José Balza fija la vista en las montañas de La Palma. Él es de esas personas que se sorprenden ante la naturaleza todos los días; quizás por eso escribió algo tan bello como esto: «El río se vierte en la ruptura de alas que un pescador desconoce tras de sí al pasar». Balza no suele tomar fotos con el teléfono móvil, pero esta mañana lo hace, quiere documentar esas montañas de dimensión extraña: unas elevaciones sombrías, con los límites muy bien marcados contra la claridad que emerge del cielo —me explica—. Una foto. Dos fotos. A la espalda el volcán, el que tanto dolor trajo a esta hermosa isla; en su cabeza, el Orinoco, también bello, también terrible cuando se desborda y se transforma en destrucción. Dos gigantes estáticos ante nuestros ojos que no dejan de moverse y que sólo descubrimos cuando llega lo inevitable. Balza llegó a La Palma para participar en el Festival Hispanoamericano de Escritores y para observarla. Ningún detalle de ella se le escapa. Este año el congreso canario rinde homenaje a Venezuela, que es lo mismo que decir que celebra la escritura del gran narrador del Delta del Orinoco.
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—Estamos en una isla y usted vive junto a un gran río como el Orinoco. Las personas que viven en el interior no comprenden esa complicidad con el agua.
—Esto es algo que descubrí a lo largo de los años: la literatura es una forma geológica. Es una geología, y por lo tanto está implicada en la presencia de las aguas. Los ríos son siempre la metáfora de la literatura, en el sentido de que las aguas parecen estar inmóviles, pero están fluyendo. Y esos ríos vienen de lo profundo de las tierras. Y a la vez, la tierra tiene componentes imprevisibles, rocas, polvo, arena, tierra… La literatura es un poco así: son capas, puestas unas sobre otras, de forma infinita. Y supongo que aunque el cielo lo veamos allí también tiene que ver con lo que emerge desde acá. La forma más superficial y simple de explicar mi vínculo con el agua es que nací a orillas del vastísimo, inmenso, Orinoco, un río que en algún momento puede tener veintitrés kilómetros de anchura. Parece el mar. Frente a mi casa siempre hubo alrededor de un kilómetro. A los 17 años escapé del Delta hacia Caracas. Estudié y luego comencé mi girar por la tierra, por el planeta; estar en cualquier parte donde me provocara en aquella época, si tenía el dinero para ir hasta allí. Podía ser Atenas, Samarcanda, Nueva York o Madrid, la ciudad donde fui muy joven. Pero siempre vuelvo al Delta, donde está mi familia, en el Orinoco. Esas aguas van conmigo a todas partes. Y son las aguas donde nada la multitud, los millones de seres humanos, sin que lo sepan. Ellos nadan en esas aguas que, al fin y al cabo, son también geología. El vínculo está ahí.
—Las coplas de Jorge Manrique.
—Exactamente.
—¿Cómo fue su infancia en un lugar donde la naturaleza es la que manda?
—Si naces allí no puedes saber que eso es salvaje (risas). Esa es tu vida, esa es tu naturaleza, tu medio. A medida que el tiempo pasa y vas a otros lugares, a las ciudades, descubres que aquello es salvaje. Allí todo sigue siendo igual que cuando yo nací, excepto la capital, que se llama Tucupita. Ahora tiene calles, televisión, Internet —de muy mala calidad—, pero lo demás sigue igual que hace millones de años. Los vastos ríos, la selva inmensa, los animales que ya no sabemos cuáles son… Hubo un autor venezolano llamado Rómulo Gallegos que escribió novelas contra la selva. Una de ellas se titula Canaima; una obra muy hermosa, como todo lo suyo. Al leerlo me interesó, pero también sentí que no era cierto: la selva era la vida, porque yo era la selva, yo soy la selva. Él la veía desde un punto de vista citadino, ciudadano, como a una enemiga. La selva no es la enemiga; es peligrosa, pero las ciudades también son peligrosas. Esta idea de la naturaleza como barbarie no la acepto. Me parece que la naturaleza tiene sus leyes propias, una civilización particular. Hay que haber nacido allí o ir a entregarse a ella para entender el ritmo de esa naturaleza.
—También usamos esas palabras en las ciudades: «la jungla de asfalto», «la ley de la selva»…
—Esa es la terminología. Pero el peligro en las selvas es más previsible que en las ciudades, donde uno no sabe realmente lo que puede suceder.
—Vivir en un sitio como el Delta del Orinoco también crea una relación especial con las estrellas.
—Esas infinitas capas de estrellas… (piensa) Es muy conmovedor y hermoso, pero eso es algo de lo que tampoco se da cuenta uno cuando vive allí. Tienes que alejarte para darte cuenta de que ese es el cielo, esas son las estrellas y que tú eres parte de eso, que vas al ritmo de la luna, de la caída del sol.
—Usted fue el primer venezolano en depositar su legado en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes. ¿Qué supuso ese reconocimiento?
—Lo primero, fue una gran sorpresa saber que había una Caja de las Letras (risas). No sabía que eso existía. Fue un proceso muy emocionante: bajar al sótano, ver que en las cajas donde alguna vez hubo un tesoro de dinero ahora había otro diferente, los regalos de los escritores. No puedo revelar lo que puse allí. La caja se abrirá dentro de 40 años. Todo lo que hice en ese acto fue simbólico. Es un homenaje secreto a un escritor venezolano genial, que desde muy jovencito hablaba doce, trece idiomas. Era tan solitario que aprendió todas esas lenguas, tanto clásicas como modernas. Lo llamaron de la Cancillería y allí trabajaba como traductor. Era muy inteligente. Acabó suicidándose. Coloqué en esa caja algo que tiene que ver con él y por eso pedí que sea abierta dentro de 40 años. Todo esto de las cajas y el legado de los escritores me parece una idea brillante.
—Ha escrito más de cincuenta libros, y de ellos más de veinte fueron ensayos. ¿Es este el género en el que se encuentra más cómodo a la hora de escribir?
—Me tomo la literatura como un placer, como una manera de explorar a las personas que tengo próximas, queridas o no queridas. Los géneros —no practico la poesía, no me atrevo, la respeto mucho—, vamos a llamarlos así, sea el cuento, la novela, el ensayo… son formas de gratitud con la vida, de penetración en la vida, de acercamiento a los seres. Esto no significa que no haya gente que me odie por lo que escriba, porque a veces se reconocen en mis libros. Me siento cómodo con los géneros que elegí para trabajar. Me gusta escribir el cuento por su brevedad, por su revelación única. Este tipo (señala el libro que ha traído consigo a la entrevista)…
—Gospodínov.
—Es un buen cuentista, interesante, muy practicante de lo que llamamos la fragmentación. En cambio, la novela es una forma más acuática de rodear la sociedad, de penetrarla y revelarla. El ensayo lo practico desde siempre. Sin darme cuenta. Son cosas que uno hace sin advertirlo. Tú sabes después de haberlo escrito de qué se trata, antes quizás no. Con el ensayo tengo un particular deseo y preocupación. El príncipe de Lampedusa decía que los gobiernos debían tener como primera ley la obligación de que todas las personas escribieran su autobiografía. Pensaba que de esa forma seríamos mejores. Eso es casi imposible, porque mucha gente no quiere escribir; no necesita hacerlo, sólo vive, que ya es escribir su vida. Ahora, en cambio, sí pienso que si los autores de todos los pueblos del planeta escribieran ensayos seríamos mejores. Porque el ensayo es una reflexión. El ensayo está constreñido a un foco en el cual tú desplazas temas, propones ideas o buscas alguna vía, no como una solución, pero sí como una posibilidad de salvación. Pienso que en América Latina, y sobre todo en un país como Venezuela, si se escribiera más ensayo quizá no tendríamos estas situaciones contemporáneas.
—Su obra está definida con la denominación de «ejercicios narrativos». ¿Se ha sentido más cómodo frente a lo canónico, o fuera de lo canónico?
—Los ejercicios narrativos no son una oposición a la ley literaria, ni una oposición a Aristóteles, ni al canon. Los ejercicios son un complemento, una manera de ampliar el canon, de hacerlo más flexible y, por supuesto, de darte libertad como creador. El ejercicio tiene que ver con la natación, con nadar las aguas, eso siempre está conmigo. La escritura te permite esa libertad natatoria. No es exactamente una actitud contra algo, sino una actitud de transformación: vamos a darle libertad al canon. Por lo tanto, puedes escribir un cuento empezando por donde te dé la gana, comenzarlo y ya resolverás. Es una libertad, quizás pueril, o quizás no; puede que sea filosófica.
—Enfocar el problema desde otro punto de vista diferente, desde otro camino.
—Sí. Tú puedes escribir un cuento —este hombre, Gospodínov, a veces lo hace— que parezca un ensayo. Ya hubo autores clásicos como Heliodoro, como Calímaco, en el siglo III a.C., que ya estaban escribiendo textos que pueden parecer reflexiones aforísticas, como se dice hoy, y sin embargo eran poemas. Ya había una libertad. Lo que hice fue robar la expresión «ejercicio», que es más fácil de reconocer que un término en latín o en griego. Simplemente ejercicio. La palabra para aplicársela a la literatura no es mía. Es de un escritor venezolano llamado Guillermo Meneses. A él fue a quien leí primero lo de «ejercicio narrativo». Lo hizo una vez en los años 50 y no lo volvió a repetir. Y yo tomé esa expresión para ser fiel a la escritura de mi país.
—Háblenos de la Caracas de los 60, de esos inicios literarios marcados por la vanguardia.
—No puedo ser exacto geográficamente. Para mí lo que existe es la literatura, y ella no tiene ni país ni tiempo. Acabo de nombrar a Calímaco, pero también puedo citar a Lucrecio. Para mí ellos son tan contemporáneos como puede ser cualquier autor de hoy, como pueden serlo también Joyce, Proust o Kafka. La Caracas de aquel momento, la de mi juventud, era habitable, grata, vivible. Cuando estuve en Caracas empecé a darme cuenta de lo que era el Delta, donde comencé a escribir ya con 6 o 7 años. Lo hacía porque me enseñaron a leer muy tempranito en la selva. No tenía nada más que hacer que no fuera leer, y lo hice: a Julio Verne y a otros autores. En Caracas me doy cuenta de que vengo del Delta y de que puedo escribir. Mi primer «ejercicio» es una novela, que se llama Marzo anterior, y cuyo protagonista lucha, vive y se contradice entre la selva y la ciudad, aunque yo no tenía la intención de ubicarla geográficamente. El protagonista es un niño que dialoga con un hombre mayor; sólo al final te das cuenta de que no son dos personajes, sino que es el mismo. No hay posesión del tiempo cronológico, ni geográfica. Es algo que se me ocurrió a los 18 años y terminé a los 23. Es una novela que no dejo que se vuelva a editar porque no me gusta; era muy niño, pero la estructura era audaz e interesante. La escritura de esa obra era limpia porque había aprendido a escribir desde pequeño y porque leía mucho. La escritura no tiene patria, se mueve por el mundo, gira por el mundo, la selva, los ríos, el mar, las ciudades… Entonces no es tan geográfico el problema de las ciudades y de la escritura, lo es del hombre.
—Cuando uno lee por primera vez sus obras se sorprende de la musicalidad de los textos. ¿Es una obsesión conseguir ese efecto?
—Amo la música. Me gusta mucho la música, toda, desde el rock más insoportable hasta un cuarteto de Brahms. Cuando voy a Nueva York no voy a los grandes conciertos en el Metropolitan, vestido de gala, a mí me gusta ir a los ensayos. Son muy baratos, unos seis dólares, y ves a los grandes directores preparando la orquesta para el concierto que será dentro de una semana. Es interesantísimo. Entonces me gusta mucho ese tipo de experiencias, pero no sé si la música se traduce o se filtra en mi escritura. No soy consciente. Lo que necesito es creer que he dicho lo que he pensado decir, que el pensamiento sea limpio, preciso, aunque siempre termine en la ambigüedad, que es algo inevitable.
—¿Por qué quedó Venezuela al margen del boom?
—Venezuela siempre ha dependido de un producto durante su historia. En siglos anteriores fue el café, luego el cacao, junto con las minas de oro y diamantes —estas en menor escala— y también la producción de plumas, que utilizaban las cortes europeas. Algunos de los colores, un azul o un verde, utilizados por Tiziano en sus pinturas venían de Venezuela. Nosotros teníamos componentes vegetales y animales de primera categoría. Más tarde, Venezuela estuvo sujeta al petróleo en el siglo XX. La riqueza de Venezuela es proverbial. Todo el mundo hablaba de ella, hasta ahora que estamos en una situación distinta. Pero ¿cómo darse cuenta de que vivías bien si lo has hecho toda la vida?
—Lo que decía antes: cuando se va del Orinoco es cuando comprende la grandeza de esa naturaleza.
—Exacto. Ahora sabemos qué es la pobreza. ¡Cómo va a ganar un profesor universitario, que es mi caso, 20 dólares al mes! ¿Qué es eso? ¿Por qué se eliminaron los sueldos? ¿Por qué hay un Estado que paga lo que le da la gana? Durante un siglo, y más, el petróleo facilitó el trabajo, permitió ganar el sueldo correspondiente a tu trabajo. Esto hizo que ningún escritor necesitara irse del país durante el siglo XX, sobre todo a partir de los años 40. ¿Qué escritor necesita irse de su país cuando tiene una vida adecuada allí? No teníamos grandes editoriales, pero las había, y también periódicos. El escritor venezolano no necesitaba emigrar como los otros autores latinoamericanos que fueron a España en esa época. Hay un factor determinante para quedar al margen: la condición económica del autor venezolano. Esos escritores tuvieron facilidad para publicar y permanecieron casi siempre en su país. El legendario Rufino Blanco Fombona vino a España por problemas políticos, le encantó su nuevo país e hizo vida aquí. Ramos Sucre —al que mencioné antes— vino a Europa por su trabajo de traductor; se suicidó en Ginebra. Los escritores que se marcharon lo hicieron por persecuciones políticas. Ahora la nueva situación provoca que los jóvenes emigren. Están por todas partes.
—Rodrigo, Karina…
—Todos son buenísimos exploradores de la escritura con un gran reto encima: continuar una literatura de gran calidad, que no es tan conocida como otras, pero que está ahí, y ellos lo saben.
—Son casi ocho millones de venezolanos los que han salido del país. Usted sigue viviendo allí. ¿Cómo ve esta situación?
—No tengo poderes mágicos para decir qué puede pasar, qué va a ser. Yo creo que se impondrá la justicia alguna vez. Eso es todo.
—Quería terminar con una curiosidad. En la solapa de Afinaciones aparece usted en una foto bajo un cartel de la película El séptimo sello, del director de cine Ingmar Bergman. ¿Casualidad o admiración por ese film?
—Cuando llegué a Caracas en el año 1957, yo tenía 17 años, estaba de moda Bergman en la capital y entonces comencé a ver sus películas. Muchas de ellas me interesan todavía, otras ya no. Y en un cine de barrio vi un cartel de El séptimo sello. Esperé que fuera la madrugada y me lo robé (risas). Y ese es el póster que tú estás viendo. Lo mandé a encuadrar y está en mi cuarto.
—¿Con qué ejercicio narrativo está ahora?
—Siempre estoy trabajando. Me gusta mucho tomar notas para escribir aforismos. Creo que en ese libro —Afinaciones— hay aforismos en algún momento. Eso es algo que he hecho toda la vida y lo sigo haciendo. El ensayo me gusta trabajarlo porque siento que tengo deudas; creo tener una con los novísimos escritores venezolanos. No sé si tendré tiempo para escribir sobre ellos porque es algo que no puedo hacer superficialmente; tengo que leérmelos completos. No creo que vuelva a escribir novela. La novela exige un periodo de incubación, de concentración. Para mí lo más importante en una novela es el cuerpo, la composición, lo que llaman a veces estructura. Es un montaje cinematográfico. El desarrollo de la historia exige mucho. Eso no se puede hacer de un mes para otro.
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