José Belmonte Serrano ha ganado el Premio de Poesía Dionisia García, organizado por la Universidad de Murcia, con el libro titulado Tal vez los años ya no tengan octubre, presentado bajo el seudónimo Admunsen. Este galardón está dotado con 1.500 euros. El libro elegido en esta edición será publicado en la Serie “Aula de Poesía” de Editum durante el primer semestre de 2025.
A esta edición se han presentado 107 poemarios de distintos países (Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, Guatemala, Méjico, Perú, Venezuela; Francia, Dinamarca, Estados Unidos, Israel) y de gran parte de la geografía nacional.
José Belmonte Serrano (Murcia, 1957) es profesor de Literatura de la Facultad de Letras de la Universidad de Murcia. Columnista y crítico literario del diario La Verdad y de la revista digital Zenda, también es colaborador en Radio Murcia de la Cadena SER. Ha participado como conferenciante y profesor invitado en universidades de los Estados Unidos, Canadá, Suiza, Irlanda, Gran Bretaña, Francia e Italia. Es autor de los libros de poesía: Tan acostumbrados a morir, Secretos de la memoria, El espejo de Larra y Se está haciendo de noche. Paulina (La fea burguesía) es su última obra en verso. Ha realizado monografías y ediciones críticas de autores como Luis Coloma, José Gutiérrez-Solana, Francisco García Pavón, José Luis Castillo-Puche, Juan Marsé y Arturo Pérez-Reverte. Ha publicado más de un centenar de artículos de carácter científico en revistas europeas y americanas sobre narrativa española e hispanoamericana. Es miembro de la Asociación Española de Críticos Literarios y vicepresidente de la Asociación Murciana de Críticos de Arte.
Belmonte Serrano comenzó a escribir este poemario justo a raíz del nacimiento de su hija Bárbara Joyce, nacida el 2 de enero de 2024, “aunque ella no sea la protagonista y sólo aparezca de refilón en estos versos”, comenta el autor, que añade que “fue ella la que me proporcionó la lucidez, ese instante luminoso que te sirve para escribir, para avanzar en una obra».
A continuación reproducimos dos poemas incluidos en Tal vez los años ya no tengan octubre:
ATARDECER DE PARÍS, AÑO 1463
Escuchadme bien; ayudadme si os place:
Sólo perderéis el tiempo de la espera.
François Villon
El hombre que cruza a paso lento, con aire cansado,
vestido de burdo paño, la Puerta
de Saint-Jacques, erigida sobre el río Sena
hace más de dos siglos por un rey
aguerrido y valiente de la dinastía de los Capetos,
a la hora en la que el frío sol dora
con su luz los hermosos edificios, las cúpulas
de la ciudad,
no sabe, aunque su herido corazón
lo desmienta, que esta será la última vez que París
escuche el ruido
de sus pasos el tiempo que le resta de vida.
Así que no habrá quien le cierre los ojos en la hora postrera,
ni ponga una cruz sobre una tumba con su nombre:
“Aquí reposan los huesos, convertidos en polvo
y ceniza, de François Villon que pasó a la otra orilla,
empujado por el odio de sus enemigos”.
Por eso procura no volver su rostro ni poner los ojos
en el lugar donde sabe que estuvo su casa,
-y en ella su madre, de manos finas y suaves-,
para que nadie le vea derramar
ni una sola lágrima.
El hombre, que ha visto cumplidos sus treinta años,
que advierte que su organismo es como el de un anciano,
una llaga purulenta y mártir
que ha sufrido todas las enfermedades del cuerpo
y del alma,
siente placer al recordar que en una exigua mochila
guarda sus últimos poemas.
En ellos, el hombre, por un prodigio de su imaginación
desatada, se ve a sí mismo
suspendido de una cuerda
que se balancea de un sitio para otro,
como un baile alentado por el diablo,
a merced del caprichoso e inhóspito viento.
Y ruega a sus hermanos, con los ojos ya vacíos, picoteados
por urracas y cuervos,
desnudo como un gusano,
que no se rían de su mal -podría sucederle a cualquiera-, que recen
al Príncipe Jesús para que lo absuelva de sus muchos pecados,
de haber dejado penetrar en sus tripas la mala cerveza
y el vino nuevo a chorro vivo, de no haber creído
que un cisne blanco es un cuervo negro,
de haberlo ganado todo y estar como quien pierde,
de haber proclamado, ante reyes y papas,
que nadie es dueño
de lo suyo.
De su desmedido fervor por las golosinas y los placeres,
por las damas
de muslos impecables, de bellos labios de carmín.
Y de su secreta inclinación
a escribir versos.
***
DON BENITO PASEA POR LA CALLES DE MADRID
El hombre que se mira al espejo, casi de pasada,
sin detenerse demasiado a observar esa figura
que ya se sabe de memoria,
que va camino de los sesenta años,
con la tez tempranamente surcada de arrugas, los labios secos,
se atusa con los dedos el bigote, que tanto le cuesta mantener
a raya para darles carácter a unos ojos achinados, escrutadores
e inquisitivos.
Después, se lía la bufanda al cuello -los inviernos
de Madrid son muy fríos
y el viento que viene de la sierra es helado, entumece los pies
y las manos, congela el alma-,
se acomoda en su abrigo, casi recién estrenado, se ajusta
el sombrero, acaricia
a su perro, leal y untuoso, que le sale al paso, que lo mira
como a un dios al que adora,
y sale a la calle. No es aún muy tarde y los crepúsculos
siempre le inspiran. Por el camino, en su deambular errante,
detiene su mirada en las casas, en los patios
y corralas de ambiente humilde y chismoso,
en donde se percibe un profundo olor a agua jabonosa,
a fritanga, a verduras puestas a cocer. Examina las barricadas
de chiquillos, de dientes blancos como la leche, de labios
rojizos como cerezas. Repara en esas mujeres tempranamente
envejecidas, desmejoradas y cloróticas,
con faldas de percal rameado
que tan bien les sientan -porque cuando uno está alegre
los objetos se revisten de una maravillosa hermosura-,
ceñidas a esos cuerpos que el tiempo irá desordenando
sin piedad alguna,
porque ni siquiera los ángeles andan por la tierra
sin dar un traspiés a cada paso.
Atraviesa la calle de Cuchilleros, y el hombre
no puede evitar sentir un leve vuelco en su corazón,
un rumor sordo que le mantiene alerta.
Madrid, también lo sabe – ¿quién podría saberlo mejor que él
que lleva el alma de la ciudad prendida en su corazón? -, es un lugar
de abstinencia y mortificación y el amor más sublime
es el más discreto.
Así que el hombre, que ha parado un instante,
levanta sus ojos y los dirige hacia un balcón
cercano, y cree haber visto a través del cristal de una de las ventanas
un rostro ridículo, enclenque, sin belleza ni gracia alguna, de ojos
fugaces como una estrella que emite su último fulgor.
Y piensa en esa manía suya, incorregible y grosera,
que tantos disgustos le ha costado,
de meter siempre la nariz en la eternidad.
Por eso se acuerda de Maximiliano, que le inspira el mismo cariño
que el de un niño enfermo, desahuciado.
Cómo olvidarse de Maxi, que cuando por fin logra conciliar el sueño,
sueña que es un hombre,
ese que siempre quiso ser nada para serlo todo.
Y le vienen a la memoria
los versos de aquel poeta sabio que recomendaba ver
el mundo en un grano de arena
y el cielo en una flor silvestre.
Un hombre de su edad, reputado escritor, novelista
consagrado, debería ponerse a las órdenes de la razón,
hacer caso omiso
a los pálpitos engañosos y débiles del alma traicionera,
no exhibir tanto sus debilidades y mostrarse duro e intransigente
con sus criaturas, que sólo son invenciones,
un laberinto de anhelos rotos.
Lástima de corazón echado a los perros -la frase
suele repetirla en más de una ocasión al cabo del día-.
Pero sabe que toda víctima es por sí cautivadora y que los buenos
se aniquilan, ellos solos, en la esterilidad.
Y sabe, además, que nadie debería reírse de nada,
que todo lo que pasa -en alguna parte lo dejó escrito-,
por el hecho de pasar, ya merece un respeto.
No pienses, y no temerás nada -insiste para darse ánimo,
para hacer más liviano y entretenido su camino
de regreso, ahora que el frío
arrecia-. Y trata de apoderarse del silencio ajeno, porque los sueños
hieren el corazón más que la propia realidad. Porque la ficción
es lo que duele. Y también lo que enseña.
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