No ha sido España un país propicio a que las gentes que han desempeñado papeles relevantes en algunos campos de trascendencia colectiva dieran cuenta escrita de sus experiencias. De un tiempo a esta parte la situación ha cambiado mucho y ya son frecuentes entre nosotros dos variantes de la “escritura del yo”, el autobiografismo, incluso con alto grado de desinhibición al que parecía refractaria nuestra idiosincrasia, y los recuerdos personales. Estos últimos suelen aportar, en los mejores casos, una materia noticiosa importante para reconstruir la unamuniana intrahistoria que escapa a las descripciones de la historiografía académica. Bien venidas son, por ello, las memorias que acaban de entregarnos José Esteban y Rafael Borràs, personas que tuvieron cierto protagonismo y fueron testigos avispados de nuestro pasado reciente, el que arranca en el medio siglo de la pasada centuria. Aunque el periodo que evocan coincida en alguna medida, sus diferentes trayectorias y el planteamiento de sus escritos determinan enfoques distintos de sus remembranzas.
Retrato de una época
Pepe Esteban, como se le conoce en el mundillo cultural en el que ha sido durante decenios perejil de todas las salsas, niño de la guerra, seguntino de 1935, llegó a Madrid en 1955 para hacer Derecho, estudios a los que no prestó mayor atención —quizás ni siquiera concluyó: no lo dice— y se involucró con determinación en el bullente activismo universitario contra el sindicato falangista obligatorio, el SEU, y la dictadura. Aquí arrancan sus recuerdos, en los que enhebra hechos conocidos a los que aporta algún detalle y retrata personajillos (utilizo el diminutivo por la edad, apenas veinteañeros, de los convocados, bastantes de mucha significación posterior) del momento. Son las gentes para las que reivindica el marbete de “generación del 56” en honor de los relevantes sucesos de ese año en el campus de la Universidad Central —así se llamaba entonces, antes de rebautizarla como Complutense en detrimento de la auténtica, la de Alcalá de Henares—, un enfrentamiento entre disidentes del franquismo y falangistas duros que provocó la primera crisis grave en el interior del Régimen.
Por las páginas de Ahora que recuerdo —buen título para el espontaneísmo y falta de sistema que inspira las evocaciones— desfilan episodios menores que fueron sembrando el humus de la revuelta que Franco despachó con la despectiva y famosa sentencia “jaraneros y alborotadores”. Rememora los politizados encuentros entre “Poesía y Universidad”, la equívoca protesta teatral de unos “jóvenes pirandellianos”, las visitas al anciano Pío Baroja. También menciona el nonato Congreso de Escritores Jóvenes de 1955 y su órgano publicitario, el Boletín del Congreso. Y reclama con toda justicia atención sobre una olvidada, efímera y modesta revista nacida también en 1955, Aldebarán, en la que ve lo que algunos ya hemos señalado: un fermento cultural, primero poético, luego ensayístico, de la nueva generación que se ponía bajo el magisterio de Ortega, a quien homenajea en su cuarto y último número. Hay que poner en letra grande los nombres que integraban la redacción, quienes, junto a su preocupación cívica, dan ejemplo de inquieta madurez cultural que ya quisiéramos en nuestros días: el escritor Fernando Sánchez Dragó (enfrascado ahora en un segundo tomo de sus memorias muy prometedor por su lúcida cabeza y por el rico archivo que atesora, cuyo contenido se solapará con el de Esteban), el sabio cervantista Carlos Romero (también de buena cabeza, con muchos datos en sus alforjas que se resiste a poner por escrito), el comprometido cineasta Miguel Rubio, el filósofo Javier Muguerza y el olvidado estudioso José Ramón Marra-López, crítico propagandista de los autores de su generación.
Gran espacio dedica Pepe Esteban al recuento de las tertulias cafeteriles de aquellos tiempos, a la popular del Café Gijón, a la profesoral de la librería y revista Ínsula y a otras que cerraron su ciclo vital. Hoy, casi perdido este hábito de la alta posguerra en el ajetreo del Madrid cosmopolita y posmoderno, su rescate memorialístico puede sonar a cotilleo sentimental, pero lo merece porque fue una forma de vida inherente a los niños de la guerra, un hábito que perduró hasta los amenes de la dictadura. Tenían las innumerables tertulias de antaño —de la dedicada a la lectura de versos en el Café Varela a las Cuevas de Sésamo donde crecieron tantas vocaciones literarias— un algo de escapatoria a la vida gris y atemorizada de entonces; supusieron un fenómeno de convivencia que el republicano y notable cuentista Meliano Peraile insistía en juzgar como el primer síntoma de reconciliación nacional, y así lo anota Pepe Esteban.
Destaca Esteban con toda justicia entre estos cónclaves el multitudinario del Café Pelayo. Aquella reunión “semipública”, según el dictamen de Carlos Barral en una entrega de sus recuerdos, Cuando las horas veloces, era el foco de las conspiraciones literarias tramadas por el Partido Comunista, en el que Esteban militaba, con la complicidad de otros sectores del antifranquismo cultural. El autor traza una expresiva estampa del ambiente de aquellas veladas politizadas, a diferencia de otras más asépticas, que el novelista social Armando López Salinas consideró humorísticamente hace tiempo foco de la «insurrección firmada frente al franquismo». Desperdigada en varios pasajes, tenemos la nómina bastante completa de sus asistentes: escritores, pintores, editores… Con una llamativa ausencia, sin embargo. No se menciona a su fundador, y habitual participante, Juan Eduardo Zúñiga. No lo advierte Esteban, pero el Pelayo fue la prolongación de otra tertulia, la del café Bígaro, que establecieron los narradores Antonio Ferres, López Salinas y Zúñiga. El local, cercano a la plaza de Bilbao, era pequeño y cuando la concurrencia desbordó el espacio, los tres amigos y sus frecuentadores se trasladaron al amplio establecimiento situado enfrente del parque del Retiro.
Las andanzas infatigables de bon vivant y “último bohemio”, que el propio Esteban reconoce con indisimulado orgullo, cohabitan milagrosamente con una dilatada actividad profesional como editor y librero, y de autor de narrativa y de ensayos sobre peregrinas inquietudes, de la gastronomía al refranero y las erratas tipográficas. Da cuenta de sus vínculos con la editorial izquierdista, cercenada por el Régimen, Ciencia Nueva, con Turner o con la Biblioteca del Exilio patrocinada por el sello sevillano Renacimiento de Abelardo Linares. Enumera también sus afanes de exhumador de raros y olvidados, sobre todo de los ignorados escritores de la literatura social alumbrada antes de la guerra. Forman parte estos episodios de la normalización cultural durante el franquismo, que algo le debe a nuestro memorialista.
Estas andanzas le han llevado a tratar a innumerables personajes, con muchos de los cuales ha tenido relación de amistad o trato próximo. Desfila un censo de nombres interminable. Suele dedicarles palabras de afecto y hace retratos positivos, salvo el caso muy señalado en este contexto de Rosa Chacel, a quien declara no soportar. Las semblanzas aparecen en apuntes expeditivos, con brochazos más bien anecdóticos o con referencias sabidas. Si se echa en falta una mayor profundidad, también es cierto que suponen casi un memento y una reivindicación en modo de guía telefónica de las letras y las artes del interior y del exilio durante la dictadura y aun algo después.
Define con justeza Pepe Esteban Ahora que recuerdo como “retrato de una época”. Resultarán útiles sus apuntes nerviosos y saltarines a quienes se interesan por reconstruir la memoria histórica de aquellos pobres tiempos e ilustrativos para los que no conocen cómo se vivió la difícil empresa de recuperar la cultura entre consignas y prohibiciones. Cuenta, además, con el añadido de la magnífica publicación en la editorial Reino de Cordelia: un tomazo de grato tacto, con buen papel, amplia tipografía, generosa ilustración y sólida encuadernación; un libro ejemplar en estos tiempos de impresión descuidada.
Ficción y testimonio
Aunque con algunos puntos comunes, trayectoria distinta a la de Esteban ha seguido Rafael Borràs. Editó a finales de los cincuenta la revista de breve vida La Jirafa, “aguijón cultural” de la juventud del momento bajo un sorprendente eslogan, “Visto desde arriba con los pies abajo”; ha sido propagandista empecinado de la República y ha hecho un largo itinerario a lo largo de las diversas instancias del mundo del libro, desde la comercialización hasta la dirección de series exitosas, “Espejo de España” y “Así Fue. La historia rescatada”, inevitables para la lectura histórica plural de nuestro ayer cercano. Además, ha escrito varios estudios y ensayos de historia reciente. Hombre vehemente y de firmes convicciones, según se desprende de sus propias páginas, ha tenido sonadas desavenencias con la familia Lara, sus patrones en la editorial Planeta. Todo ello lo ha contado ya en un par de ocasiones anteriores, en sendos libros de memorias, La batalla de Waterloo (2003) y su continuación, La guerra de los planetas (2005). De nuevo vuelve a la carga con La subasta. Ahora, ignorando el principio legal latino non bis in idem, recupera cosas ya dichas, aunque añade novedades y, sobre todo, adopta un formato bien curioso, el de Casi una novela que anuncia el declarativo subtítulo.
A medio camino entre el roman à clef y el relato testimonial, Borràs inventa una trama novelesca satírica que le incluye a él mismo como protagonista poco disimulado. Estamos en Frankfurt, en la famosa Feria del libro, quizás la más determinante del mundo en la gestión de derechos, en la proyección internacional de las obras literarias con sus efectos económicos y, como se ha puesto de moda decir, en marcar tendencias artísticas. Una agente literaria —La Agente: el lector supone su identidad silenciada— va a subastar las memorias apócrifas del Difunto Insigne, Franco, de autor desconocido y sobre las que la trama narrativa plantea que se trate de un plagio. Los editores se pelean por conseguir los derechos y ello produce un frenético embrollo conspirativo durante una azacanada semana. Fraudes, engaños, mentiras salen a luz, a la vez que no faltan enredos sentimentales y se describen vanidades, dispendios económicos y hedonismo. La cubierta del libro desvela una nada trasparente intención política, por otra parte esperable en Borràs: la fábula encubre la subasta a que fueron sometidos en la transición quienes aspiraban a una ruptura no pactada.
La subasta es una testimonial y muy divertida crónica de la cara oscura del mundo editorial, la vertiente de trapicheos, egolatrías y cálculos de toda clase que rodean una actividad aureolada de presunto glamur cultural. Este descenso a la sala de máquinas de la industria del libro descubre al profano una realidad prosaica embarrancada en la picaresca. Pero no se contenta Borràs con esa desmitificadora narración porque, llevado de sus aficiones privadas, enjareta largos pasajes de corte ensayístico o de simple divulgación política o histórica. Estas largas páginas sueltas y pegadizas, que habría dicho Cervantes, solo inflan el grosor del libro y rebajan la amenidad de un curioso retablo de los afanes de los editores, salpicado con notables ocurrencias y buen humor sarcástico. Y que ofrece alguna anécdota tan maliciosa y desternillante como la siguiente. Un día, años cincuenta avanzados, el periodista Eduardo Haro Tecglen se encontró en París con Santiago Carrillo, quien, “con aire triunfal, le comunicó que el próximo primero de mayo estaría en Madrid. Haro, con aire inocente, le preguntó si iba a alguna boda, y Carrillo, muy enfadado, le contestó que de boda nada, coño, que iba a presidir la gigantesca manifestación que, junto con la Huelga General Pacífica, ese día derribaría la dictadura de una vez por todas”.
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Autor: José Esteban. Título: Ahora que recuerdo. Editorial: Reino de Cordelia. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
Autor: Rafael Borrás. Título: La subasta. Casi una novela. Editorial: Berenice. Venta: Fnac
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