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Jennifer O’Neill tras el verano del 42

Jennifer O’Neill tras el verano del 42

“En la vida de cada uno hay un verano del 42”, rezaba el eslogan de Verano del 42, la memorable cinta de Robert Mulligan. Supongo que surgió a raíz de la eclosión del cine romántico —por así llamarlo— que provocó el éxito de la sensiblera Love Story (George Segal, 1970). Pero la historia de aquel estío, sobre la iniciación sexual de un adolescente, Hermie (Gary Grimes), fascinado con una joven viuda de guerra, Dorothy (Jennifer O’Neill), siempre se me ha antojado más próxima a El diablo en el cuerpo (Claude Autant-Lara, 1947) o Elvira Madigan (Bo Widerberg, 1967), dos de las cintas de romanticismo más exaltado que haya visto mi menda.

Me atreveré a escribir que de los de entonces, de cuantos siendo adolescentes descubrimos a Dorothy iniciando a Hermie en los misterios de la carne en la cartelera española de los años 70, todos hubiéramos querido ese “dolor gustoso”, que —decíamos entonces—, acompañaba a aquellos que entraban por primera vez en la intimidad de una mujer, de la que ya salías siendo un hombre en toda la extensión de la palabra. Todos hubiéramos querido que sí, un verano del 42 en la vida de cada uno.

"Si repito una vez más que Verano del 42 no es una cursilada, como Love Story o la italiana Anónimo veneciano, otra de aquella cuerda más sensiblera que romántica, es por la transgresión que entraña su metraje"

Conocimos a Jennifer O’Neill en Río Lobo (1970), ¡el último de los ríos de Howard Hawks ni más ni menos! En aquellas secuencias incorporó a Shasta Delaney, la chica que encontraba al coronel McNally (John Wayne) “un hombre confortable” para pasar la noche, dormida al raso. Acurrucada —solo para dormir, cumple insistir— entre sus brazos. Las de Hawks eran mujeres de enjundia, de mucho carácter, capaces de utilizar a John Wayne a modo de almohada vivaqueando bajo las estrellas de Arizona. Puede que fuera porque, para muchos de los de entonces, Wayne —Duke, que a la dulce Jennifer le sacaba más de 40 años— era una especie de padre, y Dorothy, la bella viuda de guerra, una chica de poco más de veinte primaveras que acababa de perder a su marido: el piloto a quien Hermie, el aprendiz de hombre, solo veía de lejos, en la lontananza, despidiéndose de ella.

Si repito una vez más que Verano del 42 no es una cursilada, como Love Story o la italiana Anónimo veneciano (Enrico María Salerno, 1970), otra de aquella cuerda más sensiblera que romántica, es por la transgresión que entraña su metraje. En teoría estamos ante una viuda que mancilla la memoria de un piloto caído por la patria para corromper a un menor perdidamente enamorado de ella. Con el Código Hays aún vigente, Verano del 42 hubiera sido una producción inconcebible. En el mejor de los casos, una de esas “películas francesas”, que llamaba el público estadounidense, afecto a la cartelera comercial que tenía en Love Story uno de sus grandes éxitos de taquilla, a las cintas que aquí, por esas mismas fechas, se las clasificaba como de arte y ensayo.

"A cualquiera de los de entonces, los adolescentes de la cartelera española de los años 70, le hubiera gustado ser espabilado, como lo era Hermie cuando Dorothy le descubre los misterios del amor"

Ya digo, aquella cinta de Mulligan, que con la censura española no tuvo ningún problema, estaba mucho más cerca de El diablo en el cuerpo, basada, por cierto, en la novela homónima que Raymond Radiguet publicó en 1923. Tenido éste por el Rimbaud de la novelística francesa de los albores del pasado siglo, a finales de la Gran Guerra, en 1818, cuando aún carecía de edad para ir al frente, experimentó un amor con una mujer mayor que él, novia de un militar que combatía en las trincheras, un amor que fue todo un escándalo. En la realidad, en la ficción y en su adaptación fílmica.

Sin embargo, Verano del 42 es una cinta que no parece lo que el código penal calificaría como la corrupción de un menor —y el código del honor como la traición a la memoria de un héroe— por la paz que irradia la belleza de Jennifer O’Neill, incluso cuando el anuncio de la viudedad parece que va a matarla y, ya viuda con tan solo veinte primaveras, da al aprendiz de hombre lo que él anda buscando. Como aquellas casquivanas novias de nadie —benditas sean todas ellas— que, en los remotísimos años 70, con sus mejores efusiones, por el arte de su magia, acabaron con la pubertad de los chicos que les iban sin preguntarles, siquiera, si las querían. Creo no equivocarme mucho al apuntar que a cualquiera de los de entonces, los adolescentes de la cartelera española de los años 70, le hubiera gustado ser espabilado, como lo era Hermie cuando Dorothy le descubre los misterios del amor. Y también, aunque es diez años más joven, un inicio a la vida galante que hubiera hecho feliz al Paolo Sorentino que recuerda a esa vecina, a esa viuda napolitana, que espabila a Fabietto Schisa (Filippo Scotti) en Fue la mano de Dios (2021).

"Jennifer O’Neill, la amante posesiva en aquella misma película, solo tenía quince años cuando intentó suicidarse por primera vez"

Y sin embargo, con toda la paz que irradiaba el más entrañable de sus personajes, con todo ese amor que la mera contemplación de su imagen suscitaba apenas comenzaba a acercarse a ella el tomavistas, Jennifer O’Neill, en aquella sazón, ya era una mujer desequilibrada. Lo ha sido siempre, según confiesa ella misma en esa autobiografía que la tiene ocupada desde 2016, cuando abandonó definitivamente la interpretación. La traducción del título de estas memorias —Sobreviviendo a mí misma—, no deja lugar a dudas

Desde que abandonó el neorrealismo de sus primeros filmes —La tierra tiembla (1948), Bellísima (1951)—, el cine de Visconti se fue convirtiendo en un ejercicio estético iniciado en Senso (1954), sobre el Risorgimiento y la unificación de Italia, que, tras una última inquietud neorrealista —Rocco y sus hermanos (1960)—, abrazó abiertamente el esteticismo en El gatopardo (1963). En lo sucesivo, las películas del conde de Lonate Pozzolo —ése era el título de este gran cineasta— fueron una celebración de la belleza. Y Visconti, como ese amante de la ópera que fue —dos de sus antepasados fueron superintendentes de la Scala de Milán, y él mismo acabó dirigiendo aclamados montajes en aquel y en otros escenarios— tenía una concepción armoniosa de la belleza. Por eso siempre que vuelvo sobre su cine último me llama tanto la atención que, entre tanta armonía, podamos distinguir cierta tendencia al desequilibrio entre algunas de sus actrices más fascinantes. Romy Schneider fue encontrada muerta en su casa con 43 años. No se puede afirmar que fue un suicidio porque a su cadáver no se le practicó nunca la autopsia, pero los desengaños y las fatalidades que la acompañaron en sus últimos tiempos permiten pensar que Romy, también, fue una asesina de sí misma. El desequilibrio, rayano en la locura, junto a la escasez y a las penurias, acompañaron al hoyo a Laura Antonelli, la esposa de El inocente, última realización de Visconti. Jennifer O’Neill, la amante posesiva en aquella misma película, solo tenía quince años cuando intentó suicidarse por primera vez. Sus padres decidieron cambiar de domicilio y obligaron a la futura actriz a dejar su perro en una perrera. “No quería matarme, sólo llamar la atención”. Los somníferos que ingirió la tuvieron en coma durante quince días.

"Otra vez, estando en su casa, al ver la pistola del marido de turno cerca del lugar donde se encontraba uno de sus hijos, acabó pegándose un tiro accidental en su glorioso cuerpo"

Su actividad como modelo le permitió ganar dinero suficiente como para comprarse un caballo siendo aún una adolescente. Cuando el animal se estrelló contra un obstáculo durante una prueba, nuestra joven amazona fue a parar al suelo. Aún arrastra dolores de la lesión que se hizo entonces en la espalda. Su primer marido la llevó al altar con tan solo 17años. Después vinieron ocho más. Hay comentaristas que sostienen que las turbulencias de su vida sentimental son una prueba más de su desequilibrio. Es muy probable. Lo cierto es que, hasta la fecha, se ha casado más veces que Elizabeth Taylor. El nacimiento de su primera hija la sumió en una depresión posparto por la que fue ingresada en un psiquiátrico donde, según recuerda ella misma en esa autobiografía de título tan elocuente, supo de los rigores del electroshock. Otra vez, estando en su casa, al ver la pistola del marido de turno cerca del lugar donde se encontraba uno de sus hijos, acabó pegándose un tiro accidental en su glorioso cuerpo.

Afortunadamente, tanto desastre personal no afectó excesivamente a su filmografía. Sus años de esplendor, naturalmente, fueron los 70. Con Blake Edwards trabajó en Diagnóstico: asesinato (1972), con J. Lee Thompson en La reencarnación de Peter Proud (1975). Tras su viaje a Italia para su colaboración con Visconti, en aquel país hizo giallos como Siete notas en negro (Lucio Fulci, 1977). Aquí en España tuvo una pequeña intervención en Call-Girl (Vida privada de una señorita bien) (Eugenio Martín, 1976). Para el siempre sugerente David Cronenberg protagonizó Scanners (1981).

Se dio a conocer como escritora con un libro de textos misceláneos, entre la autoayuda y el renacimiento espiritual. Tras confesar un aborto al que se sometió con 22 años, se hizo una ardiente militante del movimiento antiabortista. Su filmografía se prolongó hasta 2016, en producciones menores en las dos pantallas. Pero a comienzos de los años 90 su tiempo ya había pasado. No así el magnetismo que aún desprende su Dorothy en Verano del 42.

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Jorge Nielsen
5 meses hace

Love Story la dirigió Arthur Hiller, sobre un libro muy vendido de Erich Segal, también responsable del guion