Foto de portada: Tropas del Ejército entran en la ciudad de Oviedo
Las consignas eran claras: levantarse, luchar, resistir. Manuel Otero, representante sindical en el denominado Frente Único de Sama desde enero de 1934, siguió las instrucciones hasta las últimas consecuencias. Su historia —y la de sus vecinos— está recogida en una imagen. En la foto se le ve desnudo, con los músculos tensados, las manos y los pies atados. Aguanta el equilibrio sobre la barra, la mandíbula le va a estallar, sus torturadores no van a poder con él. En Asturias tenían claro cómo hacer esa lucha, pero se quedaron solos en el intento: las huelgas triunfaron en el País Vasco y Madrid, pero no pasaron de ahí. En Cataluña la insurrección fue otra cosa: Companys, aprovechando la confusión, salió al balcón para declarar un efímero Estado catalán. Los obreros asturianos no iban a dejar que las reformas de la República fueran revertidas por el nuevo gobierno que había formado Alejandro Lerroux con la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas). Otero y sus compañeros lo tenían claro: La Revolución era asturiana o no era.
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—¿Lo de octubre de 1934 fue una insurrección, una huelga, un golpe de Estado, una revolución para evitar la llegada del fascismo o todas esas cosas a la vez?
—Tiene mucho de eso último. La palabra «octubre» —el título del libro— pretende recogerlo todo sin especificar nada. Nos encontramos con diversos acontecimientos con distintas caras: una revolución, en el caso de Asturias, eso es indudable; en algunos lugares fue simplemente una huelga, no voy a decir pacífica, pero pasiva por lo menos; e incluso en el caso catalán fue una insurrección de corte institucional, que no tuvo nada que ver con lo que ocurrió en el resto del país y con el corte obrerista de estos hechos. Esa es la dificultad de utilizar sólo un término. Hay lectores que interpretan que al evitar alguno de estos conceptos estás haciendo una valoración u ocultando algo. Lo que ocurre es que es muy complicado. Intentamos trasladar esa complejidad al libro para no llevarnos esa primera impresión que tenemos todos. La Revolución de Asturias es una revolución en el sentido literal y estricto del término. ¿Sirve para valorar todo lo que sucede en esas semanas? Difícilmente.
—Lerroux y su partido defendían la separación entre Iglesia y Estado, las reformas y el autogobierno de los territorios. ¿Por qué ese golpe de timón para incluir a la CEDA en su gobierno?
—En primer lugar, porque tienen una necesidad parlamentaria. Las mayorías que existían en el parlamento en ese momento exigían que la derecha posibilista, la derecha de la CEDA, fuese un sostén del gobierno. Y es esa derecha la que presiona en octubre del 34 para entrar en el Gobierno, cuando a lo largo de todo el año lo único que había hecho era apoyar desde fuera. También es verdad que el Partido Radical, durante todo ese periodo de tiempo —de diciembre del 33 hasta octubre del 34—, está sufriendo una cierta descomposición. De hecho, hay una escisión en el partido, la de Martínez Barrio, que dará lugar más adelante a la Unión Republicana, un partido mucho más afín a las posturas de la izquierda republicana de Azaña. Hay un desgaste del poder y otro por las divisiones internas. Ese viraje, esa congelación de las reformas, da alas a la derecha para realizar una contraofensiva desde un punto de vista patronal y parlamentario. Todo eso provoca que la derecha fuerce su entrada en el gabinete de ministros para que haya una gobernabilidad. Gil Robles tenía un plan muy estudiado y medios para acceder al poder en distintas fases, y ésta era una de ellas.
—¿Era tan peligrosa la CEDA? ¿Tanto miedo daba Gil Robles?
—Lo que nos confirma la prensa y también la documentación de la época es que la percepción era esa. Gil Robles era un personaje que se asemejaba al caso austriaco, a Engelbert Dollfuss, por sus simpatías por la Alemania nazi. La preocupación y el miedo a la CEDA y su líder, Gil Robles, existían. Otra cosa es que de forma retrospectiva podamos discutir, algo que se sigue haciendo, si ese era un peligro real y cuál era el alcance de esa amenaza. Ese peligro se veía como un riesgo para la esencia de la República: ser transformadora y reformista. Mi opinión personal es que ese riesgo existía y que probablemente esas derechas habrían llevado la República a un régimen de corte moderado, anulando el corte reformista hasta reconducirlo hacia la monarquía. ¿Había un peligro fascista? Eso es muy complicado aseverarlo. En historia los acontecimientos que no se consuman hay que tener mucho cuidado a la hora de analizarlos. La CEDA era un partido complejo, en el que había sectores de Democracia Cristiana y había otros seducidos por el autoritarismo y por una cierta fascistización imperante en Europa.
—Para entender la Revolución de Octubre necesitamos mirar a otros lugares de Europa, como Grecia, Alemania y Francia.
—Ese periodo de entreguerras, que coincide con la crisis económica del 29, es conocido como el momento de crisis de las democracias, todas ellas muy frágiles en aquel momento. Hay unos regímenes liberales y parlamentarios, por supuesto, pero el concepto de una democracia participativa, amplia, universal, todavía está en pañales. Estamos en un momento embrionario de las democracias, en el cual hay una amenaza del autoritarismo, no sólo del fascismo, sino también del totalitarismo soviético y del conservador de corte militarista. Eso es algo común en toda Europa. Para un sector de la izquierda republicana —no tanto de la izquierda, sino del republicanismo liberal— había una amenaza. Y el contexto alimentó muchísimo esa percepción. En las organizaciones obreras la experiencia de Alemania y de Austria en particular tuvo una gran influencia; eso se ve en la prensa de ese periodo de una forma notoria.
—¿Cuál fue el papel del Partido Socialista en la insurrección de 1934?
—El Partido Socialista es el protagonista del libro. Esa amenaza de la que hemos hablado, el miedo a que la CEDA acceda al gobierno, el temor de que el fascismo llegara a España, era compartida por todas las organizaciones obreras. En ese momento, el papel del Partido Socialista es único. La influencia de las alianzas obreras es escasa; muchos de los partidos que las formaban eran minoritarios. La izquierda comunista era secundaria en esos años. El peso del Partido Socialista es fundamental: pasa de ser un partido del régimen, por así decirlo —buena parte de la legislación laboral de 1933, en el campo y la industria, es obra suya—, a una postura francamente insurreccional y de rebelión contra la legalidad republicana.
—¿Y cuál fue el rol de Largo Caballero?
—Largo Caballero es uno de los personajes más interesantes de este proceso. Comparto con otros autores que dentro de la triada de líderes que tenía el Partido Socialista en aquel momento, junto a Prieto y Besteiro, Largo Caballero era el más importante y el más genuino. La idea de la radicalización del Partido Socialista viene de la historiografía de los 70 y, en cierto modo, de las tesis que defendía Julio Aróstegui. Una de las muchas interpretaciones que se da en nuestro libro es que esa radicalización, protagonizada por el «caballerismo», era la que más se ajustaba a lo que pedían las bases y los cuadros medios del partido. Largo Caballero supo interpretar esa pulsión y canalizar la frustración al sentirse engañados por no haber podido desarrollar su labor legislativa dentro de los márgenes de la República. Lo que no comparto, desde luego, es esa leyenda negra de Largo Caballero de los últimos años, que tiene mucho que ver con los procesos de mitificación posteriores del personaje, según la cual él fue el revolucionario irresponsable que llevó al país a los sucesos de Octubre de 1934, y por extensión a la Guerra Civil. Eso no tiene sostén académico.
—¿Qué habría pasado de haber tenido una mayor implicación la CNT?
—Sin hacer proyecciones, el concurso de la CNT podría haber sido decisivo. La escasa movilización en ciertos territorios, como en Aragón, donde tenía mucho peso el anarquismo, pudo ser decisiva. Esa ausencia de compromiso de la CNT restó éxito a la insurrección. Eso sucedió, en parte, por la rivalidad con el Partido Socialista, y también por el intento de insurrección de 1933 que había dejado exhausta a esta organización. Este mismo caso se da también con el sindicalismo en el campo. Hay un desgaste innecesario en junio de 1934 con la huelga campesina, que el propio Largo Caballero les reprochó. Lo que está claro es que donde la Revolución tuvo más repercusión fue en Asturias, la región donde más organizaciones obreras se sumaron al Partido Socialista, incluso las anarquistas. Sin entrar en futuribles, por lo que sabemos da la sensación de que la abstención del anarquismo fue una de las causas del fracaso.
—Esas diferencias entre los partidos de izquierda durante la Revolución de Octubre anticipan lo que ocurrirá durante la Guerra Civil en el bando republicano, ¿no?
—Las divergencias que hubo durante la Guerra Civil en el bando republicano son herederas de ese periodo. Esa fractura brutal que supuso la Guerra Civil tiene sus antecedentes. Esa división, la difícil convivencia entre socialismo y anarquismo, llegó también a la guerra, una situación que se agravó con el protagonismo que adquirió el Partido Comunista. Desde 1933, en el Partido Socialista también había rivalidades entre el centrismo prietista, el izquierdismo caballerista y el giro a la derecha de Besteiro.
—Lo de Companys declarando la independencia duró poco tiempo, pero añadió tensión. ¿El factor nacionalista fue una de las causas del fracaso?
—El caso catalán es muy curioso y es muy difícil encontrar una explicación que lo integre en todo ese proceso de octubre de 1934. En Cataluña se produce también la insurrección obrera, pero la gran novedad es que la Generalitat proclama el Estado Catalán dentro de la República Federal Española, un poco en la línea de lo que había hecho Francesc Macià en 1931. Este movimiento no tuvo una concreción muy clara en sus pretensiones. Entre sus impulsores se detectan dos líneas: una federalista, que encabeza Companys, cuya pretensión es radicalizar el modelo territorial de la República para crear una organización federal, y otra, la de Badia, que tenía una postura netamente separatista. Esas diferencias provocaron que la causa no prosperase. En mi opinión, hay un punto de oportunismo para aprovechar la situación que se está creando en todo el país por la huelga revolucionaria. El dato diferenciador de Cataluña es que esa insurrección se hace desde las instituciones.
—¿Por qué no hubo un seguimiento masivo de la insurrección en Madrid?
—La lógica dice que si hay un movimiento revolucionario para hacerse en el poder, éste debe comenzar en la capital, en Madrid. Hay relatos, elaborados de forma ligera, aunque no malintencionados, en los que se dice que la Revolución comenzó en Asturias y se extendió por todo el país. Eso no fue así. Obviamente el centro de la insurrección tenía que ser Madrid, que es donde estaba la dirección del Partido Socialista. ¿Qué ocurre en Madrid? En la capital se comprueba la impotencia del Partido Socialista para llevar a cabo un movimiento insurreccional. Los socialistas llevaban un año amenazando con una acción contundente si la CEDA entraba en el gobierno. Estamos en los albores de la paramilitarización. De forma paralela a la radicalización ideológica, la organizaciones juveniles empiezan a hacer acopio de armas. Hay una retórica de la violencia en las calles, aunque todavía un poco incipiente. La Revolución fracasa en Madrid porque no hay un plan demasiado elaborado para tomar el poder. La huelga fue un éxito total durante una semana, pero la parte insurreccional, dirigida por las juventudes socialistas —con una ideología más influida por el bolchevismo—, denotó una notable falta de fuerza. La conclusión que sacaron la juventudes socialistas es que fueron abandonadas por el resto del partido y que con más apoyo habrían conseguido su objetivo. Creo que esto era más un desideratum que otra cosa. El Partido Socialista no tenía objetivos ni estrategias ni unos planes de carácter revolucionarios. Ese es el motivo que provoca que fracasen cuando se ven impelidos a actuar.
—¿Qué importancia tuvo la «sanjurjada», el intento de golpe de Estado del general Sanjurjo en 1932, en lo de octubre de 1934?
—No creo que hay una relación directa.
—Pero se suele incluir en la cadena de hechos.
—Sí que es verdad que en esa cadena de conflictos que llevan al final de la República todos los presupuestos guardan una relación, pero no están necesariamente en la misma trayectoria que desembocaría en la Guerra Civil. La «sanjurjada» sirvió para que los reformistas se dieran cuenta de que la República vino al mundo con unos enemigos declarados; los sectores alfonsinos, monárquicos y tradicionalistas lo habían dejado claro desde el principio. Ese intento de golpe de Estado dejó claro quiénes eran los amigos y quiénes los enemigos de la República. No creo que haya una relación más directa entre la «sanjurjada» y octubre.
—Esta fue la primera vez que los militares coloniales practicaban sus métodos en la península. El general López Ochoa mandó fusilar a cuatro regulares por las atrocidades cometidas contra civiles. ¿Fue el africanismo de las tropas oficiales un agravante en esa represión? ¿Por qué la represión en Asturias es tan brutal?
—Esa represión venía implícita con lo que estaban viviendo esas tropas coloniales en África. No hay datos que puedan demostrar que se ordenó desde un mando una represión tan dura. Más que una represión organizada son matanzas en caliente. Esas tropas trasladaron una lógica de combate en la que se habían formado. Utilizar al ejército para mantener el orden público es un problema que han tenido los estados desde siglos atrás; esto es algo que hemos resuelto los gobiernos democráticos hace unos pocos años. Esos soldados no estaban preparados para gestionar un problema de orden público con civiles.
—¿Cuál fue el papel de Franco en esa represión?
—Esa idea existe, no lo niego, pero no me atrevo a asegurarlo. No tengo esos datos. Uno de los terrenos más cenagosos de octubre del 34 a la hora de abordarlo es que la interpretación de este hecho se fundamenta en los mitos que se crearon, tanto desde la derecha como desde la izquierda, años más tarde. La represión también se encuadra dentro del apartado de esos mitos como uno de los puntos clave de la insurrección.
—¿Pudo haber acabado la insurrección de octubre de 1934 en guerra civil?
—Yo creo que no. Este tema ahora mismo es muy discutido y es la razón por la que octubre de 1934 sigue vigente. Esa idea la descartaría de entrada. Octubre de 1934 no fue el inicio de la Guerra Civil Española. Claro que hay una relación: fue un antecedente grave que dejó un escenario de polarización que obligó a determinados relaineamientos políticos a la izquierda y a la derecha, pero esos cambios no están dirigidos hacia un futuro enfrentamiento, sino a intentar gobernar la República por unos cauces constitucionales. El proceso que va desde octubre del 34 hasta el 36 pudo ser traumático, pero todo transcurrió dentro de las vías constitucionales. Ni siquiera octubre del 34 es un punto de inflexión. No hay un cambio de gobierno, no hay un cambio de leyes.
Sectario a morir