Hace ahora 50 años me daba clases un profesor de latín que sostenía que, de no haber tenido uno de sus pilares en la esclavitud, la romana hubiera sido una sociedad perfecta. El escéptico precoz que ya despuntaba en mí prestaba más atención a los encantos de sus compañeras en el aula que a las digresiones de aquel señor tan pagado de sí mismo que jamás me ha merecido ese cariño y ese respeto con el que recuerdo a mis buenos mentores, a quienes tanto debo.
Para Jorge Rigaud, “el Cary Grant del cine español”, como le recuerdan quienes le conocieron, en proyección y al natural, apenas hubo tierra y ninguna levedad. Su actividad actoral abarcó otros 50 años, los que llevaron al mundo de 1931 a 1981. En ese medio siglo tuvo tiempo de colaborar con varios de los grandes del cine francés de los años 30 —René Clair, Max Ophüls, Marcel L’Herbier—, heterodoxos a ambos lados del Atlántico como Robert Siodmak, y grandes del Hollywood Clásico —Henry Hathaway, Byron Haskin, George Marshall…—.
Tras pasar la Segunda Guerra Mundial en Argentina —hijo de una francesa, nació en Buenos Aires en 1905 con el nombre de Jorge Rigato Delissetche—, se instaló en España. Aquí hizo de todo, y hasta mediados de los años 70 trabajó a un ritmo de cuatro o cinco cintas al año. Pero para el común de las audiencias españolas fue el San Valentín de El día de los enamorados (Fernando Palacios, 1959) y Vuelve San Valentín (Fernando Palacios, 1962). Sin embargo, cuando llegó su hora, fue un santo que no fue al cielo, ese cielo al que parecía ascender en la última secuencia de El día de los enamorados. Más concretamente, en aquel plano que nos mostraba cómo se iban encendiendo, de abajo a arriba, las luces de las ventanas de la Torre de Madrid. Y al llegar a la última, unos puntitos amarillos, con la misma cadencia, fulgían en el cielo y seguían ascendiendo. Porque, como todos sabemos en mi amada ciudad, de Madrid se sube al cielo. Y allí tenemos un agujerito para mirar hacia abajo y seguir admirando Madrid toda la eternidad.
Atropellado en la Gran Vía por un motorista del que nunca se supo, pocos días después, el 17 de enero de 1984, fue expulsado de mala manera del Hospital Provincial de la calle de Ibiza, donde convaleció de sus heridas. Él no quería irse, pero los médicos le dieron el alta y le echaron. Una hora después, el actor que fuera la encarnación del patrón de los enamorados en el cine español fallecía en soledad y sin amor alguno. Una pariente, que acudió desde París para visitarle, avisada por el hospital madrileño, había regresado a Francia unos días antes.
Así que Jorge Rigaud, uno de los más genuinos representantes de ese cosmopolitismo que dio tanto esplendor a las coproducciones internacionales rodadas en nuestro país desde mediados de los años 50 hasta bien entrados los 70, afrontó su último trance en soledad. Esperaba ser recibido en un centro asistencial de Leganés. Dado su torpe aliño indumentario, sus responsables le advirtieron que la estancia en aquella residencia costaba 75.000 pesetas al mes. Aunque no lo pareciera —sus vecinos aseguran que al enviudar se fue abandonando—, Rigaud hubiera tenido para pagar el asilo. O tal vez no.
Lo que sí está claro es que la Parca se lo llevó mientras esperaba ser instalado entre los otros ancianos. Allí, sus últimas secuencias hubieran podido ser como las de esos actores, ya en la senectud, que nos muestra Julien Duvivier en Fin de jornada (1939). O como el tramo final de esos otros, que languidecen en otra residencia de mayores de su mutualidad, en La chica del atardecer (Dino Risi, 1970). Tal vez allí, entre sus contemporáneos, Rigaud hubiera sido reconocido por alguno de ellos. Pero lo cierto fue que en aquel septuagenario que no encontró un lugar donde caerse muerto nadie reconoció al Cary Grant del cine español, un galán sobresaliente en la cartelera pretérita, el San Valentín del cine patrio. Así que nadie reclamó su cuerpo cuando, al cabo, expiró. Todavía es ahora cuando sus restos se guardan, confundidos entre los de los muertos sin nombre, en el Osario Norte del cementerio de Leganés. Osario Norte (2024) titula José Manuel Serrano Cueto el documental donde le recupera del olvido.
Esa fugacidad de la gloria, de la que Rigaud supo de forma fehaciente, como sólo saben los que conocieron la adulación y la popularidad antes que olvido, es otra de las cuestiones que me lleva a la concepción romana de la Parca, a ese memento mori (recuerda que morirás), que iba repitiendo un esclavo a los generales que entraban triunfantes en Roma. Así el militar victorioso, empero los laureles, tenía presente que no era más que un hombre, como el más mísero de sus lacayos, y aquello le predisponía —al menos era lo esperado— a la humildad.
No sé si en alguno de los espacios televisivos que honran al cine español se ha hablado del último trance de Jorge Rigaud. Me consta que la entusiasta labor de los cinéfilos le ha devuelto a ese lugar que merece en la historia de nuestra pantalla. Merced al esfuerzo de Serrano Cueto, en el Osario Norte del cementerio de Leganés se ha colocado una placa recordando que allí se guardan los restos de quien fue San Valentín.
Catorce de julio (René Clair, 1932), Une historie d’ amour (Max Ophüls, 1933) o Noches de fuego (Marcel L’Herbier, 1937) fueron algunos de sus primeros filmes franceses, que alternó con estancias esporádicas en Hollywood para los rodajes de títulos como Lobos del norte (1938), de Henry Hathaway.
A España llegó en el 57. Particularmente, le recuerdo incorporando a inspectores y comisarios de policía en el Spanish noir barcelonés —Un vaso de whisky (Julio Coll, 1958), No dispares contra mí (José María Nunes, 1961)— y una pequeña maravilla de León Klimovsky: Ella y el miedo (1964). Su cosmopolitismo, y la correspondiente poliglotía, le convirtieron en uno de los intérpretes fundamentales de aquellas coproducciones internacionales filmadas en nuestro país. Así, en El capitán Jones (John Farrow, 1959), la primera de las puestas en marcha por Samuel Bronston, Rigaud recreó al secretario de Benjamin Franklin. Antes de que acabase el 59 dio vida al Quico de Con la vida hicieron fuego, de Ana Mariscal. Siempre a un ritmo de varias películas al año, en el 60 fue el marqués de Abantos en Mi calle, de Edgar Neville. Con Sergio Leone colaboró en El coloso de Rodas (1961) y con Claude Chabrol en El tigre se perfuma con dinamita (1965).
Ni que decir tiene que también hizo spaghetti western —Una tumba para el sheriff (Mario Caiano, 1965), Trampa para un forajido (Mario Maffei, 1966), Sugar Colt (Franco Giraldi, 1966)— y giallo —Las fotos de una mujer decente (Piero Sciumè, 1971), Todos los colores de la oscuridad (Sergio Martino, 1972), Las lágrimas de Jennifer (Giuliano Carnimeo, 1972)—… A la postre, su stajanovismo, eso de aceptar cuanto le ofrecían con tal de trabajar, fue mermando su prestigio. Acabó haciendo publicidad. Mediados los años 70, dejaron de contar con él.
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