«En Francia, soy un autor; en Alemania, un cineasta; en Gran Bretaña, un director de género; y en Estados Unidos, un mendigo». Así es como John Carpenter se ve a través de la mirada de otros: cada vez más diminuto, hasta alcanzar dimensiones épicas en su propio país, donde rivaliza con «el hombre menguante» de Richard Matheson. Pero así también es como discurrió su carrera hasta ahora, ya en caída libre, convertido en una sombra de lo que fue y apartado del cine desde hace años, dando conciertos con las bandas sonoras que él mismo compuso para sus películas, editando cómics y colaborando con varias series de las que —si las cartas de la baraja le sonríen— quizás dirija algún episodio.
Si a Scorsese o Spielberg los han canonizado los Oscars, cierta cinefilia y el público, a Carpenter —no lo olvidemos— lo canonizó en su momento el Festival de Cannes, donde su película Asalto a la comisaria del distrito 13 (Assault on Precinct 13, 1976) se convirtió en un fetiche para la crítica francesa y para —tachán— George A. Romero; además de canonizarlo continuamente Quentin Tarantino (Los odiosos ocho), Jeff Nichols (Midnight Special), James DeMonaco (La purga), Adam Wingard (The Guest), David Robert Mitchell (It Follows), Jeremy Saulnier (Green Room) & co, por no hablar de cineastas asiáticos, europeos o australianos en deuda con él, ayer, hoy y mañana, intentando clonar su misteriosa alquimia, la habilidad para convertir espacios mínimos en laberintos, a lo Roman Polanski. Tampoco olvidemos que a Carpenter lo canonizan Slavoj Žižek, la lucha de clases y —poniéndome borgesiano— precursores como William Hodgson o H. P. Lovecraft, cuya prosa salvaje actúa en la literatura de género como un disolvente capaz de borrar las fronteras entre el arte y el entretenimiento.
Su estilo, vaya por delante, siempre fue analógico, más cerca de los artesanos que de los diseñadores digitales, y quizás por eso su última batalla en salas, con Fantasmas de Marte (Ghost of Mars, 2001), tuvo algo de misión heroica, como Pequeños guerreros (Little Soldiers, 1999, Joe Dante) en su día. Era chatarra contra la cultura dominante del holograma, un cementerio de automóviles intentando rivalizar con la cirugía estética por ordenador. Imágenes imperfectas en lucha con espejismos perfectos. Casi nadie la aplaudió, casi nadie la fue a ver, end of the story. Revisada ahora no resulta tan histriónica ni tan juvenil, visto hasta qué punto el cine mainstream de género, metagénero, subgénero o degénero se ha vendido enteramente a un tipo de espectador serial, cuyo discurso se adapta muy bien a la dialéctica de las redes sociales y hace prescindible el ejercicio de la crítica, si nos atenemos al modelo propuesto por Henry James a partir de Gustave Flaubert, cuando este último se refería a una sabia elección formal y hermenéutica ante miles de posibilidades inútiles. La sobresaturación del mercado con basura de fácil consumo nos ha convertido en adalides del cine fast y castigadores del cine gourmet, habitantes de la sociedad de la opinión, donde los agentes culturales han acabado convirtiéndose en sospechosos habituales.
La mayoría de propuestas fílmicas de la Marvel o la DC Comics, como buena parte del cine de género actual, nos plantea el antes y el después de las imágenes pero rara vez nos permite detenernos en la imagen misma, convertida casi en un trámite. Ya no se necesitan espectadores sino peterpanes, eternos adolescentes a quienes se puede mantener en estado de trance durante temporadas y temporadas de la misma serie; secuelas, precuelas y remakes; mezclas, pastiches y director’s cuts… Nadie se detiene porque todo avanza, aunque en realidad nada cambie demasiado. Peter Pan no envejece y su gusto tampoco se hace mayor. Eso es lo que hace tan grato regresar a la obra de Carpenter, donde hasta lo más insustancial ahora cobra protagonismo, entre otras cosas por no sentirnos obligados a ver sus películas para estar al día, y por intentar descubrir en ellas lo que en su día pudo parecernos un mero entretenimiento y hoy podría ser parte de un juego más productivo, basado en el axioma «dispara antes de que te obliguen a hablar y entonces creas entender no lo que no tiene sentido, sino lo que no tiene justificación».
Como buen lector de Lovecraft, Carpenter siempre tiende a la disolución antes que a la conclusión. Sus películas nunca acaban del todo, aunque sus protagonistas hayan destruido —o creído destruir— a sus enemigos. Los anónimos atacantes de Asalto a la comisaria del Distrito 13 se retiran sin haber muerto todos. El cadáver de Michael Myers desaparece al final de La noche de Halloween (Halloween, 1978). Plissken el Serpiente tuvo una segunda misión, y bien podría tener una tercera. En la estación del Ártico donde luchan los protagonistas de La cosa (The Thing, 1982), al final sólo hay dos supervivientes y por poco tiempo. Todas estas estrategias narrativas, que podrían relacionarse con el cine serial, colocan —sin embargo— a Carpenter en un mundo post-ideológico, sin asideros morales, sin continuación posible. Un mundo donde el Bien es una forma de fanatismo y el Mal es una abstracción. En él, las cosas cambian de manera lenta y casi imperceptible, pero siempre letal para la sociedad, que ya está infectada o invadida, como sucede en las colosales El príncipe de las tinieblas (Prince of Darkness, 1987) y Están vivos (They Live, 1988). La solución bolchevique de Carpenter es invariablemente la revuelta, la insumisión, la guerra hasta que no quede nadie, hasta que no quede nada. Matar es la misión; morir, un trámite. Fríamente, sin motivos personales. Y todo ha de suceder siguiendo aquellas seis propuestas de Italo Calvino para la literatura del nuevo milenio: de forma leve, rápida, exacta, visible, múltiple y consistente. Al mejor estilo fatalista de la serie B y con la impronta estilística de los clásicos (Howard Hawks & Co: escenarios reducidos donde no se contempla el espacio y en lugar de eso se explora; planos engañosos hasta cuando parecen fijos; travellings que dinamitan cualquier concepción teatral de la puesta en escena; un uso materialista del sonido diegético; machos tarados; chicas fuertes por naturaleza y necesidad; indisciplina; heterogeneidad psicológica; desconfianza hacia la autoridad y la Ley, etcétera).
Basta con prestar atención a su uso de los efectos especiales para darse cuenta de que le interesa menos la impronta gore que el carácter transformativo. No busca los sustos, las sorpresas repentinas, la chica saliendo de la tarta en mitad de la fiesta; busca siempre una ampliación de nuestra mirada sobre el plano, por eso utiliza el formato panorámico y juega con las focales (convirtiendo la profundidad de campo en un territorio donde aguarda lo misterioso, no para duplicar el plano sino para transformarlo). Quizás quiera recordarnos nuestra limitada —o pervertida— capacidad visual. Con él nunca sabemos si lo que ven los personajes es real o no. En ese sentido, La noche de Halloween parece una declaración de principios: sus juegos con el plano/contraplano muestran y dejan de mostrar, desubicando la certidumbre del espectador, incapaz de predecir cuándo y dónde volverá a ver a Michael Myers, a quien vemos aparecer y desaparecer, hasta que de pronto la atmósfera de toda la película comienza a enturbiarse. Cualquier objeto —una lámpara, un puñado de papeles o un grifo— aparece cargado de una electricidad misteriosa y de peligro. A veces sus películas podrían entenderse como naturalezas muertas en las que el peso simbólico de los elementos del plano los hace salir de su letargo y entonces se transforman en otra cosa. La luz es importante para resaltar las zonas de sombra, no sólo para iluminar. A la velocidad se llega después de una demorada exposición. El paisaje es un organismo. Todo lo que comienza afuera, acaba adentro…
Si me permitís el juego intertextual, el cine de John Carpenter funciona como «la escoba del sistema»: es un sumidero donde la eficacia consiste en evitar el efectismo, las imágenes pretenden ser más iconoclastas que icónicas, el protagonismo y el plano son accidentes transitorios, los desplazamientos de cámara no sitúan mejor al espectador y en lugar de eso lo desvían, el color es una repentina ilusión sobre un fondo negro, y el único discurso posible es el anti-discurso. Además, él mismo es cualquier cosa menos un autor cuya impronta deba estar incrustada en la caligrafía fílmica. No es Coppola, no es Spielberg, ni siquiera De Palma, aunque en sus momentos más juguetones se le parezca. Tampoco es norteamericano hasta la médula. En cualquier país —se me ocurre de manera temeraria— sus películas pueden ser vistas sin el peso atroz de las banderas y sin ese peso cultural tan propio de otros cineastas, como Cimino, Friedkin o Hopper, que jamás podrían negar ser lo que son: yanquis en la corte del Séptimo Arte.
CINCO MOTIVOS PARA AMAR A JOHN CARPENTER
1. En esta secuencia de Asalto a la comisaría del Distrito 13, la amenaza que pesa sobre los protagonistas es anónima, múltiple e inagotable; los enemigos mueren uno tras otro pero continúan viniendo más y más y más. Nada parece suficiente para frenar el asedio y al final la violencia, como sucedía en las películas de Sam Peckinpah, es sólo un gesto que no soluciona nada:
2. Haciendo un juego propio de Orson Welles, al final de La noche de Halloween vemos a Michael Myers recibir cinco balazos antes de caer al vacío desde el balcón en la primera planta de una casa. Incluso vemos su cadáver inerte, sobre el césped. Luego, sin embargo, cuando el doctor Loomis (Donald Pleasence) se asoma a ver si sigue ahí, ni él ni nosotros, los espectadores, lo encontramos donde lo habíamos visto hacía unos instantes. El efecto podría ser de inconsistencia narrativa, de capricho en manos de otro cineasta; Carpenter es de otra especie y nos convence de que nuestra mirada no siempre domina lo que observamos, ante todo porque no lo entendemos.
3. En la fascinante El príncipe de las tinieblas, el Mal es un recipiente de agua de donde comienzan a escaparse gotas poco a poco, hasta formar en el techo de un sótano una superficie acuática, que primero contagia a una de las protagonistas lanzándole un chorro a su boca y dejando que luego sea ella quien contagie a sus compañeros. No hay una forma definida en el Mal, como sucedía en las novelas de H. P. Lovecraft y como sucedió también en las películas de Jacques Tourneur. Ante el Mal, eso sí, nosotros somos sus intermediarios.
4. Unas gafas de sol le sirven al protagonista de Están vivos (Roddy Piper) para darse cuenta de que, como decía Žižek, «cuando creemos estar alejándonos de la realidad a través de nuestros sueños, para librarnos así de la manipulación ideológica, es cuando de verdad estamos entrando en el terreno de la ideología». Al ponerse las gafas, en lugar de frenar un exceso de luz, lo que hace es descubrir los tonos grises de la realidad, bajo cuyas consignas se esconde un mundo de propaganda y opresión, dominado por una raza no humana aunque a primera vista lo parezca. Parafraseando a David Cronenberg: ¡¡¡Corta vida a la imagen, larga vida a la carne!!! Declarémonos en estado de guerra total.
5. Con En la boca del miedo (In the Mouth of Madness, 1995), Carpenter se adentra en el territorio que antes había explorado Alain Resnais en Providence (1977), para convertir la realidad en un capricho de la fantasía y la fantasía en la materia de la memoria. A medida que acumulamos más memoria, nuestra vida se llena de más fantasía; y a medida que la fantasía nos aparta de la realidad, la muerte o la locura se convierten en nuestras únicas posibilidades.
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