Qué lechugas, qué tomates, qué patatas. Desde que mi jefe se separó y se adentró en la cincuentena, ha convertido su hogar en un templo de lo orgánico, de lo saludable, de la biodiversidad. Paneles solares coronan su casa. Cultiva hortalizas y legumbres para su propio consumo. Los huevos de la ensalada tienen una pinta estupenda, se diría que a las gallinas las ampara un convenio colectivo mejor que el mío. Su nueva novia es rarita. Mi mujer piensa que es la inductora de todo esto, de la transformación del otrora tiburón de los negocios en una suerte de campesino tech crepuscular. Es como el Cuento de Navidad, de Dickens, en versión eco. El ogro, el tirano, el Scrooge que nos explotaba, ahora nos sigue explotando, pero se marca detalles como esta cena. “¡Montoya! —me había gritado desde su despacho la semana pasada—. ¿Cuántos años lleva en la empresa? ¿Diez? ¿Quince? Les invito a su mujer y a usted a cenar a casa, como ya he hecho con todo el departamento de Logística; y antes, con el de Facturación”. Y una semana más tarde, aquí estamos Sabela y yo disfrutando de una cena sana, sabrosa y rica en proteínas vegetales. Pero de pronto, cuando estoy masticando un trozo de hamburguesa de soja, mis entrañas se desmoronan y siento la necesidad urgente de ir al baño, como si mis intestinos acabaran donde empieza la soja o viceversa. Ya amanecí con molestias esta mañana. Sabela me preguntó si estaba seguro de querer ir; si no quería aplazar la cena. No puedo decirle que no a mi jefe, respondí, y menos con lo orgulloso que está él de su huerto y su corral, de su cocina y del discurso que con toda seguridad nos va a dar sobre la peligrosidad de la carne, dogma compartido por el vegetarianismo y el catolicismo. Pero Sabela seguía insistiendo en que si me encontraba mal, no tenía ninguna obligación de ir. “No te va a echar por eso”, decía. En efecto, mi puesto de trabajo nunca ha estado en peligro, pues, si bien sigo ejerciendo las mismas funciones que cuando llegué a la empresa (todos mis intentos de ascender han sido vanos), mi posición es tan irrelevante que hasta resulta graciosa. “Quien no quiere ir eres tú”, le repliqué enfadado, antes de encerrarme otra vez en el baño, bajarme los pantalones y retomar la lectura del último libro de Albert Rivera. Y ahora me arrepiento de no haberle hecho caso a Sabela y de haber acudido a la cena. Una voz interior y salvaje me invita a desintegrarme, a disolverme en mi propia digestión como un animal que se devora a sí mismo. “¿Te encuentras bien, Montoya? Tienes mala cara”, me pregunta el anfitrión, que desde que entramos en su casa no ha dejado de tutearme. “¿No te gusta la hamburguesa?”, añade su novia rarita. “No, no. Está de vicio, pero necesito ir al baño”, les digo con sensación de apuro. “Oye. Si lo que quieres es hacer de vientre, no hay ningún problema —suelta mi jefe con espantosa naturalidad—. Pero si has consumido antibióticos o carne tratada con antibióticos, tendrás que utilizar el retrete rojo, no el verde”, me informa. ¿Perdón? “Que si has ingerido antibióticos en las últimas setenta y dos horas, no se te ocurra sentarte en el retrete verde, por favor; utiliza el rojo”. Sabela me da un puntapié bajo la mesa para que deje de preguntar y me largue de inmediato al baño, pero la curiosidad me puede y le ruego a mi jefe que se explique. “Verás, Montoya. El inodoro rojo es el normal, el de toda la vida, el que tienes tú en casa y el que hay en la oficina; solo que lo he pintado de rojo. El retrete verde, en cambio, fue diseñado para recibir las deposiciones líquidas y sólidas y transformarlas en nitrógeno, fósforo y potasio, las primeras; y en metano, las segundas. O sea que convertimos la orina y las heces en fertilizantes y abono, y así obtenemos nuestras verduras y hortalizas. Los tomates que acabamos de comer, por ejemplo, abrigan en sus moléculas los átomos de las deposiciones de tus compañeros del departamento de Facturación; de ahí, tal vez, su extraordinaria factura (carcajada). ¿A que estaban ricos?”, termina mi jefe. Y sí, estaba todo muy rico y jugoso. Tanto que, cuando por fin me decido a entrar en el baño, lo primero que hago es enjuagarme la boca, antes de sentar mis posaderas en el inodoro rojo y poner los ojos en blanco. Muy bueno todo, sí. Y sano. Pero prefería a la patronal de antes.
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