Mentiras que llevan a la violencia, traiciones que las alimentan. Neurocientíficos, provistos de espléndidos doctorados y las mejores intenciones, que intentan entender por qué unos adolescentes se convierten en criminales y acaban consumidos por el monstruo que querían derrotar. La última novela de Jorge Volpi, Partes de guerra (Alfaguara, 2022), arranca con una cita de Efraín Bartolomé: «Mi corazón también tiene alas negras«, una frase que golpea al lector en la nuca durante toda la novela. Lucía, la protagonista de esta historia, llega a la frontera sur de México convencida de que el cerebro será su única arma para poder entender por qué unos jóvenes asesinaron a sangre fría, y se vuelve a casa con las únicas certezas que le ha proporcionado el corazón, ese músculo tenaz, como lo llama Volpi.
Conversamos con Jorge Volpi de la violencia en México, neurociencia, víctimas y verdugos y de niños que juegan a ser narcos.
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—Descubrimos en su libro una historia extraída de una obra de la etóloga Jane Goodall. Un ataque de cuatro chimpancés a otro. Lo matan, y esto provoca una guerra entre los primates que dura años. Entre los atacantes había dos hembras y un macho adolescente. La violencia como herramienta evolutiva. Al llegar a esta página tenemos la sensación de que este relato pudo haber sido en cierta manera el germen de su novela.
—No sé si es tanto el germen pero, sin duda, encontraba ese paralelismo, que me ha parecido fascinante para tratar de entender los orígenes de la violencia, frente a las ficciones o a las ideas opuestas desarrolladas durante mucho tiempo, entre la idea del «buen salvaje» por un lado y por otro la de Hobbes —»El hombre es un lobo para el hombre«—. Si vemos cómo se comportan nuestros parientes más cercanos, chimpancés y bonobos, y cómo podrían haber sido realmente las sociedades primitivas de nuestros ancestros homínidos, pues parece que estamos más bien en una zona bastante intermedia, en donde por un lado estamos dominados por las tendencias egoístas y agresivas, propias de la lucha por la supervivencia, en el sentido darwiniano, pero donde por otro lado hemos desarrollado también numerosas estrategias de cooperación desde siempre para amoldar justamente esos impulsos. Pero hay ciertos momentos en donde se rompe algún tipo de delicado equilibrio entre estas dos vertientes y nos vamos solo a un lado o al otro, y creo que esa es una de las de las causas principales de la explosión de violencia que puede haber entre los individuos o entre las sociedades en su conjunto. Esta historia que cuenta uno de los personajes del libro en ese episodio espero que lleve al lector a pensar justamente en todos estos temas.
—»Por una vez en esta carnicería que llamamos México no había signos de que hubiera sido sexualmente violentada», leemos en su libro. ¿La violencia en su país se ha convertido en una epidemia? ¿Se ha normalizado la violencia en México?
—Las dos cosas. Yo creo que, en efecto, casi podríamos usar la metáfora de la epidemia para describir lo que ha pasado en México. Hasta el 2006 México era un país de muchas violencias soterradas, pero relativamente pacífico en términos de violencia explícita. Una vez que empieza la guerra contra el narco ese cierto equilibrio se rompe por completo y nos sumerge en un estado de violencia que no había vivido México desde la Revolución, muy superior al de muchísimos países en estado de guerra declarado. Desde el 2006 tenemos 250.000 muertos, un número de desaparecidos que probablemente esté en torno a los 100.000, y no sabemos ni siquiera cuántos desplazados internos, quizás cientos de miles. Y esto, por supuesto, es una especie de plaga o de epidemia que no hemos sido capaces de controlar. Son tantas las muertes —en un país donde no funciona la justicia en ningún sentido, en donde además no hay manera de resolver todas las que llevamos— que hay una cierta normalización de la violencia. Todos los días hay decenas de muertes violentas y casi no nos importa. De vez en cuando hay algún caso particularmente importante, que por alguna razón atrapa la atención mediática, y durante unas pocas semanas el discurso público gira por completo en torno a ese caso. A veces simplemente porque se encuentra un número: 72 migrantes encontrados en San Fernando asesinados, los 43 jóvenes de Ayotzinapa… A veces por alguna otra característica, como recientemente ocurrió con el caso de Debanhi Escobar, esta chica asesinada en Monterrey. Pero fuera de esos casos aislados la normalización está en no preocuparnos de ninguno de los demás, de ninguna de las otras historias en un país que al no tener Estado de Derecho pues tampoco podemos saber cuál es la verdad, qué ocurrió. No es posible que los criminales paguen, que se repare a las víctimas, que se intenten garantías de no repetición… Nada de esto existe.
—¿Hay voluntad política para acabar con esa violencia?
—Pues me temo que muy poca. Que realmente la estrategia de combate al crimen organizado no ha cambiado mucho a lo largo de los últimos años desde que Calderón lanza la guerra contra el narco. El Estado de excepción permanente se ha mantenido durante todo este tiempo. López Obrador prometió justo una estrategia distinta. Pero, en realidad, la militarización del país solo ha aumentado. Y, sobre todo, ninguno de los Gobiernos que hemos tenido, de todas las fuerzas políticas que han gobernado el país en los últimos años —el PAN de derecha, el PRI, que regresó después de su etapa de partido hegemónico, y ahora Morena, que se dice de izquierda— ha hecho lo más importante, que es una reforma radical del sistema de justicia.
—En su libro hay dos historias paralelas. La primera reconstruye el asesinato de una adolescente a manos de su prima y el novio de esta en presencia de dos niños pequeños. ¿Cómo se convierten unos niños en criminales?
—Bueno, pues esa es la pregunta del libro y la pregunta que me llevó a escribirlo incluso. Eso es algo que me intrigaba y descorazonaba desde hace mucho: la idea de qué hace que un niño pueda volverse criminal, un adolescente en un asesino. Pues finalmente no hay una sola respuesta. Esa es la gran pregunta del libro desde el inicio. Distintas teorías, distintas aproximaciones. Tanto causas internas, causas externas, causas neurológicas, causas sociales para tratar de entender qué es lo que sucede.
—La historia que usted plantea en Partes de guerra tiene un concepto de universalidad, recuerda a crímenes que hemos visto en los telediarios. Como, por ejemplo, el que sucedió en Liverpool cuando dos muchachos asesinaron a sangre fría a un niño de tres años de edad. ¿Por qué nos afectan tanto casos como este?
—Porque tenemos esa idea de que, si en algún lugar se preserva la inocencia, la humanidad, es precisamente entre los niños, incluso entre los adolescentes que todavía no han sido contaminados por la violencia de la sociedad. Y esta construcción nos hace pensar que todavía hay un espacio para el optimismo sobre qué es la naturaleza humana. Cuando vemos a niños que son capaces de estos actos de brutalidad se quiebran los cimientos de tranquilidad respecto a nosotros mismos.
—Cuando los asesinos del niño de Liverpool salieron de la cárcel después de cumplir su condena volvió la polémica sobre su incorporación a la sociedad. ¿Cómo debe actuar la sociedad contra niños y adolescentes involucrados en un crimen? ¿Deben ser condenados como adultos?
—Este es otro tema muy polémico. Yo creo que hay que revisar todos los casos. Desde luego, no se puede tratar exactamente a los niños como adultos. A los adolescentes habría que ver a partir de qué edad, y dependiendo de qué circunstancias. Pero está claro que no debemos de considerar que la responsabilidad finalmente solo es del individuo, sino también de la sociedad, que en muchos casos contribuye decididamente a formar a estos criminales. A veces tenemos casos simplemente de psicópatas. Entonces, las causas pueden ser puramente internas y en ese caso la sociedad probablemente no tenga demasiado que decir. Pero la mayor parte de los casos no son así de extremos, de psicopatía llevada al crimen. Más bien habría que considerar también todos los factores sociales y familiares que han contribuido precisamente a ese crimen.
—Además de los asesinos, Saray y Jacinto, hay dos niños, Kevin y Britney, que presencian la escena. También son estigmatizados, aunque luego descubrimos que ellos también han sufrido violencia sexual. Es como si fueran doblemente condenados por esa sociedad que los repudia.
—Pues sí. Yo lo que quería, sobre todo, retratar en este libro era un espacio no dual ni maniqueo, como suele ser el discurso político para enfrentar a la violencia. En este caso, estos chicos de esta pandilla —todos— han sido víctimas de violencia y la mayoría la ejercen luego. Víctimas y verdugos no son necesariamente entidades separadas. Los círculos de la violencia hacen que se incremente esta.
—La violencia en los niños la asociamos a malos tratos y a sus experiencias traumáticas de la infancia. ¿Puede influir también la falta de empatía? ¿Estar educándolos de una forma egoísta, de manera que solo existen ellos y sus sentimientos?
—Claro. Por supuesto que parte tiene que ver con la educación. Si de por sí la evolución privilegia el egoísmo, si nosotros todavía contribuimos con una educación aún más egoísta —como ha sido sobre todo en los últimos años, digamos neoliberales, donde el egoísmo se considera como algo extremadamente positivo—, por supuesto que puede influir. Pero, por otro lado, también hay que tener cuidado a la hora de hablar de empatía. La empatía es un fenómeno natural, neuronal. Sobre todo, de las neuronas espejo, pero también de otras partes del cerebro, y que nos permite ponernos en el lugar del otro y experimentar lo que el otro siente. Que es, por supuesto, la base de la compasión, de la solidaridad, de la cooperación, pero la empatía también puede actuar en el otro lado. La empatía también es una de las causas, por ejemplo, de los genocidios como los que hemos visto en Ruanda o en Yugoslavia, porque a veces la empatía no se dirige hacia la víctima, sino hacia el verdugo. Y entonces copiamos lo que hace el verdugo, y eso, pues es otra explicación de por qué personas aparentemente comunes y corrientes y normales pueden convertirse también en asesinos. Por ejemplo, en estos casos de genocidio.
—En este tipo de casos, violaciones a menores y asesinatos de niños, sorprende muchas veces la reacción de los padres, y del entorno, de los agresores, justificando, apoyando y hasta aplaudiendo en ocasiones a sus hijos.
—Claro. Ahí estamos casi en lo que parecería como una explicación ex post facto —después de hecho— de por qué en primera instancia se convirtieron en criminales. Ahí estamos viendo precisamente que los padres no tienen ningún conflicto para proteger a unos hijos criminales, en lugar de tomar una decisión mucho más social. Celebrar los actos de violencia de sus hijos casi explica los actos de violencia mismos.
—No parece casual que en su obra los encargados de investigar por qué esos jóvenes han cometido el asesinato sean neurocientíficos y no policías.
—Por el narcotráfico y todavía más por el fenómeno de la migración. Quería ubicar la novela en la frontera sur, que es una zona mucho más desconocida en el imaginario no solo de México, sino también de fuera. Una frontera que los mexicanos olvidamos durante mucho tiempo, como si no existiera. Como si además el contacto con Centroamérica a través de Guatemala y Belice fuera irrelevante. Pero en los últimos años, sobre todo, con Donald Trump y ahora con Biden, no ha cambiado demasiado: Estados Unidos obliga a México a convertirse en una especie de policía en esa frontera sur, a detener y expulsar migrantes constantemente. En México ya no solo somos las víctimas de Estados Unidos en el fenómeno de migración, sino que nos convertimos también en verdugos.
—Un partido de béisbol por la televisión, una simple tarde de domingo en el jardín. Cuántos esfuerzos, cuántas vidas perdidas y lazos rotos, solo por anhelar algo que a muchos se nos antoja hasta aburrido. ¿Cómo podemos llegar a ser conscientes de todo el sufrimiento a que se enfrentan esos emigrantes ilegales que atraviesan México?
—Pues eso es lo terrible de lo que hablábamos, y también es un mecanismo de protección por parte del individuo y un mecanismo de exculpación por parte del poder. Este olvido de lo que sucede a nuestro alrededor constantemente. El individuo a veces no puede asimilar tanto dolor. Entonces, ponerse en el lugar del otro, sentir el dolor del otro, como decía Susan Sontag, se vuelve imposible cuando los números de casos son tantos. Entonces, ponerse ahí y experimentar indignación, dolor, etcétera, es difícil, se vuelve cada vez más complejo, pero es terrible que esto pase así, porque también es una forma de triunfo del mal y de la violencia.
—Una de las imágenes más salvajes que vimos en las redes este año fue la de un ranger, a caballo, dando «caza» a un emigrante. ¿Es tan brutal lo que permitimos que le buscamos eufemismos como «regreso asistido»?
—Claro, es terrible eso de «regreso asistido» o llamarle al programa «Remain in México» —Quédate en México— a lo que no es más que una forma de una violencia extrema frente a los individuos. En la mayor parte de los casos no están haciendo otra cosa más que arriesgar sus vidas para tener un futuro mejor para ellos y sus hijos, y los tratamos como criminales. Y eso es algo que no pasa solamente en México. Eso ocurre exactamente igual en Europa.
—La segunda trama de su novela reconstruye la vida sentimental de Luis Roth, muerto al poco de iniciar la investigación y que tenía una relación con la narradora, su alumna Lucía Spinosi. A cada nuevo paso que da descubre un nuevo dato oculto sobre su amante y mentor. ¿Son la mentira y la violencia vasos comunicantes?
—Sí. En esta novela se cruzan dos mundos, el de los neurocientíficos y el de los niños, con un tema que es muy latinoamericano, el del enfrentamiento entre civilización y barbarie. Nos parece que estos niños asesinos son unos bárbaros y que estos científicos civilizados van a ir a estudiarlos y aprender de dónde surge la violencia. Pero en la confrontación de esos dos puntos, pues Lucía —la protagonista de la novela— va a terminar por darse cuenta de que en realidad la civilización y la barbarie no están exactamente así de divididas, y que probablemente se parezcan más de lo que hubieran pensado al inicio, con los mismo engaños, mentiras y violencia en uno y otro lado.
—¿Cuáles son sus próximos proyectos de escritura?
—Y pues ahora que estoy acá viviendo en Madrid, estoy escribiendo un ensayo largo, no tengo más que eso, pero digamos, ahora estoy en él volviendo otra vez al lado del ensayo.
Los mexicanos que sacan conclusiones de su historia se cuentan con los dedos de una mano. Los demás echan balones fuera o esconden la realidad en el fárrago. Nunca he entendido las trampas en el solitario.