Considerado uno de los mejores autores en lengua inglesa, John Banville también es Benjamin Black, el seudónimo literario que utiliza cuando escribe novela negra. La sumatoria de ambos es un autor total, al que muchos consideran el heredero de Nabokov. En febrero de 2017 Alfaguara publicará lo más reciente de Black: Las sombras de Quirke.
Un mismo traje gris viste a dos hombres: Benjamin Black y John Banville. Black piensa que Banville es un pretencioso; y Banville que Black es un superficial. A pesar de eso, se trata de una esquizofrenia bien avenida. Al menos a juzgar por los diez años que han transcurrido desde que el escritor irlandés se inventara un alter ego literario para escribir novela negra, un género del que se dice un usurpador y que sin embargo le valió el encargo de los herederos de Raymond Chandler para resucitar a Philip Marlowe. Lo hizo en 2014 con La rubia de ojos negros (Alfaguara).
Quienes han leído la obra de John Banville son capaces de distinguir cuándo escribe uno y cuándo el otro. Black es el carpintero: se encarga de los diálogos, dispone la acción y las escenas. Banville pule la misma frase, no importa cuántas páginas le tome hacerlo e incluso si consume el libro entero en esa empresa, el resultado será tan brillante como una gema. Acostumbrado a que los escritores de novela negra le detesten por ser demasiado literario –es un chiste que repite, siempre-, Banville resume el asunto así: “Banville es el maestro y Black el esclavo”. El falso desprecio es tan elegante como el pañuelo rojo que sobresale del bolsillo de su americana: un toque de distinción que en otros luciría anacrónico y hasta ridículo, y que en él resulta excepcional.
Cuando John Banville ganó el Man Booker Prize en 2005 por su novela El Mar, George Steiner se refirió a él como «el escritor de lengua inglesa más inteligente». Razón no le faltaba, porque Banville, que dice escribir a ciegas, demuestra en sus novelas una intuición estilística prodigiosa. La sustancia, el protagonista, el argumento es el lenguaje. Y aunque Banville insista, una y otra vez, en caricaturizar a los dos hombres que habitan su interior, los une un aire de familia: el gusto por la duplicidad. “El secreto es no tomar nunca una decisión. Cógelo todo, quédate con todo, no elijas”, asegura Banville, quien en 2014 recibió el premio Princesa de Asturias de las Letras.
-Lleva ya ocho novelas como Benjamin Black y diecinueve como Banville. ¿No se han prestado nada en todos estos años?
-No, porque son personajes completamente distintos.
–Cuesta creerlo. Algo tuvo que cambiar, o tendría.
-En el próximo libro de Benjamin Black publicado en español cambian un tanto las cosas. Quirke, el protagonista de la saga de Black, se enamorará de una psiquiatra. Parecerá feliz, lo cual es importante si consideramos que es un tipo cuyo reclamo es la grisura, la soledad. ¿Ve? Ahí tiene un cambio. Será interesante.
Nacido el 8 de diciembre de 1945 en Wexford (Irlanda), John Banville quiso ser pintor durante su adolescencia. Él insiste en que no valía para eso, sin embargo, la pintura parece haberlo dotado de ese sentido de conjunto que caracteriza sus historias. Esas en las que el detalle brilla y en las que abundan las trampas, los artilugios, a la manera de esas sombras saturadas que un árbol jamás mostraría bajo el sol pero que en un lienzo son necesarias para que exista con verosimilitud. Para que luzca real aun siendo falso.
En su temprana juventud, y tras un largo viaje por Estados Unidos, Banville comenzó a trabajar como periodista. Primero en The Irish Press, luego en The Irish Times. Su primer libro lo publicó en 1970, era una colección de relatos: Long Lankin. Un año después, su primera novela, Nightspawn. A ésa siguieron Copérnico (1976), Kepler(1981) y La carta de Newton (1982). También El intocable (1985) , El libro de las pruebas (1989) y, con otras entre medias, El intocable, Eclipse e Imposturas, donde ya adelantaba al Banville que obtuvo su consagración con El Mar. En todas las novelas de Banville persiste un sentido del juego, no sólo en el lenguaje sino en sus personajes. Los aparca para retomarlos luego y hacerlos aparecer años después en otra novela, como el pintor que replica al mismo modelo en varios cuadros.
Ya consolidado como autor de prestigio literario, en 2006 —y sin revelar su identidad; lo haría más tarde— publicó El secreto de Christine (2006), su primera obra de novela negra y donde crea a su personaje protagonista, Quirke, el forense que protagoniza la serie firmada por el pseudónimo Benjamin Black: El otro nombre de Laura, El Lémur, En busca de April, Muerte en verano, Venganza y Órdenes sagradas, todas ellas publicadas en español por Alfaguara, sello que en febrero de 2017 sacará la más reciente entrega de Black: Las sombras de Quirke.
-Siempre ha denostado de sus inquietudes como pintor. ¿La técnica de representar la realidad, de hacerla verosímil, le dio perspectiva literaria?
-Cuando intenté ser pintor fracasé estrepitosamente, pero aprendí mucho. Eso sin duda está en los libros de Banville y en alguna medida en los libros de Quirke, bueno de Benjamin Black. ¿Ve lo que ocurre? Siempre los confundo… porque son personajes de ficción.
-¿Cuándo comenzó a escribir de manera consciente?
-A los 12 años, más o menos. Había leído entonces Dublineses, de Joyce. Comencé a copiarlo descaradamente. Joyce fue una revelación, por la forma en que estaban concebidas esas historias cotidianas. Me concentré en ese tipo de escritura durante mis años de adolescencia. Comencé a publicar con 18 o 19 años. Ha sido un largo proceso de aprendizaje y práctica, y creo que todavía estoy practicando.
-¿En algo tuvo que ver Joyce con su fascinación por el lenguaje?
-¡Oh, no! –una elegancia respingona suena en su tono de voz-. El lenguaje me interesa porque es fascinante. Es un invento sin precedentes. Un misterio. Hasta donde sabemos, somos la única especie que puede desarrollar un nivel tan profundo de conversación. Los animales se comunican pero los humanos hacemos algo mucho más complejo. Es nuestro gran invento.
-Por eso repitió, una vez más, en su discurso durante el Princesa de Asturias, que se trataba del gran invento de la civilización.
-Y lo creo totalmente.
-¿Cuál fue su primer momento lector?¿Qué recuerda?
-De niño, cuando leía un libro, la mayoría de ellos de aventuras, lloraba al terminarlo. Esa sensación terrible de final. Era como abandonar un mundo, porque cada libro era distinto del otro. Especialmente los libros de niños crean mundos y yo no podía soportar el hecho de que se acabaran. Por eso lloraba.
-En sus recuerdos, y en sus libros, se recrea en el cine. Para usted es como un lugar iniciático.
-El cine es un sueño. Es extraordinario: doscientas personas, en la oscuridad, reunidas para mirar lo que ocurre en una pantalla. Es algo romántico. Vivir en un momento de penumbra. Es como estar en un sueño durante hora y media. En el cine me enamoré de Marilyn Monroe. No importaba cómo estuviese vestida, con vaqueros o con un vestido, para mí era perfecta. También me enamoré de Eva Bartok. Quería ser Cary Grant, pensaba: ¡cuán afortunado es! El cine para nosotros era como una iglesia secular.
-Considerando que creció en una sociedad tremendamente conversadora, en el que la iglesia lo era todo…
-Llegaba hasta la política, mejor dicho: especialmente la política. Todo lo que hacíamos estaba controlado por la Iglesia. Eso ha cambiado en un sentido, pero está latente. No hay nada más importante que la libertad, pero descubrirla puede ser atemorizante.
-¿Su oxígeno provenía de dónde: de libros, de la pintura?
-Fundamentalmente de los libros. En una sociedad tan estrecha y tan limitada, los libros eran como manuales de vida. No te decían cosas, ¡te enseñaban cosas! Era una sensación vívida. Y esa es la única función que tiene el arte. No nos hará mejores, ni más lúcidos, ni más sabios, ni más sensatos, pero nos hace entender lo que significa estar vivo.
Dice John Banville que nada en su obra está hecho con intención. “La mayoría de los escritores cuando les preguntan, muchas veces se inventan las intenciones. Cuando escribo como Banville simplemente me centro en escribir frases y el resto se va desarrollando de forma natural”, asegura. Aunque él desista de formular cualquier teoría, a los libros de John Banville los recorre un espíritu específico. Una sensación de pasado y memoria: la Irlanda de los años 50, las emociones que naufragan, recuerdos que él ha confeccionado para sembrarlos en el interior de sus personajes. “La ficción lo que te permite es hacer parecer que recuerdas, pero en realidad lo que haces es inventar”.
–Dice, al menos en lo que a Banville respecta, que sus novelas no tienen un propósito. No buscan probar nada, ni enseñar nada. Son sólo el lenguaje. ¿Por qué?
-La vida no tiene que tener un mensaje, no tiene que enseñarte nada. Lo que hace el arte es absorber la forma, las siluetas de la vida y devolverlas en una verdad de ficción, una verdad falsa. La verdad del arte, de la literatura, no es la verdad de los hechos. Es otro tipo de verdad.
-¿Cuál?
-Es la verdad de la imaginación.
-¿Cómo queda la imaginación en esas dos versiones: la de Black y la de Banville?
-Lo pondré de esta manera: los libros de Banville no hablan de algo, son la cosa en sí misma. Los libros de Benjamin Black sí hablan de algo, cuentan una historia.
-En el más reciente libro de Banville, La guitarra azul, el personaje principal tiene una obsesión por robar. ¿El robo es para usted una metáfora de la escritura?
-No lo hice con esa intención, al menos no de manera consciente. Pero sí es cierto que escribir es robar. De una manera específica, pero robas. Robas tonos de voz, características, los detalles que obtenemos de los demás y eso es una forma de saqueo.
-¿Cuál libro, de Banville o de Black, es su botín perfecto?
– No lo sé. Los olvido. No los releo. Voy al siguiente, siempre. Tengo la sensación de que los ha escrito alguien más. Que han sido versiones de mí quienes los han escrito.
-¿Quién es mayor: Banville o Black?
-Benjamin Black, como Quirke, tiene alrededor de 40 años. No está en mis planes que envejezca demasiado.
-Quién sabe, uno puede terminar matando al otro para robarle años de vida
-No sería una mala idea. Pero… déjeme pensar. ¿Quién es el más viejo? Sin duda Banville. Benjamin Black siempre tendrá 43.
-¿A quién salvaría de los dos de ahogarse en un lago?
-¡Oh! –otra vez la tilde, el toque respingón que adquiere el inglés en ocasiones—. A Banville, claro. Puedo vivir sin Black pero no puedo vivir sin Banville.
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