Hay críticos que sostienen que es falaz, y polémico gratuitamente, interpretar una obra en base a la biografía de su autor. Ellos sabrán lo que hacen y lo que dicen; yo, no entro ni salgo en el tema. Aunque a veces me pregunto qué ponderación merecerá a esos mismos jueces un cine como el de Jim Jarmusch, que, ya desde Permanent Vacation (1980), entusiasmó a sus primeros espectadores por el fiel reflejo que encontraron en sus secuencias de su experiencia personal, de su día a día o de sus anhelos diarios. Dicho de otra manera, un cine exaltado hasta el entusiasmo en base a la biografía de sus destinatarios.
Si había algún nexo de unión entre cintas tan dispares entre sí, ése era su sintonía con la experiencia personal de los espectadores a quienes iban dirigidas: su público objetivo. Una gente cuya edad, a principios de la octava década del pasado siglo, podía oscilar entre los 20 y los 40 años; en tanto que su trayectoria vital podía resumirse en ese brillante lema —nunca me cansaré de encomiarlo—, bajo el que se agrupa el tercer apartado de la colección permanente del madrileño Centro Nacional de Arte Reina Sofía: De la revuelta a la posmodernidad.
Naturalmente, esa pantalla dirigida a un público coetáneo y par de sus realizadores, era heterodoxa. La ortodoxia —conviene recordar— siempre viene dada por la pantalla comercial. Pero a los antiguos rebeldes que ya estaban en la posmodernidad no les valían los consabidos puñetazos de Sylvester Stallone, el consabido buen rollo de Spielberg o las consabidas fanfarrias de John Williams.
Ese público objetivo, que, siempre a grosso modo, podía identificarse con la modernidad —“modernos” les llamaban despectivamente quienes consciente o inconscientemente se aferraban a lo consabido, a lo manido, a lo “normal”—, tenía en el circuito de la versión original la única cartelera de su interés. Dentro de esas películas subtituladas, con las mismas que en los años 70 había preponderado el nuevo cine alemán —Wenders, Werner Herzog, el hoy olvidado Rainer Werner Fassbinder—, en los 80 fue el turno del cine independiente estadounidense.
Y así, mientras la pantalla comercial ponía de manifiesto cómo esos interesantísimos realizadores independientes australianos, que con tanto brío se dieron a conocer internacionalmente a comienzos de la década —el George Miller de Mad Max (1979), el Peter Weir de Gallipoli (1981)—, se iban convirtiendo a la ortodoxia estadounidense, seducidos por los grandes presupuestos de Hollywood, el cine independiente estadounidense —más de Nueva York y la costa Este que California y la Oeste— iba afianzándose en el circuito de la versión original. En las salas que lo integraban se vio por primera vez a los hermanos Coen de Sangre fácil (1984), al Allan Rudolph de Elígeme (1984) o al Spike Lee de Nola Darling (1987).
Jim Jarmusch se dio a conocer como uno de los principales representantes de aquella heterodoxia estadounidense con Extraños en el paraíso (1984). Su historia era la de Billie, un fullero de poca monta de Nueva York encarnado por John Lurie —uno de los actores más frecuentes de la filmografía primera de Jarmusch— que recibe la visita de una prima suya, de paso para Cleveland, procedente de Budapest: Eva (Eszter Balint). Aunque en un principio la joven le incomoda —no así a Eddie (Richard Edson), el compinche de Billie—, todos acaban viajando en el mismo coche con rumbo a Florida.
Recibida como una auténtica epifanía del cine independiente, casi cuarenta años después de su estreno, puede decirse que Extraños en el paraíso es una de las cintas que más trascendencia han tenido dentro de su heterodoxia. Sin ir más lejos, sienta las bases de todo ese minimalismo de estas producciones off Hollywood —si se me permite la expresión— que, allende las fronteras, llegará hasta el finés Aki Kaurismäki, ese orgullo de la versión original. Ciertamente, esa falta de dirección artística, ese rodar en interiores naturales con poco más que lo que ofrece el lugar cuando se emplaza la cámara, se debe a lo limitadísimos que suelen ser los presupuestos del cine independiente —el propio Jarmusch tuvo que parar el rodaje de Permanent Vacation por falta de financiación en varias ocasiones y se vio obligado a reescribir alguno de sus libretos por la misma causa—, pero los grandes cineastas —y el que nos ocupa lo es— siempre saben hacer virtud de la necesidad e implicar en su caligrafía ese minimalismo al que obligan las estrecheces económicas.
Tampoco faltaban, en el discurso del realizador, alusiones a un buen número de referencias culturales de sus espectadores. Cuando los tres amigos dejan en Cleveland, hablando en húngaro, a la tía que cuidaba de Eva, Extraños en el paraíso se convierte en esa road movie que es. Así las cosas, nuestros protagonistas, por momentos, parecen salidos de una de esas viejas fotografías que nos muestran a Jack Kerouac y Neal Cassady on the road again.
Ni que decir tiene el lugar que Kerouac y sus vagabundeos ocupan en aquellos que recorrieron el camino que les llevó de la revuelta a la posmodernidad. Casi 40 años después de su estreno, Extraños en el paraíso ha quedado como un icono de esa heterodoxia fílmica que representa. De hecho, uno de sus fotogramas —aquel que nos muestra a Eva sentada en el coche y a sus compañeros de viaje apoyados en la carrocería— ilustra con frecuencia los artículos que se dedican al cine independiente estadounidense.
Jim Jarmusch no solo abrió uno de los caminos por los que habría de transitar la pantalla venidera, también dialogó —que se dice ahora— con sus precedentes. Aunque estadounidense de nacimiento —vino al mundo en el Ohio de 1953—, la factura a lo Wenders de Bajo el peso de la ley (1986) —igual que esa mirada del realizador alemán a la América mítica— se debe a Robby Müller, el director de fotografía habitual de Wenders. Lo demás es una extraña y cautivadora historia de la evasión de tres presidiarios.
A su manera, Mystery Train (1989) fue una declaración de amor al rock & roll. Ambientada en Memphis (Tennessee), la ciudad de la Sun Records —donde registraron sus primeras grabaciones Carl Perkins, Jerry Lee Lewis, Johnny Cash e incluso Elvis—, su asunto gira en torno a tres historias que confluyen en el mismo hotel. Desde que Zack, uno de los evadidos de Bajo el peso de la ley fue incorporado por Tom Waits, estaba claro que Jarmusch también sintonizaba con su público en la cuestión musical. Uno de los protagonistas de Mystery Train fue Joe Strummer, el alma de The Clash. Es más, unos meses antes, nuestro cineasta había realizado un videoclip para Talking Heads y Neil Young no tardaría en convertirse en uno de los músicos con los que más habría de colaborar.
Noche en la tierra (1991), Dead Man (1995) y la excelente Flores rotas (2005) mantendrán incólume el interés de la afición por este realizador que, ya en este último título —un regreso tan inútil como gratuito por parte de su protagonista a las chicas que conoció en los años 80— marcó su entrada en la cartelera comercial. El Jim Jarmusch heterodoxo e independiente pasó entonces a convertirse en un cineasta interesante. Pero poco más.
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