De la contemplación, al prodigio. Del hecho común, al paisaje que conmueve, rupturista de lo convencional. Palabra mediante, Jesús Montiel (Granada, 1984) obra del suceso desapercibido a la anécdota que trasciende. Si definimos el estilo —o el carácter— que persigue este escritor, licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Granada, doctor por la Complutense, será el de la capacidad de contemplar. Y desde ahí, traer al lector una siempre renovada noción de lo que nos acompaña. Un nombre nuevo sobre el nombre conocido. Ya sea en la expresión, en la metáfora, en la paradoja. En los numerosos recursos estilísticos con que Montiel cincela —hay en él mucho de personal artesano— su frase.
En ese estilo, este premio Hiperión, discípulo de Christian Bobin, nos ofrece su Sucederá la flor, editado en Pre-textos, libro que cuenta la enfermedad del hijo, libro en el que reflexiona sobre el dolor, la ausencia, el miedo, la familia, el padre. Renunciando al personalismo, o al testimonio, y tomando el oficio de la escritura, su posibilidad y sus herramientas, como el canal primero de esta obra. En sus letras, las de todos, y no las del excluyente tono de la confesión personal, sin mayor interés literario. No importan aquí los simples desahogos sentimentales sino el modo en que narra un episodio tan difícil.
La conversación nos deja pensativos. Tras la respuesta, siempre un breve silencio para formular la siguiente pregunta, el apunte que viene. Y es que Montiel lleva, en su carrera, juventud y experiencia, una madurez acaso insólita, o al menos propia, personal, con que deleita al lector de esta entrevista. Quien, convencido, sacará conclusión para sus indagaciones. Del modo en que nosotros la sacamos. Lo escribe Erika Martínez en el prólogo, y es cierto: “Nadie sale indemne de aquí”.
—En este libro observo que insistes en una dualidad: la del mundo de la calle, la rutina, las obligaciones, y la del mundo de la escritura, la contemplación. A uno, parece, le atribuyes la decadencia y lo sórdido, al otro, lo sublime. Yo me pregunto por qué esta división, si ambos confluyen en una única realidad.
—No lo había pensado. Y si te soy sincero, no creo en esa dualidad, en absoluto. Sí soy crítico con la actualidad, con la sociedad mercadotécnica. Hemos convertido el tiempo en oro. Vivimos bajo este imperativo y no tenemos tiempo para lo esencial, que es considerado inútil por no ser productivo: leer, dar un paseo, pensar. En este sentido, me posiciono contra la lógica del beneficio. Y en este sentido, también, la escritura actúa como una barricada. La escritura florece en los entretiempos, que están siendo eliminados por la incesante actualidad. Me refiero al tiempo de la espera, al tiempo de la enfermedad, de la oración, el tiempo ocupado en no hacer nada. Luciano Concheiro o Andrea Köhler reivindican lo mismo, y precisamente aluden a la escritura como barricada en sus respectivos ensayos. Los términos «sublime» o «decadencia» me resultan aparatosos. La cosa es más sencilla: encuentro en mi vocación, la escritura, una forma de resistencia, una confrontación contra los valores de la sociedad mercantil. Todos los tiempos tienen luces y sombras, no creo que este sea más decadente que otro. Creo, de hecho, que nuestro tiempo es un tiempo idóneo para empezar a construir la esperanza. Cuando todo está en ruinas existe más que nunca la posibilidad de un comienzo. Este comienzo necesita la vida contemplativa, dice Byung-Chul Han. La vida contemplativa no es un asilamiento, dar la espalda al mundo. Es precisamente lo contrario. Lo digo en Notas a pie de instante: escribo no para escapar de la realidad, sino para que la realidad no se me escape.
—Creo que muchas veces, movidos por la obra artística como hecho extraordinario, esa torre de marfil del autor, le atribuimos a la literatura unos adjetivos que la elevan, sí, pero que también la simplifican: sólo se puede escribir de lo relevante.
—Al menos en mi caso, no concibo la obra artística como algo extraordinario. Lo extraordinario es la realidad, y la obra la testimonia. La literatura en sí misma no es nada si no es una respiración, si no brota de la autenticidad, si no es necesaria. Yo intento escribir lo relevante, que es precisamente todo cuanto me rodea. De hecho, creo que mi literatura está llena de biberones, de familia, de cosas cotidianas. De hecho, este libro habla de una enfermedad, que es algo por lo que todos, sin excepción, pasaremos. Por tanto, no le atribuyo a la literatura más que un valor testimonial. Lo que decían los dominicos: contemplata aliis tradere, dar lo contemplado.
—Y en muchas ocasiones nos olvidamos de los lectores, y nos consagramos a nosotros mismos. Hasta el punto de que escribimos sin imaginar que alguien nos lee, o que si nos lee será de manera casi tangencial. Tú mismo has confesado que hasta hace poco no te imaginabas que escribías para un lector.
—Al contrario. Lo que expresaba en esa entrevista, quizá me expresé mal, es el descubrimiento del lector concreto. La escritura para mí es un puente que me ha salvado. Desde niño he sido muy introvertido, he encontrado problemas a la hora de relacionarme con los demás. La escritura me ha salvado de ese aislamiento. Es una extremidad con la que llego a los demás. Tengo un hambre grande de lectores, o sea que nada más lejos. Cuando dije eso me refería al descubrimiento del lector concreto, con rostro y biografía. A medida que he ido ganando lectores, he aprendido a disfrutar los ecos que un texto puede generar. Hace nada me llegaron dos cartas manuscritas de dos lectores de Sucederá la flor, y pienso que es lo mejor que me ha dado la literatura: poder llegar a otras vidas. Me emociona que una actividad solitaria desemboque en un encuentro.
—En este libro tomas un estilo que es propio de tu personalidad en la escritura: ver en lo cotidiano lo trascendente. El elogio de lo cotidiano de Todorov.
—La realidad, lo cotidiano, es suficientemente milagroso, lo digo honestamente.
—No sé si con este libro, que no es el último que has escrito, nos dices que en los sucesos más o menos ordinarios de la biografía de cada cual se esconde un camino que te lleva a lo mejor que ha hecho el hombre: el arte, el pensamiento.
—No creo que lo mejor que haya hecho el hombre sea el arte o el pensamiento, en absoluto. De hecho, en el libro, creo recordar que digo que la inteligencia no sirve para nada a la hora del misterio. Frente a la enfermedad, la inteligencia balbucea. En la enfermedad debemos aprender a ser tontos. Al dolor se le abraza o se le rechaza, pero los razonamientos no sirven de nada. Lo mejor que hace el hombre es amar desinteresadamente. Eso es lo que nos dignifica. He conocido gente analfabeta que ama de una forma conmovedora y a gente con dos carreras que vive amargada. Hitler era culto. Pensaba mucho, era artista plástico, pero no creo que sea representante de lo mejor del ser humano. Una inteligencia sin amor, dice Bobin, es como un traje de seda vistiendo un cadáver.
—Siguiendo esa idea, escribes que los poetas somos así, como vosotros, los niños: vemos en una cosa más cosas. Pero yo creo que en el caso del niño es por ingenuidad y en el del poeta, por inteligencia.
—El poeta no creo que escriba desde la inteligencia. Al menos yo no. En cuanto a la ingenuidad, no sé, tengo hijos y lo entrecomillo. Yo no veo a los niños ingenuos. Esa idea creo que es muy occidental y muy reciente, y hunde sus raíces en Rousseau. Me refiero a la mirada metafórica. Mi hijo dice al salir de un túnel que el cielo se ha despertado. Es decir, que utiliza la metáfora como herramienta de conocimiento, igual que el poeta. El uso del lenguaje es parecido. Su mirada casi idéntica.
—Creo recordar que alguien lo dijo así: ¿a la belleza por el dolor?
—El sufrimiento y el dolor son inevitables. Es imposible soslayarlos. Eso sí. Yo he experimentado que el sufrimiento, si bien muchas veces injusto, incomprensible, me ha crecido. Para mí sí tiene sentido. A mí el sufrimiento me ha enseñado a amar mejor. No se trata de buscarlo, yo no quisiera sufrir, pero lo cierto es que el dolor, como digo en el libro, me ha dado el canto.
—Lo que me pregunto es si eso no se confunde con el desahogo personal. ¿Cuál es la diferencia, según tu criterio, entre lo testimonial y lo literario?
—Vuelvo a la idea del testimonio. Para mí no hay diferencia. Mi literatura se nutre de mi experiencia vital, brota de mi vida, aunque transformada. Pero, si bien hablo de mi hijo, estoy hablando de algo que atañe a todos: la enfermedad. Es por eso que, aunque uno escriba en primera persona, puede tocar la vida de los lectores. De hecho, una de las cosas que más me dicen los lectores es que se sienten aludidos con lo que escribo. Para mí esa es la mayor recompensa.
—Lo que nos lleva al manido debate de la literatura del yo. Que tampoco se sabe muy bien qué es. ¿Qué es eso de la literatura del yo para Jesús Montiel?
—No entiendo esas cuestiones, de verdad. No tengo la menor idea.
—Bueno, decía Alberto Olmos que en los últimos años había una cantidad bastante alta de libros dedicados a los hijos. Y que eso suponía una pérdida de la originalidad. Pero yo creo que a ti las modas —o lo que se entiende que está de moda— te da igual.
—Es que este libro no es fruto de un cálculo literario. Yo lo he escrito porque lo sentía necesario, porque surgió sin más. No me planteo ninguna originalidad. La originalidad, querer ser original, eso lo dejé aparcado en la adolescencia. Yo escribo sobre mi hijo porque es una situación personal que me cuestiona, me zarandea, y exige una respuesta. Cómo voy a plantearme si la literatura dedicada al hijo está o no de moda.
—¿Para quién escribes entonces? Ni para ti ni para el lector ni para la industria.
—Repito: uno empieza a escribir espontáneamente. Es una vocación y ocurre de pronto, sin esos planteamientos. Yo escribo porque empecé a escribir y no he podido dejar de hacerlo desde entonces, aun habiéndolo intentado en ocasiones. Escribo y punto, como respiro. No hay ningún cálculo. Y tener lectores lo considero un privilegio. No escribo para nadie en concreto, pero por supuesto que me alegra tener lectores, no estoy loco.
—¿Qué crees que leerá tu hijo cuando dentro de unos años descubra este libro que le has escrito?
—No lo sé, lo ignoro. Se trata de un testimonio. Sólo espero que lo lea como una suerte de testamento, una ternura hecha palabra. El libro podría resumirse de una forma muy sencilla: te quiero, hijo, te he querido mientras estabas a punto de la muerte. Enfermaste y me enseñaste la vida. Me has nacido.
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