El historiador británico Jonathan Phillips, autor de Los guerreros de Dios, una historia completa de las cruzadas que va más allá de la visión clásica y del ámbito geográfico de Tierra Santa, considera que «sin la intervención de los papas no habría habido cruzadas».
Aunque Phillips no cree que las cruzadas anticiparán el mundo actual, «sí ha pervivido esa idea como metáfora en el lenguaje de algunos grupos extremistas, pero el concepto medieval de Cruzada, en el sentido de la llamada que hacía el papa a luchar por la fe a cambio de recompensas espirituales ha desaparecido para siempre». Pervive, continúa el autor, la idea de cruzada como «algo moralmente bueno», y así, por ejemplo, se hablaba de cruzada contra el brexit o de cruzada contra el racismo en el deporte, pero al mismo tiempo también es utilizada por la extrema derecha en Occidente con la idea de luchar contra los musulmanes, como en su momento hizo el terrorista noruego Anders Breivik. Ni en Oriente Próximo se han olvidado de las cruzadas.
Una de las aportaciones de Phillips es abrir el foco de lo que se consideraba «enemigo musulmán», un genérico detrás del cual se escondían multitud de dinastías y grupos étnicos distintos: los fatimí en el primer encuentro en Jerusalén, los almorávides en Al-Ándalus, los ayubíes de Saladino, los mamelucos en Egipto, los corasmios o los otomanos, como tampoco había un mundo unificado cristiano. La yihad es una idea fundamental en el Corán, que está ahí desde el principio del Islam, mientras que la cruzada es un concepto que inventa a finales del siglo XI el papa Urbano II, que invita a los cristianos a ir a Jerusalén a retomar la Tierra Santa a cambio de recompensas espirituales.
Phillips desmonta el cliché de que los cruzados querían conquistar tierras porque lo cierto es que la mayoría volvieron a casa: «Occidente no se estableció en Oriente Próximo porque sencillamente no tenía un afán conquistador, y si hubieran querido reconquistar Jerusalén habrían necesitado establecer un estado político para mantener las conquistas».
En un momento de reivindicación de la mujer en la historia, recuerda Phillips que siempre se ha pensado en las cruzadas en términos de «hombres que luchan», pero en su ensayo reivindica a mujeres como la reina Melisenda de Jerusalén, que «gobierna, se aferra a la corona de Jerusalén, a pesar de su marido, que intentó apartarla, que al final acabó haciéndose con la corona y manteniéndola, y ejerció el poder a través del mecenazgo, de las conexiones políticas».
Si las cruzadas fueran una serie de televisión, el autor cree que el capítulo estrella sería el de la Tercera Cruzada, con Ricardo Corazón de León y Saladino como grandes antagonistas, pues son «figuras muy familiares para los lectores». Sin embargo, el historiador constata que esta oposición fue mucho más compleja de lo que se ha contado: «Corazón de León es muy valiente, pero también muy cauteloso. No entró en batallas que no pudiera ganar, y también fue bueno con la diplomacia y la logística, y Saladino, un personaje fascinante, es el héroe del Islam porque recupera Jerusalén, pero también es un usurpador, porque le quitó el imperio a Nur-al-Din». Saladino, agrega, era bueno con la diplomacia, con el uso de la propaganda, con su generosidad, pero no era muy bueno en batallas, y de hecho ganó la gran batalla de los Cuernos de Hattin en 1187, pero perdió otras muchas.
En cuanto a la Séptima Cruzada, que pretendía ser la mayor del siglo XIII para recuperar el dominio cristiano en Tierra Santa, la del rey de Francia Luis IX, comenzó con la conquista de Damieta, en tierras egipcias, pero perdieron en la batalla de El Mansurá, en la que los musulmanes utilizaron el fuego griego, pero «en realidad los cruzados perdieron porque el hermano del rey, Roberto I de Artois, rompió la disciplina».
Al margen de las clásicas, Phillips dedica un capítulo a las otras cruzadas, como el proceso contra los templarios de Felipe IV de Francia, a los que hizo desaparecer a finales del siglo XIV; de los caballeros teutónicos contra los paganos bálticos, a pesar de que algunos de los gobernantes de la zona ya se habían convertido al cristianismo; o de los Reyes Católicos al acabar la expulsión de los musulmanes de la península Ibérica con la conquista de Granada. El historiador pone su atención asimismo en las «cruzadas modernas», desde la invasión napoleónica de Egipto y Siria, los escritos de Walter Scott que devolvieron el interés por las cruzadas medievales en pleno romanticismo, o la cruzada que proclamó George W. Bush después de los ataques terroristas del 11-S de Bin Laden.
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