gloria. Volvió a colaborar con Godard en el episodio que éste dirigió dentro del filme colectivo Las más famosas estafas del mundo (C. Chabrol, U. Gregoretti, H. Horikawa, R. Polanski, 1964), pero sus secuencias fueron suprimidas del montaje final. Con Claude Chabrol lo hizo en La línea de demarcación (1966) y La ruta de Corinto (1967), pero rechazó a Truffaut cuando éste le ofreció protagonizar Fahrenheit 451 (1965) y volvió a decirle que no cuando le propuso el personaje de Jacqueline Bisset (Julie Baker) en La noche americana (1973).
De esas lecturas entrelíneas y de sus negativas, puede inferirse que Jean Seberg no le daba ninguna importancia al hecho de haber sido la primera gran chica de la filmografía de Godard, tampoco al papel de la Nouvelle Vague en la historia del cine. Hay constancia de que su personaje favorito, de los treinta y cinco que interpretó a lo largo de su carrera, era Lilith, la fascinante esquizofrénica que enamoraba con su fragilidad a cuantos la conocían en la cinta homónima que Robert Rossen estrenó en 1964. Como también la hay del magnetismo que la interpretación ejerce sobre los desequilibrados. Es más, el alienado prístino, aquel que cree ser Napoleón en Waterloo, para expresarlo lleva a cabo un sublime ejercicio de interpretación.
Jean Seberg, aunque no lo aparentase tras su belleza apacible, estaba tan desequilibrada como su Lilith. Que se sepa, nadie le diagnosticó ninguna esquizofrenia. Pero había algo patológico en su carácter. Una debilidad que supo aprovechar el FBI, orquestando toda una campaña de difamación contra ella por sus donaciones a los Panteras Negras —la organización con la que los afroamericanos, entre otras cosas, intentaron defenderse de la brutalidad policial— y el romance que mantuvo con uno de sus dirigentes, Hakim Jamal.
Nacida en Iowa en 1938, la futura musa de Godard era hija del farmacéutico de su pueblo (Marshaltown), leía versos junto a su abuela y representó sus primeros personajes en distintos montajes teatrales universitarios. Su oportunidad le llegó cuando fue elegida por Otto Preminger, entre dieciocho mil aspirantes, para incorporar a la Doncella de Orleans en Santa Juana (1957). Así pues, Jean Seberg debutó en el cine recreando a una de las más candorosas y logradas Juana de Arco que se hayan visto en la pantalla. Descendiente directa de los puritanos que arribaron a América en el Mayflower, había algo en ella de la Pucelle.
Bien distinto fue el registro del que se valió para interpretar, de nuevo a las órdenes de Preminger, a la Cecile de Buenos días, tristeza (1958). Con tales antecedentes, cuando, casada con su primer marido —el cineasta François Moreuil— se instaló en París, era una de las actrices estadounidenses favoritas de los franceses. Tenía arrebatado al gran Godard.
Fue tal éxito internacional Al final de la escapada que sus protagonistas volvieron a encontrarse en A escape libre (Jean Becker, 1962). Ese mismo año, la actriz contrajo matrimonio con el novelista y cineasta ocasional Romain Gary, uno de los autores más celebrados de aquella época. Aquel segundo matrimonio, en el que fue “profundamente infeliz”, no impidió que Jean mantuviera un sonado romance con Clint Eastwood durante el rodaje de La leyenda de la ciudad sin nombre (Joshua Logan, 1969), un western musical que habría de ser el gran éxito de la actriz en Hollywood. El trauma que le produjo el abandono de Eastwood marcó el comienzo de su fin. El resto fue la decadencia.
La filmografía de Jean Seberg se prolongó en cintas menores, casi siempre italianas o españolas. Para Juan Antonio Bardem protagonizó La corrupción de Chris Miller. Ya alcoholizada, en la cuesta abajo todo fueron escándalos. Suelen serlo con las mujeres en las que todo es lirismo y pasión. Parece ser que llegó a ser expulsada de Argelia, último refugio de los Panteras Negras. Su tercer matrimonio, con el realizador televisivo Dennis Berry, también conoció varias relaciones extraconyugales. El FBI, dentro de la campaña de desprestigio del Black Panther Party, puesta en marcha para minar esta organización —como la propia agencia gubernamental acabó reconociendo con los años—, difundió el rumor de que la actriz estaba embarazada de Hamal. En realidad, el padre de su hija, que murió a los pocos días de nacer a consecuencia de los somníferos que Jean ingería durante el embarazo, era Carlos Navarro, un revolucionario mexicano al que la actriz conoció durante el rodaje de Macho Callahan (Bernard Kowalski, 1970).
Nina, llamó a su hija. Acusó su pérdida más que ninguna otra. A partir de entonces, coincidiendo con la fecha del óbito, se intentó suicidar en varias ocasiones. Puesta a ello, en 1978 se tiró a las vías del metro de París. No lo consiguió. Acabó quitándose la vida un año después.
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