José Ángel Mañas (Madrid, 1971) eligió el lugar donde habría de transcurrir esta conversación: un teatro cercano a la madrileña Plaza de España. Es un espacio diáfano, con mesas y butacas para beber algo antes de entrar a la función. Mañas espera sentado junto a un ventanal. El escritor viste americana de paño grueso y lleva un corte casi al rape. Su cabello canoso tiene aspecto de césped. Han transcurrido 25 años desde la publicación de Historias del Kronen, aquella novela finalista del Nadal, la que más se cita aunque él haya escrito dieciséis más.
A caballo entre España y Francia, José Ángel Mañas acumuló años de lectura y escritura. Buscó otros temas dispuesto a envejecer, algo que sus lectores nunca le permitieron, incluso sin haberlo leído. Al margen del arsénico del éxito y la celebridad, Mañas taladró con broca fina sobre la hoja en blanco de su biografía: leyó a Simenon y Céline, cubrió sus tatuajes con mangas de camisa, se esponjó como un pan y escribió media docena de ensayos y casi veinte novelas, la más reciente Conquistadores de lo imposible (2019), el libro que da pie a esta entrevista.
En las páginas de esa novela, Mañas despliega una ficción histórica que se introduce en la urdimbre de la conquista, un territorio en el que él cincela y golpea hasta arrancar de la roca del pasado el perfil contradictorio de personajes como Hernán Cortés o Núñez de Balboa, seres a los que resucita en el tapiz de lo ocurrido, no sin sucumbir a la manzana de la ficción, de la que echa mano para completar lo que los cronistas no pudieron o no quisieron contar.
De eso va, entre muchas otras cosas, Conquistadores de lo imposible (2019), una novela publicada por Arzalia Ediciones y con la que Mañas aborda, entre la epopeya y el realismo, el periodo que va desde 1492 hasta 1550, cuando tiene lugar el debate de juristas y teólogos conocido como la Controversia de Valladolid. De un lado Juan Ginés de Sepúlveda, que defendía el sometimiento de los indígenas, contra la tesis del sevillano Bartolomé de las Casas, que sostenía la racionalidad de los indios y abogaba por sus derechos frente al poder que ejercían los conquistadores.
En ese largo período de casi seis décadas, José Ángel Mañas recrea y coloca en relación a personajes como Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Diego de Almagro, Bartolomé de las Casas o Lope de Aguirre. Se propone reconstruir no sólo quiénes los acompañaron en viajes y qué encontraron en aquellas tierras, sino también sus rencillas, luchas de poder y, sobre todo, la naturaleza de aquella fascinación que los llevaba a regresar una y otra vez al Nuevo Mundo. No es casual, pues, la elección de un teatro para llevar a cabo esta entrevista. Más que de novelas, Mañas se precia de ser un creador de personajes, seres que hace propios y en los que sabe desdoblarse, como si de un escenario se tratara.
—Le preguntan por su pasado a cada rato. ¿La novela histórica tiene para usted algo de revancha? Algo así como «¿quieres pasado?, toma pasado».
—(Risas) Yo empecé con la novela histórica en El secreto del oráculo, con Alejandro Magno, hace ya más de 10 años. Aquella experiencia estuvo bien, pero me topé con muchos problemas, entre ellos el idioma y la geografía. Lo próximo histórico debía ocurrir en España, así que la siguiente la ambienté en 1936. Recreé la contienda día a día. El libro está por salir con Fondo de Cultura económica. Me quedaba 1492, probablemente la segunda fecha más emblemática para la historia española, porque es el comienzo del nuevo mundo. Quise hacer una novela ambiciosa y global. Empecé con Colón y conduje el clímax hasta la Controversia de Valladolid.
—Reúne a casi todos los personajes esenciales y se permite recrear sus rencillas y desencuentros.
—Lo que más me interesaba era plantearlos como una generación. Están unidos en el tiempo Bartolomé de las Casas, Núñez de Balboa, Almagro, Pizarro, Cortés o Cabeza de Vaca. La mayoría nació entre 1475 y 1485. Descubrí vínculos entre ellos. Por ejemplo, el diario de a bordo de Colón fue reescrito por Bartolomé de Las Casas, y en ellos cuenta todas las historias de la conquista, sus protagonistas y detalles. Núñez de Balboa y Pizarro coinciden, e incluso hay gresca. Pizarro lo detiene. No le corta la cabeza, pero roba el proyecto, porque Núñez de Balboa sabía que existía un imperio más al sur. Lo sugieren los cronistas, pero no está documentado. Justo eso me fascinaba: los vínculos entre ellos. Hay pocas recreaciones novelescas ambiciosas. Yo estudié Historia entre Madrid, Sussex y Grenoble. Eso te marca. Quizá por eso existe una cierta visión histórica en mis últimos libros.
—Vivimos en el tiempo de la reescritura de la historia. ¿Qué piensa de la que se ha montado con los 500 años de Cortés? ¿Una exégesis, no?
—Eso ocurrió también en 1992. Entonces se ensalzaba y ahora se denigra. Ambas dan una idea de cómo cambian los tiempos. Por ejemplo, si me preguntaran por la historia de Roma, diría que soy más de Cicerón que de Julio César. Pero lo que no puedo hacer es ningunear lo que hizo Julio César frente a Cicerón. Quizá Hernán Cortés no es el más simpático de todos, pero hasta que no llega él, la presencia española en América se circunscribe a las Antillas. Él asalta el continente con muy pocos medios y propicia un episodio que cambió el curso de la humanidad. Si no es por Hernán Cortés, tú y yo no hablaríamos el mismo idioma. Que somos 500 millones de personas las que lo hablamos. Eso es incuestionable.
—Y entonces, ¿qué hacemos?
—Lo que hay que ver es cómo se cuenta la historia. Si las Academias de la Lengua se pusieron de acuerdo entre ellas para ver cómo elaborar los diccionarios, las Academias de la Historia pueden hacer lo mismo para contar lo que ocurrió y consensuar una historia común.
—Si a España le cuesta consensuar su historia dentro de casa, quizá resulte ambiciosa esa tarea hacia afuera.
—No se trata de hacer conmemoraciones con bombos y platillos. Se pueden proponer unas mesas sobre lo que supone la figura de Hernán Cortés. En esta historia hay personajes de todo tipo, desde Fernando Guerrero, que se viste de azteca y lucha contra los españoles, hasta Cabeza de Vaca, que entra en Estados Unidos, de costa a costa. Esos episodios apenas se conocen.
—España ignora y olvida su historia. ¿A qué se debe? ¿Es desprecio?
—Más bien poco aprecio. Sencillamente no se valora y se desconoce. Pero sea una cosa y otra, la cuestión es que todo eso sucedió, no se puede borrar. La clave está en cómo se estudia. Creo que se puede hacer con corrección y justicia, colocando a cada uno en su contexto.
—No sé yo si esa es la tarea del novelista, pero usted se vuelca igual.
—Para mí estos personajes son fascinantes. La Malinche la que más: una señora que habla cuatro idiomas y sirvió de intérprete. Lo interesante es saber cómo tradujo, qué les dijo a unos y otros. Ella es la única que sabe lo que ocurrió ahí. Ella es la caja negra de la conquista. En México la consideran una vende-patrias, pero… ¿qué iba a hacer? Ya era esclava con los mayas. ¿Qué otra opción tenía?
—Su final es incierto, o al menos no se sabe exactamente qué pasó.
—Ella murió de manera misteriosa. Eso tendría que ver con la parte sombría de Cortés. Él, que ya había salido de España por un lío de faldas, se casó obligado en Cuba con Catalina Juárez, una mujer muy celosa y con mucho temperamento. Eso haría pensar que Cortés decidiera quitarse a La Malinche de en medio y terminara asfixiándola. Nada de eso está confirmado, pero quise jugar con ese factor, con que él tuviese algo con la Malinche.
—A Hernán Cortés le pasa lo que a Ricardo III. Tiene algo de asesino e incomprendido, una naturaleza ambivalente.
—Es un personaje complicado y complejo, porque Cortés toma decisiones que fundan el estado mexicano. Su recorrido es muy amplio, hasta el punto de que llega a California. Es un rebelde. En el fondo, todos los conquistadores se salen de la legalidad en un momento dado. En ese contexto se explica cómo Cortés se sale de la obediencia real. Se salta a Diego Velázquez, que es el gobernador de Cuba, funda Veracruz y se remite a leyes más antiguas para legitimarlo, porque no podía poblar. Hay dos momentos fascinantes de la conquista: la Controversia de Valladolid y cuando entra en Tenochtitlán. Descubren esta ciudad inexplorada, a la altura de Persépolis, Babilonia o Alejandría. Era como una Venecia americana. Cuando encuentra a Moctezuma y se abraza, se encuentran dos civilizaciones.
—¿Es la conquista el western del siglo XVI? Por aquello del hombre, el paisaje y el héroe al margen de la ley.
—Sí, hay muchos puntos en común. Con una diferencia: aquí había civilizaciones, y por lo tanto hay un choque intelectual. Es el debate de la colonización. Si lo comparas con el Código negro de Luis XIV es otra cosa. No digo que la conquista española fuese ejemplar, pero fue distinta. Que se diera la discusión sobre cómo se trataba a los indígenas plantea una amplitud de miras. Hay un debate intelectual interesante y poco conocido.
El cenicero de la juventud
Ha habido poca imaginación al momento de contar a José Ángel Mañas. De él se espera la perpetua chupa de cuero, el repertorio de drogas sintéticas y demás aditamentos que contó en aquella novela y las cinco que siguieron a Historias del Kronen. Lo evocan, una y otra vez en esa clave, como para atornillarlo al cenicero de la juventud. Quien lea sus libros y escuche a Mañas detenidamente, se llevará más el retrato de un hombre a punto de pronunciar un discurso de aceptación que el del debutante que bebió a morro de la novela realista.
Sus estudios en Historia, asegura, han condicionado su mirada, como si en lugar de novelas, Mañas dibujara ciclos: el que ya propuso en Historias del Kronen, una novela de culto que escribió con apenas 22 años y que se convirtió en el emblema de toda una generación hasta el punto de ganarse el título de clásico contemporáneo. Después de eso, publicó una decena de novelas en clave realista e incluso comenzó un histórico con El secreto del oráculo, un género que ahora retoma con Conquistadores de lo imposible.
—Después de Historias del Kronen, se marcha a Francia. ¿De qué forma la relación con la cultura francesa le permitió reinventarse?
—Mucho. Yo era de formación anglófila y ahí se generó un encuentro personal. Conocí a mi mujer, que es francesa. Eso me abre un mundo intelectual nuevo. En Francia aprendí dos experiencias: la de la literatura y la del comer. Es muy sofisticado. Hoy soy más afrancesado que anglófilo. Ha sido un proceso que ha durado más de veinte años. Descubrí de todo: a Simenon, Proust, la novela negra, de la que Francia es el centro de traducción mundial. La cultura española que ha trascendido es porque Francia la ha validado.
—No lo diga muy alto, le lloverán piedras.
(Risas)
—¿Todo aquello fue posterior al Nadal?
—Sí, ocurrió sin darme cuenta. El éxito tiene una cierta incidencia y yo no estaba preparado para eso. Al final me desmarqué. Al irme, rompí. Corté el grifo.
—Pero nunca paró de escribir.
—Hice muchas cosas. Entré en lo histórico, en el ensayo y sin embargo nunca conseguí escribir nada sobre Francia. Mi problema es que el diálogo vertebra mis novelas, y en Francia no podía descifrar el habla. Me gustan los ritmos, los acentos, la sintaxis. Por eso vuelvo, porque necesito el español. Soy muy madrileño, madrileñista y madridista —Mañas ríe—. De hecho, acabo de sacar en formato audiolibro una recreación del Madrid de la Movida, con diálogos. Y eso fue lo que procuré con el Madrid del XVII. Existen, por así decirlo, el madrileñismo Kronen, el Madrid contemporáneo y estas otras obras.
—Todas sus novelas están atravesadas por una escritura realista. Es uno de sus signos.
—Me interesan los personajes. De lo que me precio es de crear personajes. Para ser novelista hace falta una parte importante de actor, una capacidad de meterte en los personajes y desdoblarte. Y para mí la novela es un cúmulo de personajes con los que creo una anécdota. Lo que a mí me interesa es crearlos. La anécdota ya es otra cosa. Las invento a partir de ellos. Por eso digo que soy novelista, no escritor. Eso es otra cosa..
—¿Cuál es la naturaleza de los personajes que las impulsan y cómo los hace carne en la novela?
—Las novelas que más me gustan son las que salen a la primera. Normalmente trabajo en una primera versión muy rápida. Luego viene trabajar, reescribir: lo más difícil. Escribir es picar piedra. Es horrible. Para que sea preciso tienes que trabajar el lenguaje y hacer un esfuerzo. Esta novela para mí está bien escrita —dice con el gesto airoso de quien ha cazado un león—.
—Hemos sido poco imaginativos al contar la figura de Mañas. Mírese, escúchese: podría estar leyendo su discurso de aceptación en la RAE y no ser el Coupland español.
—(Risas) La gente se queda con una imagen… ya… —dice, intentando quitarle hierro al asunto—. Cuando salí era tan joven que ha quedado una imagen muy sesgada de lo que puedo ser. Lógicamente uno crece y hace otras cosas, pero tampoco….
—Entienda, no quiero entrar en la laguna Kronen, pero está ahí.
—(Risas) Esa es una es una apreciación, y bueno…
—Tiene casi veinte novelas, pero siempre hablamos de la misma. ¿Va a ser verdad que en España no se lee?
—(Risas) Se lee poco, sí… A mí esta novela me genera una satisfacción enorme, pero también exijo: a quien le interesen otras cosas, tendrá que leer esto y La literatura explicada a los asnos. Pero bueno, la época del Kronen tiene su encanto.
—Ya, pero no se le puede exigir que vaya usted perpetuamente con chupa de cuero…
—No lo sé… Cada cual piensa lo que…. A ver, yo lo llevo bien.
—Hasta el punto de reírse de ello.
—Con el tiempo he desarrollado mucho sentido del humor, especialmente para hablar de mí.
Hijo de bibliófilo caza novela
José Ángel Mañas es una versión algo más compleja y escurridiza del fotomatón noventero al que lo confina la mayoría. Él es alguien que acabó en la escritura empujado por la lectura. Pasó de los anglosajones norteamericanos al siglo XIX español, y de ahí al francés, cuya literatura conoce a fondo. Se trata de un arco lector de cuya riqueza y exhaustividad dio cuenta en las páginas de La literatura explicada a los asnos. Si hay algo en Mañas es exhaustividad, y esta conversación lo demuestra.
¿Cómo llegó a la lectura este escritor que ya a los veintidós podía presumir de haber cazado una primera novela del tamaño de un antílope, hasta el punto de convertirse en en clásico de un tiempo? Mañas creció en una casa en la que su padre, “ingeniero y fetichista de los libros”, dice él, tenía una biblioteca con 13.000 volúmenes. El mayor de sus tres hijos llegó a ellos prácticamente imantado por las historias que encontró en su interior. “Empecé por Salgari, los Tarzán, y también Dumas, que han sido las lecturas de formación durante dos siglos. Ya no se leen, pero durante muchos años todos pasamos por ahí”.
—Un escritor es, por encima de todo, un lector. ¿Cuál fue el libro en el que se descubrió como un lector a punto de cambiar de bando?
—Es difícil, porque en mí se da una circunstancia: los libros que me gustan no son los libros que me salen. Respeto enormemente a autores como Proust y Henry James, pero soy como Simenon. Esta gente es capaz de verbalizarlo todo, yo lo sugiero. Me tiran más aquellos artistas que tienen algo que yo no soy capaz de hacer. Salinger me entusiasma. El guardián entre el centeno… Si escribir bien es algo, es eso.
—¿Cuál fuese ese libro que lo inicia ya no en la lectura sino en la escritura?
—Yo me siento un escritor híbrido. En mi etapa de formación está por una parte el realismo español, que puede ser Aldecoa, Galdós, Delibes o el realismo de posguerra española, que tiene mucha calidad. Una parte de lo que quisiera escribir sería un cuento de Aldecoa. Luego está la literatura anglosajona realista, sobre todo Estados Unidos: Mark Twain, Whitman, Salinger y luego, los jóvenes. Brett Easton Ellis, en American Psycho, me descubrió muchas cosas. Esos serían los troncos de la primera etapa. En una etapa de sofisticación y crecimiento hay cosas más subterráneas. No me gusta lo verboso o lo barroco, soy muy escueto. Busco mucho a Céline, en términos del argot, o incluso a Sabina, alguien con un poder de síntesis tremendo. Las letras de Sabina se pueden leer en papel. Eso ocurre muy poco.
—¿De dónde proviene la impronta literaria y lectora?
—Mi padre es bibliófilo. Tiene una buena biblioteca, así que tenía los libros al alcance de la mano. Digamos que tuve suerte.
—Si a los 22 años publicó una novela de culto es porque venía muy bien leído, ¿no?
—Gané un concurso de cuentos. Fue el primer cuento que envié y fue importante, incluso más que el Nadal, porque me activó. El Nadal también fue enorme, claro. De hecho, no he vuelto a tener otro premio.
—Ha tenido uno con su nombre.
—Ya, pero eso fue una experiencia, una editorial francesa. Me parecía bonito el concepto.
—Volviendo a su fisionomía lector-escritor… ¿Qué lo lleva a los libros?
—Estaban en casa, en esa biblioteca de 13.000 volúmenes que tenía mi padre. Si no hubiese habido libros a mi alcance, no habría ido a buscarlos. Tuve esa suerte. Además, por alguna razón tenía permeabilidad hacia la palabra hablada. Es una faceta que no tiene que ver con la literatura, sino con lo oral, con mi faceta de actor.
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