Hay una frase que se repite como un mantra en Nido de piratas (Debate, 2023), «Pueblo no era un periódico, sino una escuela de periodismo». El libro de Jesús Fernández Úbeda (Ciudad Real, 1989) ha resucitado del olvido la historia de uno de los diarios más míticos de la historia de España de la segunda mitad del siglo XX. Al enumerar a los periodistas que pasaron por allí es imposible no olvidarse de alguien, pero, para que nos hagamos una idea, en esa redacción estuvieron dándole a la tecla, entre nubes de tabaco y litros de whisky, Tico Medina, Jesús Hermida, Pilar Navarro, Rosa Villacastín, José María García, Raúl del Pozo, Arturo Pérez-Reverte, Jesús Hermida, Miguel Ors, Andrés Aberasturi…
Hablamos con Jesús Fernández Úbeda en Zenda del veneno de Pueblo, del rey Sol, de bailarinas brasileñas pululando por la redacción, de la whiskería y de un periodismo en llamas más allá de Orión, cuya esencia se perdió entre Huertas 73 y la puerta de Tannhäuser.
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—¿Por qué había que rescatar al diario Pueblo del olvido y por qué lo ha hecho alguien que nació cinco años después de que parasen sus rotativas?
—Creo que había que rescatar la historia del diario Pueblo porque su ecosistema es un mundo perdido, apasionante, salvaje, lleno de bucaneros, una gente que buscaba hacer el mejor periodismo y conseguir la mejor de las historias. Esa pasión y esa voracidad son inéditas en mi generación. Si a ese hambre por contar le sumas el talento de firmas como Arturo Pérez-Reverte, Raúl del Pozo, Felipe Navarro «Yale», su hija Julia Navarro, Rosa Villacastín, etcétera, tienes la historia del periodismo español de los últimos cincuenta años. Esta es una historia que se ha olvidado, y era justo recuperarla para homenajear a esos periodistas sobre los que nos sustentamos los que ejercemos ahora esta profesión. ¿De dónde viene escribir este libro? Cuando publiqué, junto a Julio Valdeón, No le des más whisky a la perrita, una biografía de Raúl del Pozo, Arturo Pérez-Reverte, que ya me conocía de Zenda, pensó que después de escribir esa obra podía ser yo el que contase la historia, repleta de anécdotas, de Pueblo. Arturo y Raúl me citaron a comer en la Posada de la Villa con José María García y me ofrecieron el encargo. Yo acepté con mucho vértigo, pero también con mucha ilusión. Y ahí están las trescientas doce páginas del libro.
—La redacción de Pueblo era mucho más que una redacción, era un clan, era una familia. Según Manolo Molés, había algo que los unió: el veneno.
—El veneno, el hambre, el duende, ese no sé qué que no sé lo que es, pero es lo único que importa, como canta Bunbury. Me están preguntando en las entrevistas qué es lo que más echo de menos de esa época. ¡Pero si a mí me faltaban cinco años para venir al mundo cuando cerró Pueblo! (risas) Lo que sí puedo decir es que, ¡ostras!, me gustaría ver ese veneno en mi gente, y esa pasión y ese amor hacia un medio de comunicación, un periódico no sólo visto como el sitio al que vas a trabajar, sino como el lugar en el que vives. Uno de los personajes que más aparece en el libro es Manuel Marlasca Cosme, el padre de Manuel Marlasca. Este tío vivía por, para y casi en Pueblo. Tenía un nervio, un instinto, que le hacía ir a la redacción aunque no le tocara, simplemente iba porque ahí era donde realmente se sentía realizado y era feliz. Eso es algo que no solo tenía Manolo Marlasca, lo tenían todos ellos. Ojalá lo viéramos ahora.
—Vamos con los habitantes de la redacción de Pueblo. Nos encantan Hunter S. Thompson y Tom Wolfe, pero aquí tuvimos a Yale. Después de leer la historia del trasplante de corazón del yernísimo de Franco, debemos reivindicar a este guerrillero de la noticia, como lo definió Carmen Rigalt.
—Emilio Romero, creo recordar, lo definió como un periodista que cuando los otros llegaban él ya estaba saliendo. Yale es una de las tres personas con las que no he podido hablar, porque falleció en 1994. Me hubiera vuelto loco poder entrevistarlo. Fue un reportero purasangre. Tenía un perfil hasta cinematográfico. Tuvo una poliomielitis de niño que le dejó cojo. Felipe Navarro, «Yale», era un tipo súper ingenioso, con un talento brutal, con un olfato increíble y que pese a su discapacidad era capaz de conseguir las exclusivas más potentes. Yale fue capaz de conseguir la exclusiva de las fotos del trasplante de corazón que hizo el «yernísimo» del general Franco. También acudió a entrevistar a Raymond Burr —el actor que interpretaba a Ironside, un asesor policial paralítico— en una silla de ruedas empujada por el boxeador José Legrá —que ejercía para la ocasión del otro protagonista de la serie de televisión, el sargento de color Mark Sanders—. Recomiendo leer su libro de memorias Un reportero a la pata coja (Planeta). Su historia tiene un punto agridulce, porque él fue uno de los pioneros de la televisión y al final de su carrera se sintió marginado. Yale fue una de las grandes figuras no solo de Pueblo sino de la historia del periodismo patrio.
—En su libro hay muchas voces, multitud de personajes, pero cada capítulo, cada historia, acaba llevándonos al mismo hombre. Si Pueblo era un nido de piratas, Emilio Romero era su John Silver.
—Emilio Romero era el Rey Sol. Él fue quien convirtió Pueblo en una criatura única de la prensa española. El tipo tenía olfato para la noticia y para elegir a los mejores profesionales que había en su momento. Todos sabemos que tenía una faceta, digamos, erótico-festiva…
—Era un «mujerista».
—Era «mujerista», pero yo ahí no me meto. Creo que hay que juzgar a Emilio Romero por su labor profesional, que fue mucho más buena que mala. Por poner un ejemplo, Carrero Blanco —el hombre de confianza de Franco— fue una vez y le pidió que despidiese a veintidós periodistas. El director de Pueblo le dijo que faltaba uno en esa lista. El almirante le preguntó quién era, y el periodista escribió «Emilio Romero» en el papel. Al final no echaron a ninguno. Que un gerifalte del régimen se niegue a despedir a unos comunistas que trabajan en su periódico, llevándole la contraria a todo un Carrero Blanco, me parece de una nobleza y de una lealtad hacia a su gente impresionantes.
—Tenía dos caras. Por una parte su voluntad para defender a su gente, y por otra el nepotismo.
—Sí. En el libro hay una relación de todos los parientes de Emilio Romero que trabajaban en Pueblo. Como no he podido hablar con los hijos de Emilio Romero, me he limitado a plasmar lo que me han contado de ellos, sobre todo Julio Merino, que es el único subdirector vivo del periódico. De esos testimonios, el más interesante cuenta que Emilio Romero junior quiso despedir a la novia oficial de su padre, Rosana Ferrero, que trabajaba en el periódico. Fue toda una tragedia de Shakespeare.
—Después de Emilio Romero llegó Luis Ángel de la Viuda, del que se comenta en su libro que «modernizó Pueblo«.
—Luis Ángel de la Viuda es el que pone orden en el periódico, cuadrando las cuentas y conservando el «espíritu Apache» de Pueblo. A veces fantaseo sobre qué hubiese ocurrido con el diario si él hubiese seguido en su puesto. Quizás se hubiese salvado, pero a Luis Ángel de la Viuda se lo cargan cuando lleva un año, un mes y un día. En su lugar ponen a Juan Fernández Figueroa, que quiere convertir a Pueblo en una especie de diario del falangismo socialista… Esa herida no es letal, pero hay un antes y un después. Pueblo resiste más o menos bien otros cuantos años con el sucesor de Figueroa, José Ramón Alonso, aunque va iniciando un declive que se hace más profundo con Manuel Cruz y José Antonio Gurriarán. Hay que ser justos: el diario Pueblo lo cerró el gobierno de Felipe González, pero el que deja los instrumentos de tortura colocados en la mesa y el modo de proceder fue el de Suárez, con un decreto en el que dice que los medios de titularidad pública se tienen que cerrar.
—Arturo Pérez-Reverte creció en ese periódico. Ha escrito el prólogo a su obra, y en sus páginas afirma sobre Pueblo: «Era una especie de adiestramiento en la dureza. Todos éramos, ellos y ellas, duros, audaces, desvergonzados, descarados, brillantes».
—Ahí está todo. Aunque también es cierto que en Pueblo había gente de todo tipo. También me he encontrado con tipos muy formales, fantásticos a nivel profesional y personal como Jesús Soria, Gerardo Bustos y Mercedes Jansa. Pero digamos que el rock and roll lo pone la gente de la que habla Arturo, unas personas que literariamente ofrecen una barbaridad de recursos. El material con el que yo he trabajado es oro. ¿Esa gente actuaba de una forma ética? Pues evidentemente, inventarse una entrevista del tirón es algo que yo no aconsejo hacer. Yo nunca lo he hecho, ni pienso hacerlo jamás. Pero tampoco hay que ser presentistas.
—Lo de Tico Medina, que no sabía hablar una palabra de inglés, inventándose desde el primero hasta el último párrafo la entrevista con Indira Gandhi es épico.
—Lo comentamos en una comida de prensa. Varios compañeros les preguntaron a Arturo y a Raúl si nadie había protestado por esa entrevista. Y ellos respondieron que era tan buena que nadie se lo cuestionó. (risas)
—Pérez-Reverte cuenta en el libro sus inicios en la redacción, cómo entró a formar parte de la plantilla —algo que le costó tener mucha paciencia y tenacidad—, de qué forma se hizo reportero y acabó luego como jefe de internacional y tuvo a su mando a los «mosqueperros».
—Sí. Julio Merino le hizo ir cinco días seguidos hasta que lo contrató. A Pérez-Reverte se le recuerda por el reportero mayúsculo de guerra que era. A él no le gustaba mandar. Le nombraron jefe de internacional, pero iba muy de vez en cuando por la redacción. Lo de los «mosqueperros» fue en la última época. Se llamaban así porque tenían un dibujo de D’Artacán por ahí pegado. Entre esos mosqueperros estuvo Juan Ramón Lucas. El epígrafe, o llámalo equis, del capítulo de los corresponsales dedicado a Arturo es apasionante. No sé cuántas páginas habrá, pero se podría hacer un libro entero solo con sus experiencias.
—Lo de Eritrea.
—Sí. El hecho de que desapareciera y que lo dieran por perdido. Y que mandaran a un tipo para buscarlo y que cuando iba a buscarlo, Arturo estaba volviendo…
—Con disentería y medio muerto.
—Sí. Ahí hay una gran novela de aventuras.
—Vamos con José María García. Su primera gran portada en Pueblo no fue una crónica deportiva, sino política, de una masacre, la matanza de la plaza de las Tres Culturas, en México. «Los muertos se amontonan» fue el titular.
—Fue un exclusivón. Y eso dice mucho de él, de su inteligencia periodística. García llega a cubrir unos Juegos Olímpicos a México y se da cuenta de que allí hay unos chispazos sociales, que la noticia está en la calle. Entonces llama a Pueblo, lo explica y le dicen lo de siempre: «Allá tú, pero tráeme las noticia». Y le dan dos portadas por sus crónicas de la matanza de la Plaza de las Tres Culturas. Además, hizo un chanchullo para entrevistar a la periodista italiana Oriana Fallaci, que estaba en el hospital porque había sido herida por varios disparos.
—Esa era la siguiente pregunta.
—Insisto, a lo mejor no son procedimientos dignos de un monaguillo del padre Ángel, pero estamos hablando de periodistas, no de monaguillos del padre Ángel.
—Pueblo fue un periódico innovador en muchos aspectos: este diario fue uno de los primeros que contó con una presencia destacada de mujeres como Rosa Villacastín, Carmen Rigalt y Julia Navarro.
—Y otras como Pilar Narvión, que fue subdirectora. En los años 60, en los 70 y en los 80 no había cuotas de igualdad equiparables a las de ahora. Pero sí que es verdad que Pueblo fue un periódico en el que las mujeres tuvieron peso, mujeres bravas, que desarrollaban su labor como el más macho de de los que había allí. Según los testimonios que he consultado, Pueblo era el periódico en el que había más mujeres, incluso más que en El País.
—Hay otro gran personaje —uno de mis preferidos— en su ensayo que no estudió para periodista ni escribió una sola línea en el periódico, Paco el Pata.
—Paco el Pata, el de la UGT (Unión General de Televisores). (Reímos) Para escribir ese capítulo hablé con Cristina Peña, una súper abogada que litigó en casos como el GAL, el de los Fondos Reservados, el de los papeles del CESID o Football Leaks. De ella se podría escribir también un librazo. Esta mujer empezó a trabajar en Pueblo como «censora», como asesora, aconsejando lo que se podía publicar y lo que no. De repente se encuentra con que tiene que defender a un conserje, Francisco Galán, alias Paco el Pata, que ha montado una red de robo de electrodomésticos y que está retenido en la Dirección General de Seguridad (DGS). Ella les explica a los policías que Paco es un tío trabajador, y entonces le dicen «señora, venga aquí» y la meten en una habitación llena de televisores hasta el techo. (risas) La historia de Paco el Pata es fabulosa. Él era el que llevaba la whiskería.
—De la whiskería quería yo preguntarle.
—En Pueblo había un bar, digamos de alto standing, la whiskería. Paco era el que servía las copas y ponía bandejas de jamón. Raúl Cancio me ha dicho que cree que allí no pagaba ni Dios. (Risas) Imagínate un bar, al margen del hecho de que se fume, de que se beba en un periódico o de que se hagan timbas, pero imagínate un bar de copas, no una cafetería o un comedor. Es un mundo perdido y muy atractivo.
—Además de whisky y timbas, en Pueblo hubo hasta unas bailarinas que llevó Arturo Pérez-Reverte.
—(Risas) Bailarinas brasileñas. Sí. Eso me lo chivó Manuel Marlasca en una entrevista para Zenda. Me dijo: «Que te cuente Arturo lo de las bailarinas brasileñas». Y es fabuloso. Un día se presentó Pérez-Reverte con un grupo de bailarinas brasileñas en la redacción. Había tres o cuatro y montaron un fiestón. Al día siguiente José Ramón Alonso, el director, lo llamó al despacho y le dijo, «Me han dicho que es usted propenso a la macumba».
—En el organigrama de Pueblo había una sección que, según Raúl del Pozo, era vital, los telefonistas.
—No sé cómo lo hacían, pero sabían dónde estaban los periodistas. Estamos hablando de una época en la que no había Internet ni redes sociales ni teléfonos móviles. Si el director te necesitaba, los telefonistas te encontraban. Era como en la película La vida de los otros: tenían a todo el mundo fichado.
—Raúl del Pozo es otro de los grandes periodistas que estuvo en Pueblo cuando militaba en el Partido Comunista.
—Sí. De hecho, Emilio Romero y Julio Merino lo mandan a Moscú para que pruebe las mieles del Soviet. Hay una cosa graciosa en este libro. En No le des más whisky a la perrita Raúl me hablaba con una fascinación tremenda de la Unión Soviética, de Moscú… Lo que no me dijo entonces es lo que sí que me contó Julio Merino para Nido de piratas. Por lo visto, cuando Raúl enviaba alguna noticia y llamaba por teléfono a España les decía «por favor, sacadme de aquí», y ellos le respondían: «¿Pero tú no eras comunista?». (risas) A Raúl le pilló el 23-F en el congreso con la acreditación de Mundo Obrero.
—En Pueblo también hubo un gran fotoperiodista, Raúl Cancio.
—Cuando me encargaron el libro, Arturo, Raúl y José María me dijeron que primero hablase con ellos para darme unas bases y a partir de ahí ir contactando con el resto de la gente. El problema era que Arturo estaba de promoción con El italiano, José María García tiene una agenda complicada y Raúl estaba perezoso. Total, que cuando ya llevo dos o tres semanas que me están dando largas, dije: «Voy yo por mi cuenta». La primera persona con la que hablé fue Raúl Cancio y hubo un entendimiento fabuloso. Nos hicimos amigos y he recurrido varias veces a su testimonio mientras redactaba Nido de piratas. Y nos hemos hecho tan amigos que lo considero de mi familia. Aparte de que es el mejor fotoperiodista deportivo de la historia de España.
—En Pueblo había castas, y la más baja era la Pelagra, de la que formaron parte periodistas como Andrés Aberasturi.
—Los de la Pelagra a veces se tiraban meses sin cobrar, o empezaban a hacerlo pero mal, no estaban dados de alta en la Seguridad Social… Pueblo encima era el periódico de los sindicatos verticales. Luis Ángel de la Viuda acabó con esta situación cuando llegó a la dirección.
—El libro está lleno de buenas anécdotas. Una de las mejores es la de Felipe Mellizo en Moscú.
—Hay muchas anécdotas, pero el libro, más que centrarse en la anécdota, lo hace en la categoría. Lo que pasa es que las anécdotas son una salsa que le dan un sabor muy potente al filete. Dicho lo cual, lo de Felipe Mellizo es fascinante. Para eso hay que valer. No lo quiero desvelar mucho, pero digamos que Mellizo le dice a su mujer que se va a ir a cubrir algo, no sé si a París o no sé dónde, pero en realidad se va con su amante a Moscú. En paralelo, la mujer de Mellizo se va con una amiga a la capital de Rusia y cuando están haciendo cola en la tumba de Lenin se los encuentran… ¿Qué pasa a continuación, queridos amigos? Lean Nido de piratas.
—Terminamos. Usted pertenece a una generación de periodistas que trabaja en un lugar más parecido a un laboratorio de biogenética que a la jungla de tabaco, whisky y máquinas de escribir del diario Pueblo. ¿Qué daría por haber vivido como esa experiencia? ¿Un dedo? ¿Una mano? ¿El brazo entero?
—No sé. Es que no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió, que canta Sabina. Yo creo que es peor añorar lo que nunca jamás se vivió. Pero sí que me hubiera gustado tener ese amor incondicional y voraz que tenía esa gente por su trabajo. Esa especie de adicción romántica. No sé si daría un dedo, pero me hubiera fascinado haber sido becario de Manolo Marlasca o de Vasco Cardoso, y haber hecho unos pinitos en la sección de sucesos con esa gente que cuando se moría el marido hacían llorar a la viuda para la foto. Eso sí que es absolutamente imposible hoy día, gracias a Dios. Esas costumbres son hijas de su tiempo y está bien que lo sean. Si eso se hiciese hoy yo sería el primero en censurarlo. A fin de cuentas, soy un buen tipo, un pequeño burgués, civilizado. No me veo recurriendo a ese tipo de prácticas, pero me hubiera gustado probarlo y vivirlo.
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Las fotos para esta entrevista se realizaron en la Hemeroteca municipal de Madrid.
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