José Lucas. Foto: Efe.
Vivir no es sagrado
Antonio Lucas, en Los desnudos
Eres tú y eres otro. Siempre puedes ser otro. Vale, aunque cantes «yo soy así y así seguiré y nunca cambiaré» puedes ponerte en la piel de otro, de cualquier otro, sin apenas esforzarte. Haz la prueba. No cuesta. Y no te muta, te enfundas metafóricamente la piel de otro pero no heredas las cicatrices ni las heridas, el traspaso de piel es sólo temporal y virtual. Y dura poco, casi nada si quieres. Puedes ser Brad Pitt o Taylor Swift, el papa Francisco o el pope Putin, una estrella del deporte y un deportista estrellado, un abuelo agonizante sin familia y sin memoria en un asilo, una mujer pariendo en una tribu amazónica o un padre palestino. ¿A que puedes ponerte en la piel de cualquiera? Es fácil ser otro durante un rato. Aunque la mayoría de las veces te conviertes en otro cuando menos te lo esperas, de sopetón.
Empatía —como sororidad, empoderar o alipori— es una palabra que apenas —por no decir nunca— pronuncié y escuché en los años ochenta y noventa, esas décadas maravillosas para quienes entonces salimos bien librados y fuimos jóvenes. Pero la gente podía ser empática, además de simpática, tanto en el siglo pasado como ahora. La empatía, según el diccionario, es el sentimiento de identificación con algo o alguien. Sigo. Con un tono frío, aséptico. La empatía, sostiene el neurobiólogo italiano Giacomo Rizzolatti, descubridor de las neuronas espejo, no se entiende: se siente dentro. Por eso un bebé llora cuando su madre está triste y sonríe cuando ella es feliz. Por eso —intentaré no dejarme llevar por las emociones al escribir esto— este martes por la mañana se me inundan los ojos mientras paseo al perro por El Espolón burgalés, cuando Carlos Alsina cuenta en Más de uno que se ha muerto José Lucas, «pintor de minotauros, poetas, tauromaquias y lujurias, como escribe Luis Alemany en el diario El Mundo; grumete del Café Gijón, para Raúl del Pozo…».
José Lucas, además de otras muchas cosas, buenas, era el padre de mi amigo Antonio. El pasado jueves yo viajaba rumbo a Madrid, precisamente para estar con Antonio, cuando me dijo que no podríamos vernos por el percance que acababa de sufrir su progenitor. «José Lucas tiene un hijo, un hijo poeta y escritor de periódicos, que se llama Antonio, Antonio Lucas, al que todos los aquí presentes tenemos un enorme afecto», prosigue Alsina.
Me quito los auriculares y, sin soltar la correa del perro, tecleo un pésame tan leve como sentido —las ocho y media de la mañana nunca son horas para llamar a nadie—. Y ahora podría añadir que me lloran los ojos porque hace un frío que pela —en mi ciudad hemos pasado del verano al invierno en un fin de semana—, ya que un burgalés recio sólo llora, como el Cid, cuando le destierran.
Pero después de wasapear el mensaje caigo en la cuenta de que el padre de Antonio ha muerto el mismo día que murió mi padre, y aunque ambas muertes están distanciadas por nueve años, y aunque él y yo estemos separados por más de doscientos kilómetros de distancia, me siento todavía más cerca de Antonio. Me siento como si fuera él. Su pena y su dolor también son míos.
Regreso a casa, llevo al colegio a mi hijo y, mientras camino hacia un bar, cuando yo ya soy nadie más que yo, buceo entre los poemas de Antonio en busca de consuelo y encuentro estos versos:
Tal vez no sepas, pero sabes
que el hombre no nació para morir.
Llego al bar, pido un café, cojo El Mundo y busco el obituario de Alemany mencionado en la radio por Alsina. Y al ver la foto de José Lucas que acompaña al artículo reconozco a Antonio en su padre. No sólo compartían melena y mirada. La imagen muestra al pintor en 1995, con cincuenta años, sólo tres más que Antonio ahora.
Antes de escribir estas líneas, llamo a un amigo y me cuenta que José Lucas, en el mejor de los sentidos, fue un vividor. No nació para morir. Nació para vivir. Como todos nosotros, cuando eres tú y también cuando eres otro.
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