Jorge Bustos (Madrid, 1982) es subdirector del diario El Mundo y comentarista político en numerosos medios de comunicación. Es autor de varios ensayos, el último de los cuales, Casi: Una crónica del desamparo, ha sido publicado por Libros del Asteroide. En este libro, Bustos se asoma al fenómeno del sinhogarismo y muestra la vida cotidiana en el mayor centro de acogida de indigentes de España: el CASI (Centro de Acogida San Isidro).
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—En las primeras páginas de Casi escribes: «No es coquetería afirmar que yo no elegí hacer este libro, sino que me fue impuesto». ¿En qué sentido te fue impuesto?
—Me fue impuesto por el barrio al que me mudé. Yo no he hecho nunca periodismo social, ni me imaginé escribir un libro como este. Me dedico al periodismo político y mi trabajo se suele desarrollar en cámaras parlamentarias, platós de televisión y estudios de radio: las moquetas del poder, como se suele decir. Y el contraste entre ese hábitat laboral y las personas con las que me empecé a tropezar cuando volvía del trabajo todas las tardes a mi casa fue generando dentro de mí una llamada o, por no ponernos demasiado religiosos, una curiosidad. Yo tengo una cierta posición en el oficio y me dedico básicamente a criticar al poder y a vivir entre poderosos. Y en mi propia calle tenía el elemento social opuesto a ese mundo. Mi calle está llena de personas sin hogar, de usuarios del CASI, de gente no ya en riesgo de exclusión social, sino absolutamente excluidos, los más pobres entre los pobres, gente que lo ha perdido todo, incluso a veces su propia dignidad, o que ni siquiera tiene una voz con la que reclamarla. Yo vivo en Príncipe Pío, que es un barrio bueno, y no sabía que me había mudado a 600 metros del centro de acogida más grande de España. Así que fue el propio fenómeno de encontrarme con sus usuarios todos los días por la calle lo que fue generando dentro de mí esa curiosidad. Primero rechazo, y después curiosidad. Pensé: “¿Qué puedo aprender yo de ellos? ¿Por qué no me atrevo a mirar aquello que me provoca rechazo?”. La primera pregunta que debería hacerse un periodista es mirar allí donde la gente no quiere mirar, contar aquello que la gente no quiere contar o que no está suficientemente contado. Este libro surge de esa pregunta interior: “¿Y si miro a estas personas que al principio me provocaban rechazo? ¿Y si me meto en su mundo? ¿Y si investigo cómo viven? ¿Y si lo cuento en un libro?”. Así es como nace Casi.
—Has mencionado el rechazo y justamente en tu libro dices: «No debo ocultar mi asco, porque de esa reacción amoral, instintiva y frecuente surgió la idea de este libro».
—El rechazo es un motor literario y periodístico muy importante. Investigar aquello que nos causa rechazo es uno de los motores de la literatura, porque el rechazo tiene sus razones, a veces muy profundas en nuestro interior, atávicas. Luego he ido leyendo sobre el tema del sinhogarismo, y en general sobre la literatura del trauma o del sufrimiento, aunque toda la buena literatura intenta mirar de frente al sufrimiento, porque la gran verdad de nuestra vida es que vamos a sufrir. Nos podemos poner como queramos, pero en nuestra vida nos vamos a topar con el sufrimiento. Hay gente que se rebela contra esto y que abraza la religión, la política o la economía. Todas las disciplinas humanas se han inventado para paliar el sufrimiento, cada una desde su ámbito: la política, la economía, la literatura, el arte, el cine… Pero al final esa es la gran verdad: ¿por qué vivimos en este mundo y por qué sufrimos? ¿Y por qué sentimos asco de los más pobres? ¿Por qué sentimos repulsión ante la gente que lo ha perdido todo y que no oculta su miseria? Porque nos está interrogando, nos está poniendo un espejo roto de nuestra propia humanidad y nos está diciendo: “Tú podrías ser uno de ellos”. Y como no queremos aceptar esa verdad, apartamos la vista. Escribir este libro me ha ayudado a reconciliarme con la fragilidad que somos. Yo tengo una situación muy buena, estoy agradecido, soy un privilegiado, pero es verdad que uno olvida que si encadenas una serie de traumas muy seguidos, si de repente pasas por una mala racha, si tienes unos golpes concatenados que dan al traste con tu seguridad, puedes acabar en la calle. No es lo más probable seguramente, pero ninguno de nosotros estamos blindados contra la desgracia, por muy seguros que nos sintamos y aunque tengamos un buen trabajo, una red de amigos y una red familiar. Y saber eso creo que es bueno porque nos ayuda a ser más humanos.
—Magu, uno de los voluntarios del CASI, te cuenta la anécdota de una indigente que llegó al centro en el que él colaboraba. Ella lo reconoce porque dormía entre cartones junto al portal de su casa, pero él nunca se había fijado en ella. Y te dice Magu: «Por eso esta lucha es por la visibilidad. Porque son invisibles». ¿Es este libro un intento por hacer visibles a los invisibles?
—Sí. Cuando los entrevistas te cuentan que lo que más les duele no es la pobreza, sino que se les niegue el trato humano. El trato humano exige la comunicación, porque lo que nos hace humanos es el lenguaje, la capacidad de expresarnos, de hablar y de ser escuchados. Y esta gente acumula muchos días, semanas, incluso meses, sin que nadie les dirija la palabra, hasta que llegan a un centro de acogida y ahí establecen un vínculo con los trabajadores sociales. Eso tiene otro tipo de consecuencias también, que es que se enganchan a los trabajadores sociales porque son los primeros que les han tratado de forma humana quizá en meses, porque hasta ese momento solo han conocido la violencia. Entonces, en cuanto alguien les trata con un mínimo de humanidad, se enganchan a esas personas, pero ese es otro problema. En cualquier caso, la restitución de la dignidad empieza por la restitución del lenguaje. Esas personas pierden incluso la capacidad de verbalizar su trauma. Y muchas veces lo que están pidiendo, más que echarles un euro o que les des ayuda, es que los saludes, que les des los buenos días y las buenas tardes, que hables con ellos. Eso los ayuda más, por los testimonios que yo he recogido en este libro, que la pura ayuda económica. Y eso también me dio que pensar. ¿Hasta qué punto necesitamos las palabras? ¿Hasta qué punto necesitamos que alguien se dirija a nosotros? La exclusión social es exclusión verbal también, es exclusión lingüística. Y para devolver la dignidad a las personas, lo primero es devolverles el lenguaje, devolverles la palabra. Eso es lo que ha intentado modestamente este libro.
—En el libro señalas que de todas las personas sin hogar que atendió la Comunidad de Madrid en 2023, el 70% eran hombres y el 30% mujeres. ¿Por qué hay muchos más hombres que mujeres sin hogar?
—Yo creo que está bastante probado que los hombres toman peores decisiones en general en la vida que las mujeres (risas). Quiero decir que los hombres asumen riesgos en su vida que las mujeres no están dispuestas a asumir, y en muchos casos el sinhogarismo es el colofón a formas de vida extremas, a una asunción de riesgos de vida mucho más salvajes en el hombre que en la mujer. Esto se ve en muchas otras cuestiones. ¿Por qué los hombres asumen trabajos físicamente más arriesgados? ¿Por qué hay más hombres que se embarcan en una patera para cruzar el estrecho que mujeres? ¿Por qué hay más alcohólicos que alcohólicas, y más drogadictos que drogadictas? Porque los hombres están por naturaleza más inclinados a jugar con el filo de la vida y con situaciones que a una mujer le generan una prudencia natural, más instintiva. Todo esto es una generalidad que, por supuesto, admite excepciones. Pero más allá de eso, aunque la tradición era que el sinhogarismo afectaba más a hombres que a mujeres, en los últimos tiempos estamos viendo en los centros de acogida cómo cada vez hay más mujeres, muchas de ellas víctimas de trata, que escapan de redes de proxenetismo, o que huyen de sus países, o que caen en las drogas y en la prostitución. También están empezando a ser muchas, y esto ha cambiado el perfil del usuario de un centro de acogida. Cada vez hay más de todo, más personas en la calle, más mujeres, más jóvenes, con mayor deterioro mental. Este es uno de los problemas crecientes de nuestra sociedad, la falta de salud mental. Dentro de poco toda inversión se quedará corta y habrá que hacer centros más grandes, igual que habrá que hacer residencias de mayores con más plazas. Esto trae causa de la ruptura de los vínculos sociales y familiares. Tenemos muchas redes sociales de mentira, en el mundo digital, pero cada vez menos redes sociales físicas de verdad que estén dispuestas a acogernos y que formen nuestro muro de protección. En nuestra sociedad, que es cada vez más individualista, se están rompiendo esos vínculos, y eso genera insatisfacción, ansiedad, problemas mentales, y por último genera sinhogarismo.
—Las mujeres sin hogar se ven expuestas a mayores peligros que los hombres. Dices en el libro: «En un centro de personas sin hogar, la mujer que no ha sido violada es una anomalía».
—Yo te diría que el cien por cien de las mujeres que han estado un tiempo en la calle han sido violadas, y no una vez. Una mujer en situación de calle es la criatura más vulnerable del mundo. También los hombres sufren agresiones en la calle, a veces a manos de otros sintecho, pero la mujer se convierte en una pieza de caza, como pasa en cualquier escenario bélico. ¿Cuáles son las primeras noticias que nos llegan cuando estalla un conflicto bélico, después de los tanques y las bombas? Las violaciones. Siempre es igual: el cuerpo de la mujer como trofeo. Ellas están mucho más expuestas a la violencia cuando se quedan a la intemperie, porque ahí fuera, de noche, en nuestros barrios, se activa la ley de la selva. No hay que irse a Gaza o a Ucrania; eso sucede en ciudades como Madrid. La calle es la ley de la selva, y cuanto más tiempo pasas en la calle, más exposición tienes a toda clase de peligros, y una mujer se defiende por naturaleza peor que un hombre en situaciones extremas. Por eso algunas admiten el proxenetismo de un solo hombre que espante al resto. Alguna me dijo: “Prefiero que me pegue uno a que me peguen todos”. Cuando una mujer llega a pensar así, a aceptar ser la propiedad de otro tipo, es porque rige la ley de la selva.
—El pasaje que más me ha impactado es este: «Las mujeres en situación de calle son carne de cañón. Muchas consumen cocaína para no quedarse dormidas y que las violen mientras duermen, y los medios por los cuales consiguen la cocaína son fácilmente imaginables». Cuando hablas de esos medios fácilmente imaginables, ¿te refieres a la prostitución?
—Evidentemente.
—¿Quieres decir que hay mujeres que se prostituyen para drogarse para que no las violen?
—Es un círculo vicioso. No sé si es un ejemplo habitual, pero sí, el caso de estas mujeres es una realidad que te contará cualquier trabajadora social que las atiende. Nos puede parecer enorme este problema. A mí me lo parecía también, pero es lo que hay ahí fuera. Basta con ponerse a preguntar e ir a centros de acogida y hablar con ellas. Hay muchos en Madrid y hacen una labor maravillosa con gente muy dañada, y no se paran a cuestionarla ni a juzgarla moralmente. No hay tiempo ni ganas para ponerse a establecer parámetros morales. Lo fundamental es que vivan lo mejor posible dentro de sus problemas, pero así es la realidad de la vida de estas mujeres. Todas ellas tienen historias terribles. Muchas por pudor no te las cuentan, pero te las cuenta su trabajadora social. La inmensa mayoría de ellas han sido violadas, han pertenecido a redes de proxenetismo, han ejercido la prostitución en condiciones inhumanas. Estamos hablando además de gente que no tiene solo un problema. Fíjate que cuando hablamos de problemas sociales los dividimos en compartimentos estancos: el problema de la salud mental, el de las drogas, el del alcohol, el de la inmigración irregular. Pues en la gente sin hogar cada una de esas personas los tiene todos: alcoholismo, drogadicción, prostitución, maltrato, violencia de género, pobreza extrema, todos. Son personas que están en el filo mismo de la vida, y sin embargo se aferran ella. Quieren sobrevivir y mejorar. Muchas, poco a poco, dan pasos hacia la autonomía y consiguen recuperar un nivel suficiente de autoestima como para valerse por sí mismas el día de mañana. Y esos pasos que van dando son la mejor gratificación que tienen sus trabajadoras sociales y los funcionarios que se dedican a esto, y a los que yo personalmente pago muy gustoso con mis impuestos.
—El concejal de asuntos sociales te recalca la importancia de actuar rápido: «Quien pasa más de un mes en la calle empieza a tener muy difícil reinsertarse en la sociedad». ¿Por qué se hace tan difícil una vez pasa ese periodo?
—Lo que pasa después de un mes en la calle es que no lo olvidas jamás. Esa experiencia traumática te acompañará siempre. Por eso los programas de intervención rápida del ayuntamiento se centran en sacarlos cuanto antes de la calle, porque son más recuperables si los coges a tiempo. Si no, van a experimentar una degradación y un cúmulo de vejaciones muy alto en poco tiempo. Hay casos de gente que se reinserta. En el libro cuento el caso de Jesús, que es un tipo que se ganaba la vida pintando en el Retiro, como tantos que hacen dibujos para los turistas. Es un retratista de talento que se alcoholizó y acabó viviendo ocho años en la calle. Dormía en los parques y en las marquesinas, y acudía a baños públicos para ducharse porque no se abandonó por completo como algunos de sus amigos. Él me decía: “Mientras yo mantenga algunas pautas de higiene y de autoestima, no me volveré loco, no me perderé del todo». Aunque tuvo pensamientos suicidas también. Esto es muy habitual también en las personas sin hogar, la ideación suicida es muy prevalente. Pero Jesús, después de ocho años en la calle, consiguió salir adelante. Hoy vive en un piso él solo, es autosuficiente, vende sus retratos en Instagram y es una leyenda de la red de asistencia municipal. Es un tipo que está muy machacado, tiene cuatro trombos e insuficiencia respiratoria y va con muletas, porque se ha destruido minuciosamente durante años, pero lleva dos años sobrio, sin probar gota de alcohol y tiene dos hijos que lo visitan, y ha salido probablemente de una muerte segura. El caso de alguien que lo consigue prueba que es posible salir. Hace falta voluntad y mucho esfuerzo. No diré que son casos mayoritarios, pero suceden. Hay un goteo constante de personas que salen de la red de asistencia y recuperan su vida, y solamente por esos casos es necesario mantener la esperanza.
—Hay un momento en que dices: «Cuando se conoce la historia de aquel indigente desastrado que zigzaguea por nuestra calle descubrimos con espanto que podríamos ser nosotros». ¿Has conocido a algún indigente del que hayas pensado: “Yo podría haber sido él”?
—Fíjate si eso es posible que en el libro hablo de un periodista que firmaba en El Mundo, como yo, y en El País, un crítico de arte que conocía a Andy Warhol, que estuvo en la Movida, que era amigo de los galeristas de éxito en el Madrid de Almodóvar, y que se embruteció bebiendo, se alcoholizó y acabó en la calle. Es un tipo de una gran inteligencia, de un discurso perfectamente articulado, un hombre con estudios superiores como nosotros, con titulación universitaria. No son la mayoría, pero se calcula que en torno a un 10% o 15% de las personas sin hogar en Madrid son licenciados universitarios. Hay gente que tenía un chalet en Majadahonda, una mujer, unos hijos, y que llegaba muy bien a fin de mes. En el libro cuento el caso de un torero al que le dio la alternativa Ortega Cano, que toreó en Las Ventas y en la Maestranza, y que antes había sido chef del Atlético de Madrid y que había trabajado con Arzak en restaurantes Michelin. Ninguno estamos a salvo de encadenar una serie de desgracias que destruyan nuestro mundo de aparente seguridad. Por eso no queremos mirarlos, porque nos da pánico pensar que esta distinción entre ellos y nosotros es artificial, que en el fondo ellos eran nosotros. Es importante ser conscientes de eso, primero para ser más agradecidos con la vida, para quejarnos menos. Vivimos en la cultura de la queja. Hoy no eres nadie si no te quejas, si no denuncias una opresión, si no te inventas un sistema que te oprime y que te exonera de la responsabilidad por tus propias decisiones. Pero luego para tener una mirada más humana y más empática. Yo desprecio un poco la palabra «empatía» porque está muy malversada, pero es importante ponerte en el lugar del otro y tener una sensibilidad hacia el dolor ajeno. No solo porque nos puede pasar, sino porque esa mirada nos mejora. Y a veces vamos tan rápido y tenemos una vida tan urgente que es difícil desarrollarla. No se trata de que este libro convierta a nadie a la santidad y al voluntariado, pero si consigue que el lector salga del libro un poquito más concienciado de los dramas que hay a su alrededor en su propia ciudad, ya habrá logrado su objetivo.
—Precisamente dices en el libro: «Solo aprendiendo el arte de la compasión, que es un arte ilustrado y no visceral, se vence ese miedo cruel con el que sus semejantes revictimizan al desdichado». ¿Puede cultivarse la compasión?
—Por supuesto, uno no nace compasivo. Bueno, habrá psicópatas de nacimiento que no sienten nada por el dolor ajeno y también habrá gente que tiene una tendencia a la bondad y que nace con una predisposición a sentir de una forma muy vívida el dolor de los demás. Igual el día de mañana se descubre el gen de la santidad. Pero eso se entrena también. Por eso digo que es ilustrado y no visceral, porque creo que la sensibilidad social, para empezar, no es patrimonio de ninguna ideología. Un amigo mío de izquierdas me decía: “Joder, Bustos, has escrito un libro de izquierdas”. Y yo le dije: “No, perdona, no existen los libros de izquierdas y de derechas. Eso es una abstracción, un etiquetado que nos hemos inventado. Existen los libros buenos y malos. Eso es lo único que existe”. Y desde luego que la sensibilidad social y los buenos sentimientos no son patrimonio de la izquierda. Otra cosa es que la derecha sea estúpida y no quiera reclamar como suyas las redes de asistencia que gestiona, por ejemplo, en Madrid, donde ha gobernado el PP desde hace muchos años. La red de asistencia a personas sin hogar de Madrid probablemente es la mejor de España, pero tal vez el PP no hace campaña con lo que hace por las personas sin techo, porque no dan votos. Pero si lo haces, cuéntalo, ¿no? En el libro tengo una frase que dice algo así como: “La izquierda no sabe hacer lo que cuenta y la derecha no sabe contar lo que hace”. Esa frase quiere decir que a veces a la izquierda se le da muy bien el relato, la propaganda, la comunicación. La superioridad de la izquierda en el terreno de la comunicación es incontestable. Pero todo eso bueno que dice hacer luego de facto no lo hace, no lo gestiona tan bien como ella dice. Y la derecha no sabe presumir de cosas que hace bien, pero como se salen de la tradicional división de temas entre izquierda y derecha, no lo predica, y parece que la derecha está más centrada en la iniciativa privada, la moderación fiscal, y que tiene otras banderas como la familia o la unidad de la nación, mientras que la izquierda tiene las del Estado del bienestar y las ayudas a los más desfavorecidos. Pero si pones la lupa a la gestión de cada uno, resulta que no siempre es así. Es algo que dejo ahí, pero el libro no tiene ni un gramo de política. Creo que es un libro que puede gustar a personas de ideologías absolutamente opuestas que tengan un mínimo de sensibilidad. Pero es que la sensibilidad no es patrimonio de nadie, sino de las personas sensibles, las que demuestran ser sensibles con los hechos. No con un tuit en Twitter o con un post en Instagram, sino con sus hechos. La sensibilidad es una voluntad de comprender el dolor ajeno. Eso se trabaja, esa mirada se ensaya, se ejercita. Pero esto no es nuevo, ya lo decía Aristóteles. Las virtudes se ejercitan porque tienen que ver, no con una predisposición sentimental, sino con un hábito adquirido a base de repetir actos. Fíjate en la historia de la filosofía. Tú sabrás que el origen de la moral ha sido siempre uno de los grandes problemas filosóficos.
—Así es.
—Los empiristas ingleses, con David Hume a la cabeza, decían: “La moral es un sentimiento”. El fellow feeling, que decía Hume, que es una especie de sentimiento de solidaridad natural que nos nace al ver a un semejante en problemas. Tiene parte de eso, pero no es solo eso. A Kant, que no le gustaba esa definición, se inventa otra y dice: “No, la moral tiene que tener un fundamento racional”. Entonces se inventa la razón práctica y el imperativo categórico, y dice: “Haz aquello que puedas aspirar a que se convierta en ley universal. Vamos a fundamentar la moral racionalmente, como si fuera una ciencia, para que podamos enseñarla y transmitirla a todo el mundo”. Pero ninguna de las dos, ni la sentimental ni la racional, agotan el origen de la moral. Yo creo que el origen de la moral está en la imaginación, en la capacidad de imaginarte en el lugar del otro. Por eso la literatura tiene una gran potencia moral. No moralizante, no de que te den la chapa o el sermón, sino de ensanchar tu imaginación. Cuando lees a los grandes novelistas realistas del XIX, como Dickens, Tolstói, Balzac o Galdós, te das cuenta de que la capacidad del escritor para dibujar personajes que padecen ante tus ojos está ejercitando tu imaginación. De tal manera que luego, cuando te encuentras esos problemas en la vida real, estás preparado humanamente para entenderlos. Esa es la contribución indispensable de la literatura a la moral humana, que nos hace trabajar la imaginación. No basta con leer, porque algunos generales nazis leían mucho pero excluían al judío de la condición humana. Así que podían leer, o llorar con un aria de un gran compositor, pero luego no eran capaces de ver la humanidad. No significa que la literatura nos tenga que hacer buenos por el mero hecho de leer, pero malos no nos hace. Y desde luego nos entrena la imaginación, si leemos bien, para ser personas con más conciencia. Luego cada uno hará lo que quiera con esa sensibilidad ensanchada, pero es indiscutible que nos la ensancha.
—Has dicho que la sensibilidad no es de izquierdas ni de derechas, y en el libro rebates la frontera que se traza entre asistencia privada y asistencia pública. Dices: «Las instituciones se inventaron para no depender de la variable calidad moral de las personas, mucho menos de su fe religiosa; pero lo cierto es que ninguna institución aguanta mucho sin encarnarse en personas decentes. Por eso resulta aventurado, en aras de la laicidad, ponerse a trazar sutiles distinciones entre caridad y asistencialismo, proscribiendo la primera y entronizando el segundo, como si ambos no persiguieran el mismo bien y como si las fuentes del bien privado como las del bien público no se remontasen a un mismo corazón».
—Sobre todo defiendo la importancia de no condenar los esfuerzos que parten de una vocación religiosa en aras de un supuesto laicismo más avanzado. Por supuesto que yo soy partidario, y espero que lo sea cualquier ciudadano de un Estado social y democrático de derecho, de que las redes de asistencia estén en manos del Estado, de que haya un Estado del bienestar, una redistribución de la riqueza y una red de seguridad para los más vulnerables. No hay comunidad democrática allí donde los más excluidos no tienen posibilidad de vivir con un mínimo de dignidad. Y eso no depende de la confesionalidad de esa democracia, sino de su desarrollo social, de sus instituciones sociales. Pero eso no es incompatible con que determinadas personas o determinadas instituciones religiosas que perviven en los Estados de progreso democráticos y más avanzados continúen haciendo su impagable labor. Es más, cualquier trabajador social o cualquier funcionario, vote a Podemos o a quien sea, te va a reconocer la importancia de la labor que hace Cáritas o, en el caso de mi libro, las Hijas de la Caridad, que las funda San Vicente de Paúl en el siglo XVII y se dedican a los más pobres entre los pobres. Esas personas lo hacen por una convicción religiosa, porque creen que están sirviendo al Evangelio, pero al mismo tiempo se forman con las últimas técnicas de trabajo social. De hecho, Sor María Antonia, la que hace cabeza en la comunidad religiosa de cinco hijas de la caridad que quedan en el CASI, se licenció en Trabajo Social. En su propia persona combina la vocación religiosa con el trabajo social puramente laico, y esa convergencia es armónica. Todo el mundo es bienvenido en el CASI porque todas las manos son pocas, porque hay mucha demanda de gente que llega todos los días a esa puerta pidiendo ayuda y hay una gran saturación. No me parece que haya ningún conflicto, pero hay un cierto discurso que dice: “No, cualquier forma de caridad es humillante. Hay que trazar una línea entre la Iglesia y el Estado, de tal manera que la labor asistencial de la Iglesia le sea arrebatada por completo a la Iglesia y la haga el Estado.” Hombre, si el Estado se encargara de llegar a todo a lo que llega la Iglesia, eso sería un mundo ideal, pero es que no sucede. Es que la Iglesia sigue haciendo una enorme labor asistencial. No creo que Cáritas tenga rival, sinceramente. Y cualquier gobierno de izquierdas o de derechas es consciente de que la solución está en la sana convivencia por un mismo objetivo, que es paliar el sufrimiento. Lo otro es un discurso propio de facultad de Politología ideologizada y artificial que no ha visitado suficientes centros de acogida.
—En el libro también hay varias reflexiones sobre el periodismo. Hay un capítulo en el que sales con Óscar, que forma parte de un equipo de calle, y escribes: «Cuando me despido de Óscar me insiste en que acuda a él para lo que necesite. Yo me quedo algo abrumado, le doy la mano y me marcho. De camino a mi casa pienso en las curiosas razones por las que el mundo no da noticia diaria de los hombres buenos». Ahí se acaba el capítulo y la pregunta queda sin respuesta, pero tú eres periodista y tienes que saberla. Así que te hago de nuevo la pregunta: ¿por qué no se da noticia diaria de los hombres buenos?
—Es un viejo axioma de nuestro oficio que las buenas noticias no son noticia. Los periodistas convertimos en noticia lo que está mal porque es lo que necesita nuestra atención para ser arreglado, y así realizamos nuestra contribución al progreso. Un periódico que solo hablara de lo que va bien tendría un efecto de relajación sobre los gobernantes. Como decía José María García: “El halago debilita”. Y no solo debilita, sino que en los políticos corrompe. La fiscalización y la crítica son consustanciales al periodismo, pero es verdad que si tomamos las noticias como el reflejo total de nuestra sociedad, nos llevaremos una imagen distorsionada. En esta sociedad, aunque no sea noticia, hay gente entregada, valiosa, que siente su vocación de servir de verdad y que la pone en práctica, gente honrada hasta la médula que jamás se corrompería. Gente que entrega mucho de su vida privada por los demás, que cree sinceramente en unos principios. Todo eso existe también. Por eso este libro es también un homenaje a todos esos trabajadores sociales, a esos cuidadores anónimos que no son entrevistados en los periódicos, pero que entregan su vida todos los días a los más olvidados, a los marginados entre los marginados. Óscar es uno de ellos. Lleva veinte años recorriendo las calles de Madrid buscando gente sin hogar para traerlos a la red y ofrecerles comida caliente y atención médica. Algunos lo rechazan y les cuesta trabajo acceder. Luego, cuando conocen el albergue y no es como se imaginaban —porque se lo imaginan como cárceles muchas veces—, le dan las gracias. Estos equipos de calle hacen este trabajo todos los días. Conocen por su nombre a los indigentes y si ha aparecido uno nuevo en una esquina o en un soportal. Es un trabajo conmovedor. Por eso en este libro, que es duro, quería que se viera también la lucha contra la exclusión y contra la desgracia, y que brillara el coraje y la abnegación de gente que hace esto todos los días sin ponerlo en Instagram, sin ponerlo en sus vacaciones de verano en un pueblecito africano, como la típica influencer que frivoliza con la caridad para posar de buena porque eso le va a aumentar los seguidores. Yo en esto soy partidario de la frase del Evangelio cuando dice: “Cuando des limosna, que tu mano derecha no sepa lo que hace tu izquierda”. Eso es para mí la verdadera sensibilidad social: la que no pide el aplauso, la que lo hace todos los días de forma anónima.
—En otro capítulo hablas con Ana, una periodista reconvertida en trabajadora social, y dices: «Es difícil despedirse de Ana y no acabar dando la razón a Janet Malcolm cuando redactó aquella autopsia memorable de su propio oficio: «Todo periodista que no es demasiado tonto o que no está demasiado pagado de sí mismo sabe que lo que hace es moralmente indefendible». ¿Por qué traes a colación esta cita de Janet Malcolm?
—Es una frase que pasa por ser una boutade del oficio. Todo el mundo que estudia periodismo la conoce, y los que no son periodistas nos la tiran encima muchas veces: “¿Cómo podéis estar todo el día husmeando en los secretos de los demás y revelándolos?”. Entonces tú les invocas el derecho a la información y el compromiso de gestionar la información confidencial con responsabilidad, revelando solo aquello que tiene interés general. Evidentemente, si no hubiera periodistas, tampoco habría democracia. ¿En el franquismo había periodismo? Sí, lo que pasa es que era un periodismo costumbrista que hablaba de juegos florales y hacía ejercicios de estilo y columnismo de parque del Retiro. Pero los casos de corrupción, de mala gestión, de despotismo, no se podían contar porque existía la censura. El periodismo cumple su papel cuando revela cosas que quiebran el deseo de confidencialidad de ciertas personas, de ciertos poderosos, sobre todo de personajes públicos. Pero claro, los seres anónimos de los que trata el libro son gente que está en la calle, que no tiene nada y que no son personajes de interés público, pero es imposible dar visibilidad a su problema si no cuentas la enormidad de sus dramas, y son dramas muy íntimos: la prostitución, los intentos de suicidio, la violencia, la droga, los matrimonios rotos, los hijos que reniegan de padres y no los vuelven a visitar… Manejas información muy sensible, que son sus vidas rotas, y siempre tienes la duda moral de si tienes derecho a contarlo. Y por lo que estoy muy contento es porque cuando lo han empezado a leer algunas de las personas que salen en este libro, me han dado las gracias. Por tanto, yo ya sé que he cumplido. A mí ya me dan un poco igual las reseñas que suscite este libro, porque los principales destinatarios ya me han dado el visto bueno, ya lo han leído y les ha gustado. Yo ahí he respirado de alivio, porque el libro era para ellos y para los trabajadores sociales, porque también he contado muchas cosas de los trabajadores sociales y de sus vidas. Por eso la cita de Malcolm, porque es una forma también de quitarnos un poco de importancia a los periodistas. Mira, yo soy filólogo, yo no estudié periodismo. Yo no tengo un sentido corporativista. No creo que este oficio sea el más importante del planeta. Sé que es importante, pero no lo tengo tan idealizado como otros compañeros que están todo el día con el santo periodismo en la boca. No me gusta dar lecciones de periodismo. Me gusta escribirlo lo mejor que puedo y consumirlo y leerlo, pero no dar lecciones. De hecho, los que dan lecciones suelen ser los que peor lo practican. Creo que hay que tener una cierta distancia, sin perderle el respeto, hacia la función de nuestro oficio, que hay que tratarla con cuidado porque manejamos vidas humanas, pero riéndose un poquito de la pomposidad de algunos, que parece que sin ellos el mundo se acabaría. Bueno, según sin quien.
—Refieres el caso de una mujer que han tirado a las vías del metro y que te dice: «Me han robado el móvil, y si no tienes móvil no tienes vida». En esta época tan tecnológica en la que vivimos, parece que no tener móvil es casi peor que no tener casa.
—Sí, muchos tienen móvil. Es una cosa que te llama la atención. Esta persona que me lo decía era una buena pieza (risas). En el libro la llamo Matilde porque me amenazó con represalias si revelaba su nombre real. Es una mujer politóxicómana, muy problemática, que ha tenido juicios y ha pasado por el trullo varias veces. Pero también es víctima de otros usuarios. En un centro de acogida como el CASI está lo peor y lo mejor del ser humano concentrado. Tienes trescientas personas con unas necesidades brutales conviviendo en un espacio no muy grande, y ahí ves ejemplos maravillosos de compañerismo y de amor, como uno que me contaba que le subía la cena a su novia todos los días porque ella no podía bajar, o gente que se quita lo poco que tiene para dárselo a otro que tiene todavía menos. Pero también hay casos de darwinismo implacable y de crueldad. Algunos son unos hijos de puta que se agreden y se roban la medicación para traficar con ella. Se han apuñalado con los cubiertos del comedor. Ha habido intentos de asesinato. También existe el racismo, y además es especialmente virulento porque, por ejemplo, los magrebíes se llevan muy mal con los subsaharianos, y los de Europa del Este también tienen sus diferencias con los sudamericanos. Es gente que no conviene idealizar tampoco. Es la humanidad doliente en su máxima expresión. Ahí tienes todos los polos de lo humano, el máximo de generosidad y el máximo de vileza. Por eso es tan periodístico también. Si lo que me extraña es que no haya un libro como este todos los meses. A lo mejor ahora se pone de moda. Son unas historias tan poderosas que, bien tratadas, sin hacer sensacionalismo, con dignidad, con este respeto también por sus vidas de supervivientes, yo creo que removerían a mucha gente. A mí por lo menos me ocurrió.
—Sobre esto que acabas de señalar, dices en el libro: «Porque un centro de acogida de indigentes no deja de ser un corte antropológico, una fiel reproducción a escala de la especie humana, donde bulle la alternativa de lo mejor y de lo peor, solo que con una intensidad multiplicada».
—Claro, ese centro es un corte antropológico en el sentido de que no hay ninguna experiencia humana extrema por la que no hayan pasado. El reto es que te las cuenten, porque muchas veces te mienten o no tienen confianza, porque están acostumbrados a recibir violencia, y cuando te acercas a ellos piensan mal enseguida: ¿Y este qué quiere? ¿Se va a chivar a la policía? ¿Quiere sonsacarme? Pero también encuentras personas que con un abrazo y un saludo te juran lealtad de por vida. Tienen un montón de afecto dentro que no pueden canalizar porque no importan a nadie. Entonces, cuando de repente importan a alguien, se enganchan de sus trabajadores sociales, porque son los únicos que les demuestran afecto. Eso es muy hermoso también. La monjita que lleva ahí desde el 96, sor María Antonia, me decía: “Estuve unos años fuera, pero yo quería volver cuanto antes al CASI, yo estaba enganchada al CASI”. Porque ellas también se enganchan. ¿Tú sabes lo que es sentirse fundamental para alguien? Yo no soy padre, pero la paternidad tiene que ser algo parecido a eso: saber que hay un ser humano que depende absolutamente de ti para todo, que tú eres todo para esa persona durante unos años de su vida. Con las personas sin hogar sucede eso. Los cuidadores son su padre, su madre, su hermano, su hermana, son todo. Por un lado, el ser humano tiene el polo de lo negativo, de la maldad, del asco, del odio, una pulsión tribal de rechazo no solo al diferente, sino al pobre, porque de alguna forma, instintivamente, lo culpamos de su situación y nos queremos alejar de ella de forma supersticiosa, porque pensamos que al acercarnos nos va a contagiar. Es un vestigio del pensamiento mágico de cuando éramos nómadas. Pero, por fortuna, también hay dentro de nosotros una pulsión altruista que sabe que como especie solo hemos progresado cooperando. Ese combate interno es el combate moral y da ejemplos de ambas cosas todos los días. Se trata de potenciar el polo bueno y de reeducar el malo. Eso es lo que intentaría hacer una educación humanista.
—Hay una chica hondureña, Karen, a la que el Samur encontró durmiendo en el aeropuerto de Barajas, y dices de ella: «Su fraseo es fluido y musical, resbala suavemente como la luz por la espalda de una venus anónima, rodeada de sombra. A veces interrumpe el relato con una carcajada estridente que funciona como un contrapunto kitsch de la desgracia, ese reír por no llorar de nuestras abuelas». Te menciono este pasaje precisamente porque contrasta con el tono de todo el libro, porque me da la impresión de que te impusiste un tono aséptico, sin ribetes literarios, y que esta es de las pocas concesiones que te has permitido.
—Sí, has leído el libro muy bien. Yo sé hacer un estilo más barroco y uno más conciso, pero cuando un libro se ocupa de historias tan potentes en sí mismas, no hace falta el adorno literario, porque ya son potentes de por sí. Es más, si a estas historias les añades mucho juego literario las vas a afear, las vas a falsificar. Cuando haces ese juego en estos temas, que está justificado en temas menores y más frívolos, lo que estás haciendo es señalarte la camiseta delante del lector y decir: “Eh, mira cómo escribo”. Y eso pervierte el periodismo. Hay temas que exigen o que admiten un tratamiento más barroco, más literario, más artificioso, y hay otros que no, y este es claramente uno en el que me di cuenta de que no. De hecho, pensé en hacerlo en tercera persona, absolutamente aséptico, pero me di cuenta de que la primera persona era necesaria porque yo formaba parte del experimento del libro. Era importante cómo mi mirada iba cambiando al contacto con estas vidas porque el lector a través de mí se iba a identificar mejor con el problema, porque yo participo, digamos, del mismo mundo del lector. Salvo los sintecho que lo han leído, este libro no lo van a leer personas sin hogar. Lo van a leer personas como yo. Y entonces me necesitan a mí como una pasarela hacia ese mundo. Era importante registrar mis propias emociones de una forma precisa para facilitar la identificación del lector. Una vez que resolví la duda de la primera persona, lo siguiente era el estilo, y me dije: “No puede ser un estilo barroco porque estaría robándole protagonismo a los verdaderos protagonistas de este libro, que son las personas sin hogar y sus cuidadores: esos son los protagonistas. El autor no se tiene que lucir aquí”. Hay compañeros que hacen un periodismo social un poco más sentimental o melodramático. Parece que quieren que llores con sus reportajes. A mí eso me da un poco de pudor. Yo prefiero que las historias se transparenten, como si el estilo del escritor fuera un cristal, y que el lector acceda a esas vidas de la forma más directa posible. Con delicadeza, pero sin artificio. Sin embargo, hay momentos del libro en que es necesario subir un poquito el fondo musical para subrayar sobre todo los momentos de belleza y de bondad. En el prefacio, que es la entrada en el libro, también hay frases más trabajadas porque era importante poner en juego toda la potencia del lenguaje para involucrar al lector. Luego los hechos se van desarrollando como dientes de sierra. Hay un pico importante en la última excursión, la de la pradera de San Isidro, que es el último momento que comparto con ellos para este libro. Ya ves tú, una excursión a la pradera de San Isidro, que está al lado, no parece una cosa muy exótica, pero hay un ejercicio más poético porque necesitaba darle un realce y utilizar bien las palabras para comunicar al lector lo que yo estaba sintiendo. También lo hago en pequeñas descripciones puntuales, como cuando me despido de Óscar, que lo has leído antes, o como cuando presento a Karen, que me produjo ese contraste tan brutal entre su juventud, su fuerza, su belleza, y la historia de una veinteañera que había escapado de las maras hondureñas y que probablemente arrastraba violaciones e historias de vejación increíbles que contrastaban con su alegría. El lenguaje es un instrumento, por eso a veces subes los agudos o los graves, o los bajas. Vas manejando tu capacidad de expresión para amoldarla al efecto que quieres producir en el lector sin interferir nunca en los hechos, que son los que son. Pero las descripciones, y sobre todo los testimonios de mis propias emociones, que las dejo entrever de vez en cuando, sirven para darle al texto más potencia expresiva. Pero efectivamente, el tono general es un tono conciso, contenido, siguiendo un poco la idea de Hemingway de que la potencia emocional que se desprende de las historias de este libro se la imagina el lector, y solo le das por encima de la superficie la punta del iceberg.
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