Durante muchos veranos Jorge Zepeda (Sinaloa, México, 1952) fue Miguel Strogoff. El correo del zar todavía ronda sus recuerdos de niño lector. Pero pasó el tiempo y Zepeda creó sus propios héroes. Los modeló con la arcilla de sus vivencias como reportero político en México. Incluso los bautizó, como si al darles nombre les asignara un destino y un escarmiento. Se trata de Los Azules, un grupo de cuatro periodistas que ya aparecían en su primera novela Los Corruptores (Destino, 2013), luego en Milena o el fémur más bello del mundo (Premio Planeta 2014) y a los que retoma en su más reciente novela, Los usurpadores (Destino).
Los Azules son, a su manera, justicieros a quienes la realidad pasa factura. Comenzaron con voluntariosa disposición y ahora confirman que la realidad siempre desafía. Siempre. Los oscuros manejos del poder magullan hasta a los mejor dispuestos. Y algo de eso hay en estos personajes. Si en Los corruptores el asesinato de una actriz sirve como telón de fondo para avanzar en la trastienda de los poderosos y en Milena o el fémur más bello del mundo se adentran en el mundo de la prostitución y las bandas ucranianas que operan entre Marbella y México, en Los usurpadores estos periodistas descubrirán los reveses de la relación entre los gobiernos y narcotráfico.
Convencido de que el policíaco es un género poco verosímil en una sociedad como la mexicana —¿un judicial haciendo preguntas acerca de sus jefes poderosos?, deja caer el autor con ironía—, Zepeda ha optado por el thriller político como un mecanismo para concentrar la realidad y despertar la sensibilidad del lector. Dar la gran fotografía que en los medios se fragmenta, empujada por la inmediatez y la actualidad. En el caso de Los usurpadores, Jorge Zepeda consigue crear un esperpento, el retrato más hiperbólico y menos amable de las sociedades minadas por la corrupción, la violencia y la impunidad. Ya lo dice el mexicano en esta conversación: “La realidad es peor que la ficción: en México, 43 estudiantes desaparecen sin explicación, y a la semana siguiente aparecen tres sujetos torturados en una zanja y a la siguiente una familia asesinada en su casa”.
El escenario de Los Usurpadores discurre en un México que podría perfectamente ser el de Francisco Peña Nieto, una sociedad sumida en el descrédito de las instituciones. Reina la corrupción y la violencia en casi todos los estamentos. Unos trepan y otros impiden que los demás consigan. En semejante paisaje, un personaje —no político— se abrirá paso entre conspiradores y cortesanos. Se trata nada más ni nada menos que un tenista, se llama de Sergio Franco, una especie de Rafa Nadal mexicano que se convertirá en confidente del presidente de México. Todo ocurre con un arranque espectacular: un atentado en la Feria del Libro de Guadalajara, justo unos días antes de las elecciones presidenciales mexicanas.
La clave está no sólo en la peripecia o el argumento, sin duda importante. Lo que llama la atención es el fresco político que Zepeda ha levantado a partir de esta trilogía y la intención moral que hay detrás de la creación de ese mundo en el que Los Azules se mueven. Ellos son el saldo deudor que acumulan las sociedades cuando se acostumbran a la violencia y el desgobierno. Después de tres novelas, sus propios personajes han pagado el tributo por haberse involucrado en el combate cuerpo a cuerpo con los poderosos y sus infamias. Es un precio alto, dice Zepeda: la pérdida de la inocencia. “Siguen siendo justicieros a quienes cada vez les queda más claro que frente a la magnitud de los demonios que enfrentan, necesitan las herramientas más efectivas de las que usan los demás. Han dejado de ser inocentes”.
La mañana barcelonesa transcurre amable, mientras Zepeda evoca su mundo ametrallado. Uno que podría estar en cualquier mapa, el de las zonas que se pudren con el tiempo. Y si de algo sabe Zepeda es de eso: del lento proceso en el que caducan los países y sus ciudadanos. Lo ha visto a través del periodismo, oficio que ejerce desde hace más de dos décadas. Fundador de los diarios Siglo 21 y Público, en Guadalajara, y subdirector de El Universal de México, dirige ahora el medio digital www.sinembargo.mx. Por eso no escatima Zepeda en obstáculos, aquellos a los que somete a sus personajes: las trampas y amenazas que la profesión a la que ha dedicado parte de su vida y que desde hace años levanta como obra literaria en sus novelas.
—En cada nueva entrega de la serie de Los Azules muestra a sus héroes cada vez más escarmentados. ¿Qué precio han pagado sus personajes al adentrarse en esta saga?
—La última novela, Los usurpadores, muestra la altísima factura que han tenido que pagar la opinión pública y los ciudadanos por el horror que nos ha tocado vivir en una guerra contra el crimen organizado, e incluso en una guerra entre los actores de ese crimen organizado. Nadie queda indiferente frente al bombardeo de noticias que dan cuenta de ello. Cuatro personas amanecen un día colgadas de un puente, luego aparecen ocho en una zanja, amordazados, y con señales de tortura; dos días después, una famita ejecutada en su lecho. Eso va produciendo dos cosas. Por un lado un adormecimiento al que la gente tiene que recurrir para seguir viviendo y por otro lado una especie de pesimismo e incluso cinismo. Cuesta trabajo sostener la esperanza cuando un proceso que parece tan largo no cambia.
—México está sembrado. De difuntos y de pesimismo, a partes iguales.
—En diez años han muerto cerca de 120.000 personas como saldo de esta violencia. Los Azules ya no son los cuatro amigos justicieros esperanzados y optimistas, un poco naive, que intentan responder al mal. Tres años y varias peripecias después, comienzan a preguntarse si enfrentarse a estos demonios obliga a recurrir a prácticas que no habían considerado antes y que cruzar el pantano o mojarse, impone sobre la propia conciencia exigencias que nunca habrían considerado.
—En México los hechos se vuelven inexplicables. ¿Cómo el thriller político ha permitido apuntalar ese camino que tiene como fuente esa realidad?
—El thriller político favorece una puesta en escena de la realidad mexicana, que aparece fragmentada ante el público. Un acto de corrupción por allá, una censura periodística acullá, 43 estudiantes desaparecidos otra semana. El thriller permite construir, gracias a sus propias herramientas, los vínculos entre un fenómeno y otro. El thriller y la novela policiaca recurren a una realidad exacerbada. Lo que sucede en una novela como Los usurpadores es inverosímil, o puede parecerlo. Pero el novelista simplemente intensifica y comprime en el tiempo esas realidades para hacerlas más visibles, e incluso para dar cuenta de las concatenaciones que existen entre unos hechos y otros, por eso el thriller es tan poderoso como instrumento de explicación.
—Cuando un país vive una hecatombe ciudadana no hay culpables, ni hechos comprobados y todo queda impune, ¿la novela se muestra más capaz que el periodismo para generar relato?
—No los plantearía de manera antagónica. Tienen distintos alcances. La mayor parte de la explicación periodística atiende a la inmediatez. Es su virtud y también su limitación. Para encontrar vínculos entre procesos complejos necesitas una dimensión atemporal que permite explicar cómo un acto de corrupción se vincula con otros fenómenos: desapariciones, asesinatos, torturas. El problema es que la inmediatez del periodismo te obliga a tomar placazos, una fotografía de lo que pasó ayer. Así que lo que ocurrió hace dos semanas no se puede resolver. El siguiente paso para el periodismo es el reportaje de largo aliento, y cada vez los presupuestos de los medios impiden hacerlo. El placazo se hace cada vez más placazo, más acotado, y la película construida a partir de esas instantáneas, y que incluye sus contradicciones, se hace más difícil. La novela permite dar cuenta de esa gran infamia que se teje con las otras.
—¿Desahucio periodístico?
—No exclusivamente, pueden hacerse reportajes de fondo, libros periodísticos…
—De los que usted lleva al menos una docena. Ha transitado esa vía. Los Azules están hechos con todo que quedó por fuera de su No Ficción.
—En buena medida sí. Pero a medida que los personajes cobran vida propia exigen una actualización. Sin embargo, buena parte viene de la realidad tras bambalinas de la política mexicana.
—¿Qué ve o qué no puede contar un periodista en México?
—Como periodista te enteras de cosas que no puedes publicar por falta de documentación, testimonios o grabaciones. Y en ese sentido hay algo más sobre la oposición entre novela y periodismo que tiene sentido retomar. Ambos, novela y periodismo, son imprescindibles. Y lo digo hablando del género thriller policíaco, no de otro. Hablo del thriller como ese género que retrata los tiempos que vivimos. Ahí es donde la novela tiene una capacidad de sensibilizar y conmover al lector. La capacidad de impactar es mucho mayor. Puedo hacer una nota donde cuento que cada año 15.000 mujeres son introducidas en España para prostituirse. El lector lo verá, pasará a la página siguiente y dedicará su atención al Madrid-Barça. Pero si invierto 400 páginas para contar la historia de una chica reclutada y sometida a esa explotación, si te metes en su cabeza y su espinazo, y experimentas con ella la degradación de los actos repulsivos a los que es sometida cada noche, es ahí cuando empatizas de una manera en la que la nota periodística nunca conseguiría hacerlo. De otra manera sería una estadística.
—Todas sus novelas ocurren en la cosa pública. La lucha de poder es su gran idea de fondo. ¿Es deliberado su fresco político? ¿Tiene una estructura mayor?
—Deliberadamente no me propongo hacer una novela de denuncia social o política, porque soy de los que cree que una novela que se propone una reivindicación puntual termina siendo mala literatura. Lo que intento es dar cuenta de la vida de personajes inscritos en la escena pública. Algunos me resultan entrañables, porque son un buen ejemplo de ciudadanos que sobreviven día a día en sociedades bárbaras. Eso desencadena todo el resto.
—La corrupción es otra de sus ideas fuerza. ¿Cómo se comporta el relato literario de ella?
—Tiene que ver con la narrativa entre las élites. El éxito profesional está cada vez más asociado a la acumulación de patrimonio. Es una antropología del poder que cuesta mucho trabajo describir periodísticamente. Un funcionario corrupto no se ve al espejo y dice: ‘Soy un ladrón, carajo’. Porque él, que se ha robado dos millones de euros, está convencido de que otro en sus zapatos habría robado ocho millones de euros. Así que él se considera una persona decente. El que comete un acto de corrupción, actúa o piensa como los ciclistas cuando se dopan: ‘lo hacen todos’. Hay una frase, terrible, de un político mexicano que describe esa situación: ‘Un político pobre es un pobre político’.
—¿Quién es el autor de tan contundente aforismo?
—Hank González, un patrón de la política, ya muerto. Era uno de estos prohombres que durante 30 años lo fue todo en México, excepto presidente: alcalde de Ciudad de México, gobernador de su estado, jefe de gabinete.
—Del PRI, asumo.
—Sí, del PRI. La frase no tiene desperdicio porque revela esa narrativa de la clase política. La idea es: la política es injusta e inmisericorde, en cualquier momento me puede dar una patada en el trasero. Es irresponsable no cuidar a mi familia ante el desierto que puede venir después. Hacerse con un dinerito es parte de esta función pública. Los sueldos son modestos de manera deliberada. Hay un consenso en el gremio de decir: hazte tu apartado. Ahí entran todas estas consideraciones. Periodísticamente es difícil dar cuenta de esta narrativa. He estado sentado con dos políticos que conozco, sé que tienen riquezas inexplicables y que ven entrar a un tercer político y dicen:’ese es un ladrón’. Lo que te dice eso es que entre ellos hay escalas, incluso códigos. Son ejemplos concretos, pero dan idea del uso del poder.
—El poder, en sus distintos grados … es una forma de violencia. En México hubo un punto de inflexión en esa dinámica. ¿Fue a partir de Felipe Calderón?
—Siempre estuvo el avispero pero operaba en las zonas donde no circulaba la gente. No involucraba a la población civil. Calderón gano por medio punto porcentual frente a (Manuel) López Obrador, con la sospecha de que se metió mano a los comicios. Su grupo llegó a la conclusión de que la única forma de dar un manotazo sobre la mesa y decir ‘aquí hay presidente’, fue atacar el narcotráfico. Se arrancó una guerra, por las peores razones posibles y sin ninguna preparación. Literalmente, salieron con un palo a pegarle al avispero. Creyeron que el ejército iba a resolver el asunto y despertó el dragón. El ejército ha pasado diez años de una región a otra del país dando piñatazos.
—Esta digresión política tiene una razón. ¿Ese punto de inflexión en la política mexicana corresponde al punto de inflexión que separa al Zepeda periodista del novelista?
—Más allá del narcotráfico, que no es el tema central de mis novelas, hay constantes que permanecen a lo largo de los últimos 20 años en México. Cosas que me interesan. Los usos infames del poder que como periodista he visto. Para mí ejerce una fascinación malsana la manera en que hombres y mujeres de poder lo ejercen detrás de bambalinas.
—Hay frustración en ese proceso, ¿cierto?
—Los periodistas vamos al parlamento a ver cómo se decide una ley y lo que vemos es una puesta de escena. Esa ley se decidió en un restaurante elegante con la presencia de un alcalde, un ministro, un abogado, un gobernador. Eso ocurre en todas partes, claro. Hay impotencia periodística. Vas al parlamento, haces las fotos, reportas el discurso, pero lo sustancial, lo que afecta a las personas, se decide en otro lado. Es muy frustrante para un periodista reiterar eso una y otra vez. Es por eso que la novela te permite dar cuenta de esa situación, de otra forma. La ficción te permite develar la realidad por otras vías, y eso es lo que he procurado hacer con Los usurpadores.
—Ahora que menciona la presencia indirecta pero no central del narcotráfico en sus novelas, ¿por qué lo ha decidido así?
—En otros países se percibe México a partir de la noticias que se abren camino, siempre son las más sangrientas y morbosas. Pero en México vivimos 120 millones de personas y casi todas sobrevivimos al narco. Lo que quiero decir es que la gente es capaz de hacer su vida al margen del tema. Nadie cree que nunca he visto una balacera, ni he sido asaltado, ni he visto a alguien desangrándose. También para mí el narco es algo que sucede en los periódicos.
—Ser escritor en México es un acto de valentía. Después de Octavio Paz, mejor meterse debajo de una mesa. ¿Cuáles son los autores que lo han traído hasta la escritura?
—En mi juventud leí mucho los clásicos latinoamericanos: García Márquez, Vargas Llosa, Fuentes, Rulfo para mí es mágico. Pero de unos 15 años para acá, lo dejé. El grueso de mis lecturas son anglosajones y europeas. Me estoy forzando a leer colegas latinoamericanos, pero mi impulso natural es leer la siguiente de Paul Auster. Incluso, sobre thriller político leo poco. Siempre me ha llamado la atención la novela negra, pero lo ultimo que he leído está más cercano a los nórdicos, que trabajan el aspecto más psicológico.
—Usted siempre dice, que la novela policíaca en México es inverosímil
—Lo digo, a menudo. Pero es verdad. Es muy difícil hacer novela policíaca en Latinoamérica o México, porque no existe el detective.
—¿No encontrará uno lo suficientemente loco como para ser honesto?
—En la novela europea todo está construido sobre un comisario o un inspector y en México no puedes vender la idea de un judicial honesto, valiente y capaz de investigar a sus propios dejes y llevarlos ante tribunales. Es que, sencillamente, no lo vendes. ¡No se cree! Pero tampoco consigues hacerlo con el recurso del detective privado. Sherlock Holmes, en México, al tercer día de extra haciendo preguntas incómodas contra los poderosos, acabaría en una zanja. Punto. Para un autor mexicano, venezolano, colombiano, es un reto la figura del justiciero. Es muy difícil encontrar a alguien a quien los demonios no lo atropellen. Por eso mi colectivo, Los Azules.
—¿Y la víctima? ¿Quién cuenta a la víctima en la literatura latinoamericana?
—En un país que tiene un baño de sangre permanente, la muerte se abarata. Es muy difícil construir 400 páginas sobre el enigma de quién mató a la rubia. La literatura es poderosa y lo consigue, pero en un país donde aparecen ocho asesinados sin explicación aparente, el misterio se diluye. ¿Fue o no el mayordomo cuando han desaparecido 43 estudiantes de manera inexplicable? Ya la prensa nos ha contado quién es cada uno. En ese contexto se requiere un talento infinitamente mayor para que nos comamos las uñas frente al misterio de quien convirtió en viuda a esta mujer o aquella.
—Se lo pregunté en una ocasión, pero ahora su respuesta sea quizá más contundente. ¿La novela negra tiene ideología?
—En un sentido político, no necesariamente. En otro sentido, diría que siempre es irreverente. La novela negra ahonda en las alcantarillas de una sociedad y la sola exposición de las alcantarillas es un acto ideológico. Políticamente puede ser distorsionada para justificar un discurso u otro, pero invariablemente, la novela negra o policíaca, va a la zona a esa dimensión de la barbarie en la condición humana. Es la zona que huele mal y que la gente bien no quiere ver, sí, tiene un carácter irredento.
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