El Transiberiano abandona lentamente la estación. En el compartimento, un desconocido vestido con sencilla elegancia fuma un cigarrillo turco en boquilla de marfil y lee una edición francesa de La edad de la inocencia. Con gentileza, al ver entrar a la dama y tras ayudarla con el equipaje, vuelve a ocupar su sitio. Sonríe amablemente y retoma la novela, que sostiene usando uno de los dedos como punto de lectura. Se detiene sin llegar a abrirlo, como si algo al otro lado de la ventanilla le llamara la atención.
—»Desprecio los países coloniales, dueños sólo de la maravilla de su naturaleza, que no han sabido ni siquiera procurarse un Teócrito» —le dice el caballero, señalando la góndola que ilustra la portada del libro.
—»…me asquean los días pasados en hamacas, con ropa de lino, en ciudades sin tiendas; me asquean la caza de fieras salvajes, los regios palacios de la India y las ciudadelas de Australasia, donde no hacía más que pensar en ti, en ti, Europa” —concluye la dama sin dificultad, mirándole fijamente.
—¿No le parece una pequeña boutade de Monsieur Valéry? También hay niebla y bibliotecas en el Lejano Oriente.
—E incluso fragmentos de esa Europa en los lugares más insospechados, sobre todo desde que podemos alcanzar sus confines por los caminos de hierro del Transiberiano —ella sigue sonriendo, enigmática—. Se dirige usted a Vladivostok, supongo —concluye, como si fuese algo evidente.
—Así es… ¿Cómo lo ha sabido? —el caballero, curioso, ha abandonado su libro sobre el asiento, perdiendo definitivamente la página señalada.
—Elemental —ella no deja de mirarle a los ojos—. Lleva usted un rododendro en la solapa.
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Hay lectores que aún mantienen viva aquella Europa y autores que desempeñan el papel indispensable de reescribirla cada vez, como guardianes de una memoria en peligro de extinción. Uno de esos autores es José Carlos Llop (Mallorca, 1956), con quien hoy charlamos a propósito de la publicación en la magnífica editorial Fórcola de su último libro, que reúne el total de sus terceras de ABC.
—Este compendio de artículos periodísticos, titulado Vladivostok, muestra al lector el corte geológico de una vida como escritor y lector; el territorio literario de José Carlos Llop.
—Sí, creo que mi querido amigo Juan Manuel Bonet lo resumía el otro día en forma de lista, tal vez pensando en mi gusto por ellas: el cráneo de Mozart, las Wunderkammer, la Mitteleuropas de Márai, Zweig y Roth, el hecho de no alcanzar Polonia, el cafetín de Pierre Loti en Estambul, el inevitable Transiberiano, la imposibilidad de amar de Wong Kar-wai, la España de los Austrias condensada en el Museo del Prado, la guerra de las esquelas, los agentes secretos, los cafés del Palais Royal, el hotel de la Louisiane, Morand, Larbaud, Pierre Le-Tan…
—Ese mundo y esa Europa están en todas sus terceras de ABC.
—Sí, pero desde un margen casi fronterizo, porque en todos los capítulos subyace la conciencia de que hemos poseído todo aquello durante un breve período de tiempo, y ahora lo estamos perdiendo.
—Vladivostok es prácticamente un mapa de los afectos agrupados en torno al nombre de una ciudad que casi todos pronunciamos mal a la primera (risas).
—Bueno, supongo que el truco de la pronunciación está en el hecho de que algunas generaciones, entre las que se cuenta la mía, lo habíamos estudiado en geografía. Recuerdo que en los colegios teníamos las “concertaciones”, que consistían en poner un mapa de Eurasia sin nombre ninguno detrás de la fila de alumnos mientras los padres miraban sentados en la platea del salón de actos. Entonces, al ritmo del puntero del profesor sobre aquel inmenso mapa mudo, nosotros íbamos diciendo la siguiente cordillera, el siguiente río, el siguiente afluente, el siguiente país, la siguiente ciudad…: la China, la Argentina, el Perú…Aquellos artículos, hoy desaparecidos, parecían conformar un mundo diferente, más lejano y misterioso. Literario, podríamos decir.
—El final de aquel escritor que nace memorizando los mapas mudos, ¿es Mallorca o es Vladivostok?
—No tengo ninguna curiosidad por plantearme el final de mi vida. Confío en que la cabeza me retire tarde (risas). La metáfora de Vladivostok para acabar está muy bien, y una isla, que es mi isla natal, Mallorca, también. De todas maneras, un lugar no se concibe sin el otro en mí.
—¿Cómo se condensa aquella vieja Europa en una mesa de escritor de Mallorca?
—Bueno, lo tenemos más fácil que los de León.
—Eso es un titular, ¿lo sabe usted?
—Pero es que es la verdad. A principios del siglo pasado hay ya una colonia de artistas extranjeros cultos y adinerados que vienen a conocer la isla, en un enriquecedor paralelismo con el descubrimiento de la Costa Azul y más tarde de la Costiera Amalfitana… Mallorca está ahí hasta que llega la guerra y lo trunca todo, y de nuevo en los años 50 renace con fuerza, como si solo hubiese estado dormida mientras duraba la pesadilla. ¡Pero si mis abuelos se cruzaban en los años 20 con D. H. Lawrence por la calle! Y en los 30 con Paul Morand. Y en los años 50 mis padres se cruzaban con Errol Flynn. Eso es algo que desde luego no pasaba con cotidianidad en León. Ni en Burgos. Y después Robert Graves se instaló en Mallorca y también Anglada Camarasa y sus muchos discípulos. Todos ellos, sus obras, su vida, sus amantes, su literatura, su creatividad y su mirada configuran un mapa de esta isla que ha dejado un legado único en un momento decisivo de la historia de Occidente.
—Pero no sólo había memoria, también modernidad.
—¡Desde luego que sí! No nos sorprendimos mucho de los primeros bikinis, ni de que Grace Kelly y Rainiero de Mónaco vinieran a pasar unos días de su luna de miel a Mallorca. Date cuenta de que ya en los años treinta el príncipe de Gales y su amante, Wallis Simpson, habían estado comiendo en Formentor. En fin. El árbol genealógico de esta isla singular ha sido rico y variado, y eso para un escritor es savia de primera magnitud.
—Mallorca es para usted casi un personaje, como la Alejandría de Durrell.
—Efectivamente, yo he reconstruido mucho ese personaje, que podría estar entre la Alejandría del Cuarteto y aquella Trieste vacía del Imperio Austrohúngaro. Incluso geográficamente, mi Mallorca queda en mitad de esos dos polos literarios.
—¿Es hoy aquella Europa solo literatura, una especie de Wunderkammer de recuerdos?
—Pienso que culturalmente sí tiene algo de Wunderkammer. Ahora bien: vitalmente, por apagada que esté, creo que aún podría tener capacidad de reacción.
—¿De verdad lo piensa?
—Quiero pensarlo. Fíjese. Siempre ha sido la propia cultura europea la que nos ha salvado de los males que Europa misma ha generado. Es decir, Bach nos salva de todo, Vermeer nos salva de la vida cotidiana, y etcétera. Quiero pensar que puede seguir ocurriendo.
—Pero cuando las generaciones capaces de evocar todo eso desaparezcan ¿quién salvará a Europa?
—Bueno, es cierto que la posmodernidad y el relativismo están haciendo un trabajo muy eficiente en favor de la desmemoria, al inventarlo todo y mezclarlo en un batiburrillo de baratija, como si todo valiera.
—Pensándolo bien, los fenicios hicieron eso mismo en su momento y crearon una Europa mezclada y nueva.
—Sí. La diferencia es que los fenicios estaban inaugurando el mundo, mientras que la posmodernidad y el relativismo lo están liquidando.
—¿Qué es más útil para Llop literariamente hablando, el orto o el ocaso?
—Sospecho lo que te habría contestado con 20 años, pero ahora te diría que el hecho de levantarse cada día, abrir las persianas, ver el sol y dar gracias. Y con la lucidez y la conciencia de ese regalo impagable da igual que la materia que tratemos sea la decadencia o la plenitud.
—Hay un artículo en el libro que lleva por título «Cuando el tiempo era lento». ¿Usted cree que su literatura es para tiempos lentos?
—Yo procedo del mundo de la poesía, y los Cuatro cuartetos de Eliot ha sido una obra esencial en mi vida y en mi relación literaria con el tiempo. Pero vengamos más hacia acá. En La feria del chivo, de Vargas Llosa, hay una cosa que es fascinante, y es la manera magistral en la que el autor es capaz de estirar y detener literariamente el tiempo en todas y cada una de las páginas, que son la preparación y efecto del atentado. Recuerdo que cuando lo leí me pregunté cómo a su edad aquel hombre había podido hacer tal cosa. Ahora desde luego ya no me preguntaría esa tontería, pues yo soy ahora el que ha alcanzado la edad (que entonces me parecía tan lejana) del autor. Los tiempos literarios y biológicos encierran un misterio que se enreda y desenreda en las buenas historias. En mi caso creo que, si mi literatura contribuye a hacer que el tiempo sea más lento, ya me doy por satisfecho.
—¿Hay literaturas que sobrepasan los diapasones?
—Hay literaturas que son milagrosos pizzicatos, como la de William Burroughs, Paul Morand, con su velocidad de tren-expreso, o Azorín, con sus puntos y seguido produciendo taquicardias lectoras (risas). Insisto: a mí me gustaría que mi literatura fuese de tiempo lento.
—¿Qué es para usted la literatura?
—Es mi forma de respirar. Más que fisiológico es algo biológico. Es lo que sé hacer. Hay un verso de Robert Graves que reza: “El hombre hace, la mujer es”. Bueno, pues en mi caso la escritura conforma el homo faber que soy.
—Y en todo ese tiempo vital de escritor, ¿ha variado su motivación frente a la escritura?
—Salvo la felicidad que me aporta, nada me hace competir en el mundo. Mi competencia siempre ha sido conmigo mismo, y ahí sí hay una clara evolución; de hecho, mi narrativa no es unidireccional, sino que es una especie de arborescencia que va por distintos sitios, construyéndose en el tiempo, como un mundo literario multiforme, donde poesía, ensayo, dietarios, novela tienen cabida porque constituyen un universo propio que llega, unido por el mismo hilo narrativo, hasta Vladivostok.
—Si ese mundo se dividiera en El museo de la inocencia y La edad de la inocencia, ¿dónde estaría Llop?
—En La edad de la inocencia, sin duda, pues es la heredera magnífica de todas las sutilezas de Henry James. Yo creo que Pamuk no llega a alcanzar la historia que describe en su museo. En Wharton los planos son mucho más complejos; las mujeres, las situaciones y las relaciones amorosas son de una sutileza casi japonesa, de la que Pamuk carece.
—Y siguiendo con las dualidades, en un café de Viena, ¿con quién se sentaría Llop, con Stefan Zweig o con Joseph Roth?
—Con los dos. Mire, precisamente hay un capítulo del libro en el que hablo de aquella famosa fotografía de ambos en la que Zweig protege con su brazo a Roth. Pero a ver, entre uno y el otro, desde el punto de vista literario, pienso que no hay color: Roth es un artista completo, rotundo, porque el arte de la literatura y el de la vida habitan en él. Sin embargo, Zweig es un periodista muy culto, efectivamente, pero que se entronca en aquella Europa con una verdad que nace de su propia prosa. Es prístino, lúcido y claro, pero nunca deja de ser un gran cronista.
—Bueno, también fue un cronista Saint-Simon…
—Exacto, pero de él nació Proust. Son eslabones de una misma cadena, que engarzan directamente con Roth.
—Y hablando de engarces, quisiera redondear este final recordando su fascinación por Oriente. Decía Borges que “Occidente cada cierto tiempo tenía que mirar a Oriente para volver a empezar”.
—Esa expresión de Borges es muy buena. Efectivamente, nuestro origen está allí, por la cultura judía y por los descubrimientos asiáticos del mundo helénico y por tantas cosas… Oriente para mí es una casa antigua donde me encuentro bien; no la habito, pero la visito con frecuencia, y cuando estoy allí la cámara de ecos me hace volver a mi verdadera casa lleno de voces nuevas.
—Entonces, en el desgajado Imperio Romano usted habría elegido Bizancio.
—Vamos, sin lugar a dudas. ¿Usted no?
—En absoluto, yo habría permanecido en Roma. Siempre me ha ido la marcha.
—Pero si la marcha la tenía la emperatriz Teodora, la gran reina de la fiesta. No hay color entre uno y otro mundo, y nunca mejor dicho.
—Bueno, tal vez nos cruzáramos en el camino…
—Sí, en un frágil esquife huyendo de las tropas de Atila. (risas)
—Usted hacia el Oriente de Runciman y yo hacia el Occidente de San Isidoro.
—Y ahí tendríamos que volver a empezar por el principio de esta historia, subidos de nuevo en un Transiberiano de ida y vuelta (risas).
En realidad, el extremo oriental de Europa no era Vladivostok, sino Port Arthur y Manila. Pero los anglos no invaden países soberanos: democratizan.
Leí toda la nota con extrema atención. Me fascinó la complicidad entre el escritor y la entrevistadora. Con exquisita información que me obligó a averiguar algunas cosas de historia romana que desconocía. Hasta las palabras dichas con humor estaban teñidas de excelente literatura ¡Me encantó!