«Es posible que me sintiera un intruso en la guerra y estuviera un poco avergonzado de encontrarme allí». Aunque parezca mentira, quien así se expresa es un corresponsal de guerra. «Sí, tal vez me avergonzaba el hecho de que yo podía regresar a casa, y los soldados no». Así lo confiesa John Steinbeck en la presentación de sus crónicas de la Segunda Guerra Mundial. Este sentimiento de sentirse fuera de lugar es compartido por muchos corresponsales de guerra. Sin embargo, pocos se atreven a manifestarlo. Steinbeck incluso va más allá y revela en sus artículos algo que con frecuencia se echa de menos en los enviados especiales a los conflictos bélicos: la humildad.
Reunió sus crónicas bélicas en Hubo una vez una guerra, volumen publicado en 1958 y rescatado en español por Edhasa en 2010. Rastreando entre los artículos, se puede comprobar cómo Steinbeck se refiere al corresponsal como si no fuera él, como si fuera otra persona que se lo ha contado. Pone distancia con la noticia en una sorprendente actitud de recato en un periodista, como si le diera vergüenza estar allí.
Incluso reconoce las limitaciones de los reportajes de primera línea y desvela que muchas veces el periodista cuenta lo que no ha visto. «Nunca podrás saber demasiado acerca de lo que pasa en una batalla», admite. «Esos dibujos reproducidos en todas las historias que muestran largas filas de tropas avanzando, o bien son producto de la imaginación o bien es que los tiempos y la forma de hacer la guerra han cambiado. El relato en los periódicos de la mañana de las batallas de ayer no es un relato de cosas vistas por corresponsales».
Admite, eso sí, y de forma magistral, qué es lo que ve, pero que no siempre cuenta. «Lo que en realidad sí ha visto el corresponsal», escribe, «ha sido polvo y las indeseables explosiones de las bombas, matojos cortados y tronchados y trincheras abiertas. El corresponsal de ahora ha yacido sobre su estómago siempre que ha estado con sentido, vigilando en esta postura el movimiento de las hormigas por entre los granos de arena, y tan cerca ha estado de esas mismas hormigas que ha llegado hasta a cortar el camino de ellas con su apéndice nasal».
Añade que lo que sus ojos han contemplado tiene muy poco que ver con lo que luego ha contado a los lectores. «Ha visto, además, lo que es un ataque. No ordenadas líneas de hombres marchando contra el fuego de los cañones, sino pequeños grupos echando a correr como cangrejos de los pedazos de una cobija a otra cobija aún no destruida, mientras resuenan en sus oídos los cañonazos y se ve por doquier el rojo resplandor del fuego que levantan los disparos».
Steinbeck entra en el detalle de cómo los periodistas transformaban en determinados textos engolados experiencias vividas con aparente menos épica. Tal vez ofrece al lector lo que espera leer, que no tiene por qué ser la dura realidad. «Quizá el corresponsal ha huido con los soldados, se ha echado al suelo con ellos. Su reportaje será, así, de tácticas y de planes de combate, de territorios perdidos o conquistados, de ataques y contraataques».
Si en algo coinciden todos los periodistas es en que la guerra siempre es sucia. Steinbeck la describe con detalle a través de ese ese corresponsal inventado que no es otro que él mismo. Es la Segunda Guerra Mundial, pero serviría para cualquier guerra. Es uno de esos pasajes de sus crónicas que explican por qué Steinbeck acabaría regresando traumatizado. «El corresponsal puede haber visto el cuadro horrible de la sangre —relata—, y haber olido el hedor de ella mezclada con el polvo: sangre de hombres y de animales, de la gran cantidad de hombres y de animales muertos la víspera y el día anterior. Y puede haber visto derrumbarse un edificio y haber olido el polvo que la caída de las paredes arranca de estas. Habrá olido el corresponsal su propio sudor y el sudor de un ejército entero. Y, cuando la garganta haya quedado seca, habrá bebido el agua caliente de la cantimplora, agua que sabe a desinfectante».
Cuando alardeaba de que solía curarse de sus problemas sicológicos escribiendo, seguramente aludía a párrafos como el anterior.
Las descripciones de Steinbeck de cómo se siente el periodista en el ambiente bélico resultan interesantes, porque estas miserias suelen eludirse en las crónicas para evitar una imagen de quejica blando cuando se trata de demostrar que el periodista es un tipo duro, inmune a las incomodidades. “Mientras el corresponsal está escribiendo acerca de ataques y de retiradas, su piel empieza a despellejarse, debido a que lleva tres días con las ásperas prendas de lana puestas; y sus pies están calientes y agrietados, resecos también por no haberse quitado los zapatos en varios días. Seguramente la pasada noche habrá sentido la mordedura de los mosquitos, acaso estén a punto de declarársele unas fiebres de esas que hacen arder la cabeza y llevan a la visión una especie de círculo rojo. Tal vez al corresponsal le arda la cabeza, por el sol, y le duelan los ojos por el polvo y la suciedad. Con toda seguridad, la rodilla que se lastimó en el desembarco estará ahora hinchada y dolorida, pero en este momento no puede recibir atención médica».
El autor de Las uvas de la ira da fe en el libro de las muchas limitaciones que tuvieron los corresponsales en la Segunda Guerra Mundial, sobre todo por la censura. «La autodisciplina, la autocensura, entre los corresponsales de guerra», escribe en la introducción del libro, «era ciertamente moral y patriótica, pero era también práctica desde el punto de vista de la autoconservación. Había algunos temas tabú. Había personas que no podían ser criticadas ni interrogadas. El necio redactor que rompiera con las reglas no vería publicados sus artículos y, además, sería echado del escenario de la guerra por el comandante; un corresponsal en tales condiciones queda completamente sin trabajo a los pocos días de adentrarse por esos senderos».
Y casi exculpándose por no poder contar toda la verdad, argumenta que «escribimos solo una parte de la guerra. Pero en aquel tiempo estábamos convencidos de que era lo mejor que podíamos hacer».
En 1947 a John Steinbeck le ocurrió algo parecido en otro gran viaje como periodista. En este caso, a la Unión Soviética junto con su amigo Robert Capa. El resultado de la visita, muy vigilada por los comisarios políticos, se puede ver en el espléndido volumen publicado en España por Capitán Swing en 2012 bajo el título Diario de Rusia. El libro fue muy criticado, y aún lo es hoy, y tachado de panegírico del estado comunista. Se olvida que en 1947 la URSS era una de las potencias aliadas que venció a los nazis y que la idea de paraíso en la tierra todavía deslumbraba a media humanidad.
A Steinbeck no se le puede considerar un periodista honesto e imparcial. Como muchos de los de su generación —Hemingway o el propio Capa—, tomó partido. A la guerra mundial no fue solo como corresponsal, sino como colaborador de la Oficina de Servicios Estratégicos, organismo predecesor de la CIA. Participó incluso en una incursión bélica para recuperar una isla en la costa italiana en manos de enemigo. Armado con una pistola, y junto con su amigo el actor Douglas Fairbanks, ayudó en la captura de prisioneros fascistas y nazis que controlaban el enclave. La operación está contada en una de las crónicas de Hubo una vez una guerra. Pero Steinbeck elude hablar de sí mismo y recurre a ese corresponsal ficticio tan útil. No sabemos si por imposición de la censura o porque no quería desvelar sus habilidades como guerrero.
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Autor: John Steinbeck. Título: Hubo una vez una guerra. Editorial: Edhasa. Venta: Todostuslibros y Amazon
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