Si me molesto en hablar de uno de esos criminales del cine, especialistas en asaltar y expoliar obras literarias, se debe a que éste constituye excepción. John Huston respetó, engrandeció y llevó lejos los textos que adaptó.
De John Huston se ha escrito mucho, quizá demasiado. Entre los tópicos que sobrevuelan su obra destaca aquél de “cineasta del fracaso” que creó, como todo, la crítica francesa de los años cincuenta. François Truffaut, por ejemplo, aseguró en una entrevista publicada aquí por Fundamentos, con la traducción española del guión de L’enfant sauvage, que ver una película de Huston es como mirar a unos tipos haciendo un agujero que al final no vale para nada.
No es cierto, pero está bien traído, porque es una magnífica parábola de la postura vital de Huston, que siempre dio la impresión de hacer películas, sea como actor, sea como director, en los ratos libres que le dejaba la ocupación de vivir. Huston hacía películas porque no tenía más remedio que ir pagando deudas, numerosas, habida cuenta de que, además de películas, hizo hijos a diferentes mujeres. Las películas, las cosas como son, le traían bastante al fresco. No me refiero a que las rematase con desgana, sino a que lo mismo hacía Annie que creaba un final feliz para La Reina de África.
Ante todo, la plata.
Huston, que no era vanidoso, sabía que la vida es un gran teatro y Dios un autor exigente, así que se amoldaba al libreto y punto. En las casas que mantenía, los chicos nacían actuando y muchos de ellos son hoy actores. El propio padre de John, Walter Huston, fue galán-estrella en los treinta, él mismo acabó de suegro de Jack Nicholson, y sus grandes amigachos de francachelas se llamaron Humphrey Bogart y Orson Welles. Pero el arte de actuar también le importaba un cuerno: lo llevaba en la sangre, como otros son guapos o miden uno noventa. Lo que él quería era escribir y, desde luego, fue un gran lector. El cine de Huston hace buena la ironía de Billy Wilder sobre que no es necesario que un cineasta sepa escribir, pero conviene que sepa leer.
Y Huston sabía: es el único cineasta —el único— que entendió los textos que adaptó. Ni Kurosawa ni Renoir ni nadie. Títulos de obras literarias transcritas por él a película, como Moby Dick (Melville), La noche de la iguana (Tennessee Williams), El halcón maltés (Hammett), Bajo el volcán (Malcolm Lowry), El hombre que pudo ser rey (Kipling), Los muertos (James Joyce), Sangre sabia (Flannery O’Connor), Fat City (Leonard Gardner) o El tesoro de Sierra Madre (Traven) han hecho más por los textos originales que sus editores. Fiel a la propuesta de los autores que adaptó-adoptó, se limitó a inventar lo estrictamente necesario para que la historia narrada por ellos, y que las más de las veces le fascinaba, cupiera en los estrechos límites de una película.
Entre todas sus adaptaciones quiero destacar una producción “alimenticia” demencial y, por lo mismo, maravillosa, pero muy maltratada por la crítica. El texto, además, tiene un autor especialísimo. Me refiero a La Biblia (en su principio), película de encargo en cuya producción no tuvo Huston arte ni parte, pero que le permitió, paradójicamente, sugestivas licencias. ¿Cuántos beneméritos padres de familia de los sesenta no abrieron la Biblia después de ver aquella sucesión de estampas de la Historia Sagrada? Huston, que no era Pasolini ni compartía la visión del maestro italiano sobre la literatura oral primitiva, encomendó a Richard Harris un atormentado Caín psicótico que parece salido del Demian de Hesse, y a George C. Scott, un Abraham hamletiano puesto en el difícil trance de degollar a su hijo Isaac por orden directa del mismo Dios. Huston también tuvo la humorada de transformar Sodoma y Gomorra en un trasunto del espanto nuclear. Magnífico el momento, inventado, en que Abraham cruza las desoladas ruinas de la Pentápolis con un joven Isaac que ignora que va camino del sacrificio y que inquiere los motivos de Dios para aquel bárbaro holocausto. Abraham calla abrumado porque no entiende a un Dios cruel que acaba de pedirle la vida de su hijo, un chiquillo tan inocente como para preguntar lo que no tiene respuesta. Pero había que dar una, exigencias comerciales, aunque el personaje no pudiera ni debiera, y Huston recurrió a una magnífica metáfora visual, a mi juicio intencionadamente cómica: a los pies de la criatura hay una calavera abrasada y, como respondiendo al niño, por el hueco del ojo aparece una culebra repugnante que huye como alma en pena entre piedras calcinadas.
La imagen que de Dios deja Huston es desalentadora. Escritor vocacional, para escribir su punto de vista copió textos en imágenes usando una caligrafía fílmica sin adorno, filigrana ni virtuosismo. Una sequedad estilística acorde con la desesperanzada sequedad vital que propone/impone al espectador. Dios no comparece en el mundo íntimo de Huston. Sus personajes, sin más compañía que sus ambiciosas ensoñaciones, caminan solos hacia el desastre, como sucede en la muy hustoniana Cazador blanco, corazón negro que hizo tío Clint evocando libremente, pero con fidelidad, al creador de Heaven Knows, Mr. Allison. Tengo la sensación de que Clint Eastwood envidia a Huston el oficio, como Picasso se lo envidió a Matisse, secretamente, estudiando sus santas enseñanzas con aplicación de discípulo aventajado. Por eso amo el cine descarnado de ambos, un relatar escueto, preciso y rabiosamente clásico que es marca de fábrica de los verdaderos creadores. En el cine actual, sólo Woody Allen y Roman Polanski brillan a ese nivel de pureza narrativa.
Destacar, ya para terminar, dos de las obras maestras inmortales del cine de Huston. Una, la adaptación de Los muertos, de James Joyce, relato que aparece en Dublineses y que bien pudiera ser la mejor transcripción cinematográfica de un texto jamás realizada. Impactante el monólogo en off del actor irlandés Donal McCann, que reproduce literalmente un largo párrafo de la obra original. La otra es el episodio de Noé en La Biblia, un corto de pocos minutos en el que el Maestro se reservó el papel protagonista para componer un Noé atribulado por la familia, el trabajo y las exigencias del Altísimo. Un currante que no sufre, como Abraham, problemas metafísicos porque ha nacido para resolver. Un autónomo. ¿Que dice Dios que tal y cual? Pues venga. Y a ver si entre medias sacamos un rato para tocar la flauta.
Ese Noé no es otro que el propio Huston que lo encarnó. Y Dios, el todopoderoso Dino de Laurentis que pagaba la fiesta. Y vivir, un despojado sinsentido sin otro horizonte que la propia vida, como asegura el Gabriel Conroy de Los muertos, encarnado por Donal McCann. Huston sigue vivo entre nosotros. Su discípulo bienamado, el apóstol San Clint, se encarga de recordárnoslo en cada nueva película.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: