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¡Joder, Félix! ¿Dónde estás?

¡Joder, Félix! ¿Dónde estás?

El Félix que formuló esta pregunta a su espejo en voz alta no fui yo sino mi padre. Oírle hablar de que su viejo cuerpo no se correspondía con la juventud que aún sentía fue el germen de La fuente de los siete valles. El hecho de que fuese seminarista en su juventud ayudó además a que el protagonista de mi novela fuese un sacerdote.

Supongo que a todos los escritores nos ocurre lo mismo. De algún modo, vamos acumulando piezas de rompecabezas, no de uno sino de varios. Algunas piezas llegan por casualidad o por experiencia y otras las buscamos cuando percibimos que las que tenemos son insuficientes para completar el rompecabezas. Así que leemos libros y visitamos lugares que versan sobre nuestra próxima novela hasta que, por fin, se tiene la sensación ―nunca la certeza― de haber amontonado las piezas suficientes. En mi caso, e imagino que el de muchos, aún necesito meses de maduración antes de conseguir ponerlas en orden. Normalmente lo hago en la cabeza, realizando muy pocas anotaciones, porque considero que lo que se olvida no tiene la importancia suficiente para ser incluido en mi historia. El día que me doy cuenta de que puedo comenzar a redactar siento una extraña sensación que mezcla ilusión y desasosiego. Ilusión por tener la historia delante, desasosiego por el temor a no saber plasmarla.

"Ver cómo el monje que me enseñaba la biblioteca manipulaba los libros me llevó inevitablemente a pensar en El nombre de la rosa"

Tras las piezas iniciales facilitadas por mi padre, las siguientes brotaron de mis recuerdos escolares. Necesitaba un lugar en el que albergar un grimorio que escondiese un importante secreto alquímico, y mi mente se fue a una biblioteca monástica, a ser posible benedictina. Y así fue como llegué a San Millán de la Cogolla, lugar en el que además aparecieron algunos de los primeros textos en castellano y en euskera.

Para seguir acumulando piezas pasaba largas temporadas en Logroño y en Berceo, próximo a San Millán, donde además compraba libros que leía in situ. Fue así como di con la fuente de Tovirlos, que los monjes hicieron construir en 1713, por lo que es conocida como la fuente de los frailes. Se encuentra entre montes y apenas está señalizada, por lo que hallarla ―considerando mi escasa forma física― me supuso tener agujetas hasta en las pestañas.

También mi visita a la biblioteca del monasterio me facilitó nuevas piezas, como descubrir el infierno, el armario donde se guardaban los libros prohibidos. Gracias a la cortesía de la Fundación San Milán de la Cogolla y a los monjes tuve la ocasión de tener en mis manos libros revisados por la Inquisición, también el Becerro Galicano, un códice que es una joya y que pude hojear. Ver cómo el monje que me enseñaba la biblioteca manipulaba los libros me llevó inevitablemente a pensar en El nombre de la rosa.

Así que ya tenía la trama y los escenarios. Solo me faltaba la época. Y pensé en un momento importante para la ciudad de Logroño, tan vinculada a Espartero, al que se me ocurrió incluirlo en la novela en los últimos días de su existencia. No en vano la historia se inicia con el funeral de Jacinta, la que fuera su amadísima esposa. Ambientar La fuente de los siete valles en el siglo XIX, en el que todo parecía posible, me permitía dar verosimilitud al relato y además dotarlo de ese halo impregnado de Romanticismo.

"Cuando por fin tuve conciencia de haber reunido todas las piezas, comencé a escribir sin descanso. Lo hice casi del tirón, parándome únicamente a dormir si me entraba sueño y a comer si tenía hambre"

Calculo que para cada novela leo cerca de cien libros. Entre ellos, además de ensayos, léxicos locales y estudios sobre materias determinadas, siempre incluyo literatura de la época. En esta ocasión mis lecturas fueron desde Larra o Mesonero Romanos hasta Valera.

Cuando por fin tuve conciencia de haber reunido todas las piezas, comencé a escribir sin descanso. Lo hice casi del tirón, parándome únicamente a dormir si me entraba sueño y a comer si tenía hambre, siempre a horas intempestivas. Nunca lo había hecho así, pero esta vez, quizás porque llegué a creerme el personaje de Pablo Santos, no salí de la novela una vez que empecé a redactarla. Día a día la historia fue tomando forma y en un momento determinado me permití el giro que provocó mi cambio de registro, siempre procurando mantener mi estilo.

Al terminarla tuve la sensación de haber escrito una de esas novelas que el lector guarda en el recuerdo, porque si hay algo que no puedo perdonarme como escritor es la indiferencia de quien cierra uno de mis libros después de haber leído la última página.

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Autor: Félix G. Modroño. TítuloLa fuente de los siete vallesEditorial: Erein. VentaAmazonFnac y Casa del Libro.

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