José Luis Melero (Zaragoza, 1956) nació el mismo año en que se fundó TVE. Desde entonces, poco a poco, lo audiovisual ha ido ganándole el terreno a la palabra escrita, pero no para este hombre amable, buen amigo de sus amigos, proactivo, jovial, que pertenece a una fauna especial, la de los bibliófilos, la única que puede comprender la frase de Erasmo: “Si tengo dinero compro libros; si me sobra, compro pan”. Siempre con Aragón como referencia primera, procura extender su pasión aragonesista en todos los campos posibles. Tanto es así, que fue consejero del Real Zaragoza de fútbol entre junio de 2006 y diciembre de 2009. Melero es un lector con curiosidad al que casi nada le resulta ajeno. De hecho, uno tiene la sensación de que ha leído casi todo. Autor de 15 libros, El tenedor de libros, La vida de los libros, Escritores y escrituras, Manual de uso del lector de diarios o de esa joya que lleva por título Leer para contarlo. Memorias de un bibliófilo aragonés, todo lo que escribe trata sobre lo que ha leído. “Para bien o para mal”, en sus trabajos está recogida toda su vida de lector.
—Parafraseando a Stefan Zweig, usted podría ser conocido como Melero, el de los libros. ¿Cuándo comenzó esa especial relación?
—Siempre me recuerdo leyendo. Desde niño. Primero, tebeos, y después, a partir de los catorce o quince años, literatura, ensayos, libros de historia. Al principio compraba, como todos, libros de bolsillo (Austral, Alianza, Bruguera…), hasta que un día me di cuenta de que comprando libros en los rastros y en los mercadillos podía, por lo mismo que me costaban esos libros nuevos de bolsillo, comprar antiguas primeras ediciones. Y aprendí a amar y a valorar los libros viejos. Sigo comprando, claro, libros nuevos y procuro estar al corriente de las novedades (aunque esto es hoy casi imposible, dada la avalancha de libros que llega cada día a las librerías). Pero el placer que te proporcionan los libros viejos es diferente, pues al propio valor intrínseco del contenido del libro se suman otros muchos elementos de los que carece el libro nuevo: la rareza o singularidad, su carga histórica (quiénes fueron sus propietarios, qué tumbos ha ido dando por aquí y por allá, qué ex libris lleva…), las antiguas dedicatorias autógrafas que lo hacen único e irrepetible, la encuadernación de la época…
—Bioy Casares dijo que parte de su amor a la vida se lo debía a su amor por los libros. ¿Suscribe esta frase?
—No puedo imaginar una vida sin libros. Cuando nació nuestra hija, mi mujer y yo editamos un librito para celebrarlo. Una edición facsímil y no venal que regalamos a los amigos. Y le pusimos unas pocas líneas de presentación para explicar por qué nuestra hija nacía con un libro debajo del brazo. Aquellas líneas comenzaban explicando que sus padres habían “vivido siempre entre libros y aun en ocasiones para los libros”. Y era una gran verdad. A veces pienso que sólo he vivido para leer.
—¿Se considera un enfermo del libro, como escribió Miguel Albero?
—El libro de Miguel Albero está muy bien. Disfruté mucho con él. Pero yo no me considero un enfermo del libro. Los libros sólo me han dado felicidad y algo que te causa tanta felicidad no puedo relacionarlo con ninguna patología. Tampoco me ha dominado nunca la pasión (esa sí, peligrosa) por comprar, acaparar y almacenar. Cuando los libros se convierten en una obsesión, entonces sí pueden llegar a convertirse en una enfermedad y en un problema. Pero yo nunca he perdido la cabeza por un libro. Los que he podido comprar los he comprado, y los que no los he dejado alejarse (con pena, sin duda) para que siguieran su camino. A los bibliómanos obsesivos los siento muy lejos de mis intereses y de mi forma de entender el amor a los libros. Nunca podremos tenerlos todos, así que cuanto antes entendamos eso y pongamos freno y límites a nuestra pasión mejor que mejor.
—Quizás le tendría que preguntar si el coleccionismo es algo natural o una patología.
—Yo veto siempre la palabra “coleccionismo” en mis conversaciones sobre libros. El coleccionismo es para los amantes de los posavasos, los alfileres de corbata o las vitolas de puros. El amor por los libros es otra cosa. Amamos a los libros por lo que son: un vehículo de transmisión de cultura y una fuente de placer intelectual, de conocimiento y de felicidad. Leemos para aprender, para ser más libres y tolerantes, para intentar entender el mundo y tener opinión sobre las cosas. Para ser cada día mejores. Eso nada tiene que ver con el coleccionismo. Por supuesto que hay bibliófilos de perfil coleccionista. Lo sabemos todos y conocemos a muchos. Es más, yo diría que lo son una gran mayoría. Son esos que buscan crisolines como locos o van con la lista de los números que les faltan de tal o cual colección o editorial. Igual que hacíamos de niños con los cromos. Pero esos, que apenas leen los libros que compran, son el último escalón de la bibliofilia. A mí el coleccionismo no me interesa nada. Es más, diría que me desagrada.
—Entonces no perdería la cabeza por ¡un tercio de línea!, como el protagonista de El bibliómano, de Charles Nodier.
—Yo sólo perdería la cabeza por mi mujer, por mis hijos y si el Zaragoza perdiera una final de la Champions en el último minuto. En este último supuesto, y tal como están los tiempos, no creo para mi desgracia que vaya a tener ocasión de perderla.
—Jugar la final de la Champions no parece ahora asumible. De hecho, su Zaragoza está en Segunda División, en una posición tibia, más cerca del descenso que otra cosa.
—Ser del Zaragoza es una actitud ante la vida y una forma de estar en el mundo: es preferir al débil antes que al poderoso, al que no gana siempre frente al que se cansa de hacerlo, al de casa frente al de fuera, al humilde frente al rico, al que representa a su tierra y lleva orgulloso el nombre y el escudo de su ciudad frente al que carece de vinculación alguna con ellas, al que apenas sale en los medios frente al que ocupa todas las portadas. Esto sirve para el Zaragoza y para la inmensa mayoría de los equipos españoles, que tiene afortunadamente una masa de seguidores ingente. Pero, en nuestro caso, ser del Zaragoza es algo más. Es ser, además, del séptimo equipo español en número de títulos (siete nacionales y dos europeos) y del noveno en la clasificación histórica del fútbol español. Es decir, es ser de un equipo que forma parte, como digo siempre, de la aristocracia del fútbol. El Zaragoza nos ha dado mucha felicidad. Habría que recordar que entre los veinte equipos que hoy juegan en la Primera División española la mitad de ellos no ha ganado jamás un solo título. Los aficionados de esos equipos son ejemplares, como nosotros, porque aman al equipo de su tierra y se comprometen con él. Toda mi admiración por ellos. Pero los que hemos ganado nueve títulos somos nosotros. Dicho sea con todo cariño y respeto. ¿Cómo no querer siempre, por tanto, al equipo al que has visto prácticamente toda tu vida en Primera y que ha ganado más títulos que casi todos? Aunque ahora estemos arruinados, aunque ahora estemos peor que nunca, un zaragocista nunca abandona a su equipo. Y la prueba está en que el Zaragoza en Segunda sigue teniendo más de veinte mil socios.
—Don Quijote le dijo a Cardenio que tenía “más de trescientos libros” en casa. ¿Cuántos libros hay en estos momentos en su biblioteca?
—Muchos. Más de los que podría leer en diez vidas que tuviera. Pero nunca me ha parecido relevante decir que uno tiene muchos libros y, todavía menos, que eso parezca importante. No lo es. La cantidad no sirve ni cuenta. Vale infinitamente más una biblioteca de 5.000 libros escogidos que una de 40.000 comprados sin ton ni son, a la buena de Dios, sólo por afán de almacenar y tener muchos libros. Esto da casi vergüenza explicarlo. Comprando libros en el rastro a tres euros uno puede formar una biblioteca de 20.000 ejemplares por 60.000 euros. Pero con ese dinero apenas te puedes comprar un puñado de libros importantes. Y dependiendo de qué libros se trate, ni siquiera un puñado. Hay que hablar por tanto de qué tipo de libros tiene uno, nunca de la cantidad de libros que se tiene.
—¿Y qué tipo de libros tiene usted?
—Pues yo tengo los libros que quiero leer enseguida, los que un día u otro leeré y los que, aunque se queden sin leer, siempre estuvo en mi ánimo leerlos. Y también muchos libros de consulta, que no tienes por qué leer de cabo a rabo. Y tengo los que a mí me parece que son los mejores libros en los temas que me interesan y en las mejores ediciones posibles.
—¿Cómo los cuida?
—Con mimo y cariño, como se cuida a los seres queridos. A los muy fatigados y esguardamillados los visto y los encuaderno. Pero no suelo encuadernar los que están en buen estado, pues me gusta verlos al natural, como salieron de la imprenta. No los abro demasiado al leerlos, nunca escribo en ellos más que a lápiz y utilizo siempre marcapáginas. A veces saco algunos y los acaricio, para que vean que me acuerdo de ellos y que a pesar de una larga convivencia todavía los quiero. Y cuando los saco, vuelvo a hojearlos y siempre leo algunas páginas. Me lo agradecen mucho.
—¿Cuál es su posesión libresca de la que se siente más orgulloso?
—No sabría elegir un único libro. Es muy difícil. Hay centenares de libros de los que me siento muy orgulloso. Podría decir que es una Eneida del XVI, de la que no conozco ningún otro ejemplar en bibliotecas públicas o privadas. Pero mentiría. Me gustan más los libros humildes. Siento debilidad por un rarísimo libro de un poeta poco recordado: Fonds Perdu, del mequinenzano José Soler Casabón (1884-1964). Se lo compré a un bouquiniste de Albi y aún recuerdo el temblor de mis manos y mi total incapacidad para poner en el mercadeo cara de póker, que es lo que el sentido común y desde luego cualquier manual de bibliofilia aconseja que debe hacer el comprador cuando se encuentra ante una pieza importante.
—¿Por qué es tan raro ese Fonds Perdu?
—Lo conté en uno de mis libros. Primero, porque su tirada se limitó a 34 ejemplares, 30 de ellos en papel paja numerados del 1 al 30, y 4 sobre papel tela fuera de comercio numerados del 1 al 4 H.C., que no fueron compuestos tipográficamente sino facsimilando un magnífico manuscrito en color violeta del autor. Segundo, porque se imprimió en Toulouse en diciembre de 1939, poco después de que Soler saliera del campo de concentración de Argelès, cuando Francia estaba llena de exiliados españoles luchando por sobrevivir en condiciones infrahumanas y donde la edición de un libro de poemas de corte intimista tenía difícil encaje. Tercero, porque está escrito en francés, lo que, como no hará falta que explique, no ha sido frecuente en la literatura escrita por los naturales de Mequinenza, la localidad zaragozana donde también nació mi llorado y recordado Jesús Moncada, autor de una novela legendaria que Jorge Herralde descubrió antes que nadie: Camino de sirga. Y cuarto, porque el poeta no era en realidad poeta sino músico, un músico de vanguardia que vivió buena parte de su vida en París y que fue amigo de Picasso, Apollinaire, Gris, Reverdy y sobre todo de otro aragonés como él, el escultor Pablo Gargallo.
—¿Cuáles son sus preocupaciones temáticas además de los libros relacionados con Aragón?
—Me interesan los libros sobre Aragón, desde luego, porque soy de los que cree que uno debe amar a su tierra y preocuparse por su propia cultura, pero me interesan tanto o más otras muchas cosas: la poesía y la narrativa, el ensayo (estos días ando con el Elogio de la duda de Victoria Camps), las memorias y diarios (a los que dediqué una pequeña monografía), la bibliografía, la historia de España de los siglos XIX y XX, los libros de la guerra civil (sobre la que también publiqué otro librito) o los de los escritores de las vanguardias, los de los malditos y los de los raros y curiosos de la bohemia. Estos serían, poco más o menos, algunos de los temas a los que he dedicado, en épocas y momentos diferentes, cierta atención en mis no pocos años de lector.
—En sus memorias, Leer para contarlo, reeditadas por Xordica, cuenta interesantísimas reflexiones, vivencias, anécdotas, de un buscador de libros sobre el universo de las librerías de viejo y sobre otros muchos bibliófilos. Si escribiera ahora una continuación de estas memorias, ¿cambiaría mucho el mundo que conoció con el de ahora donde todo se puede comprar a través de internet?
—Lo expliqué en el prólogo a la segunda edición de Leer para contarlo. Aunque parezca mentira hubo un tiempo en que los libros no estaban en la red y había que ir a buscarlos a las librerías, los rastros y las almonedas, y en el que uno tenía que haber leído mucho para escribir sobre determinados libros y escritores, especialmente sobre los más raros y curiosos, porque toda esa información no estaba a disposición de cualquiera en Internet ni podía consultarse en Wikipedia. Aunque parezca mentira hubo un tiempo en que no se podían comprar libros en todas las librerías del mundo sin salir de casa y sólo con encender el ordenador, sino que había que ir a su caza y captura allí donde se encontraban, casi siempre en lugares abruptos y recónditos y en los anaqueles, tan polvorientos como destartalados, de las más pintorescas librerías de viejo, pues de otro modo esos libros no podrían llegar nunca donde uno estaba.
—Hubo un tiempo en que la cultura se adquiría leyendo libros, revistas y periódicos.
—Y no consultando Facebook ni páginas en Internet. Ahora está uno en casa, bien repantigado, en pijama y zapatillas, y se dice: “Me voy a comprar esta tarde una primera edición de Las inquietudes de Shanti Andía, que tengo ese antojo”. Y enciende el ordenador y se la compra. Y si mañana hablando con los amigos sale el nombre de Enrique Gómez Carrillo y alguien nos recuerda que escribió un libro sobre Japón, y uno recuerda entonces que tiene una amiga a la que seguro que le haría ilusión ese libro porque anda loca con el orientalismo, pues se sienta uno de nuevo al ordenador y se compra El Japón heroico y galante y se le regala. Así es todo hoy. Desapareció la pasión por salir de cacería: las perdices te las traen a casa, limpias y desplumadas.
—Antes incluso era posible comprar barato.
—También eso ha cambiado. Cuando hace unos pocos años a un librero le entraba un libro antiguo que desconocía, o un libro cualquiera de un escritor del que no había oído hablar en su vida, solo podía consultar el Palau o algunas Historias de la Literatura. Pero la mayoría de los libreros no tenían el Palau y, aunque lo tuvieran, en el benemérito Manual del Librero no estaba todo, naturalmente. Y en las Historias de la Literatura tampoco había acomodo para gran parte de los escritores más periféricos, suburbiales o asilvestrados. Así que era posible comprar libros mal tasados, tasados a la baja para nuestra suerte, porque el vendedor no tenía manera de saber la importancia de esos libros. Y eso aunque el librero fuera un tipo culto y bien formado, porque, desde luego, ningún librero de viejo es capaz de saber de todo. Ahora ya no se pueden comprar gangas. Lo comprendí el día que en el rastro, un mercader de libros viejos -de esos a los que si les preguntáramos por Borges lo más que sabrían decirnos es que es una marca de frutos secos- que hasta entonces me vendía barato, me dijo con retintín: “De este libro en Internet piden X. A ti te lo dejo un treinta por ciento más barato”. Ese X era cien veces más de lo que me hubiera pedido antes por él, así que aunque me cobrara ese treinta por ciento menos, el libro me seguía saliendo por un dineral. Me dije: “Melero, los chollos se han acabado”.
—Todo cambia muy rápidamente.
—También nuestros hábitos son hoy muy diferentes de lo que eran hace unos pocos años. Antes yo apuntaba datos, fechas, hacía sinopsis de los libros que más me habían emocionado. Ahora… para qué. Me digo: “si un día tengo que consultar ese dato, esa fecha, si tengo que recordar sobre qué iba ese libro… ya lo miraré en Internet”. Ya ni tomo notas. Yo, con lo ordenado que era.
—Por cierto, ¿qué opina un bibliófilo como usted sobre el libro electrónico?
—Un día dije en una entrevista, jocosamente, que los libros electrónicos son como aquella muñeca de Michel Piccoli en Tamaño natural, de Berlanga: un sucedáneo. A mí me gustan las mujeres de verdad y los libros de papel. Pero ciertamente el libro electrónico puede tener su espacio. Yo lo veo útil para los viajes (evitaríamos cargar con maletas llenas de libros, que es como he viajado yo siempre) y para quienes ya no pueden leer según qué diminutos cuerpos de letra. Ahora bien, no creo que nunca pueda llegar a arrinconar al libro tradicional.
—¿Cuáles son sus editoriales preferidas?
—A mí me gustan todas. Las nuevas y las viejas. Pero me gustan mucho los libros de Nórdica, Impedimenta, Fórcola, Contraseña, Xordica, Acantilado, Periférica, Jekyll & Jill, Renacimiento…. Y a esas podrían sumarse Páginas de Espuma, Anagrama y Tusquets. Y no me quiero olvidar de las PUZ y de su Colección Larumbe. Pero las editoriales viejas tienen un sabor especial. El sabor que les da el paso del tiempo a los libros. Como le gusta decir a Andrés Trapiello: “los libros en ediciones distintas dicen cosas distintas”. Y tiene toda la razón. No es lo mismo leer el Romancero gitano en una edición que vio y que cuidó el propio Lorca, que en una edición hecha hace dos días.
—Juan Bonilla me confesó en una entrevista que odia los libros encuadernados. ¿Por qué se deben encuadernar los libros? Si es que se deben encuadernar.
—Sé muy bien lo que quiere decir Bonilla. A él le gustan los libros como salieron de la imprenta. Y a mí también. Yo no encuadernaría nunca un libro en buen estado de Rafael Lasso de la Vega, de Armando Buscarini o de la colección Entregas de la Ventura. Pero si un libro está muy ajado o estropeado, si lo hemos rescatado del arroyo a punto de descomponerse, debemos encuadernarlo para salvarlo y recuperarlo. Por otra parte, los libros antiguos sí deben encuadernarse siempre: yo no me imagino un Lazarillo o una Celestina antiguos en rústica, o un libro de Fueros de Aragón del siglo XVI sin un buen pergamino. En resumen: vestir y enjaezar un gran libro antiguo es obligatorio; encuadernar un libro contemporáneo sólo si su estado de conservación lo exige o si queremos singularizarlo, por alguna razón, de un modo especial.
—¿Qué tipo de lector es?
—Omnívoro, disperso y apasionado. Fiel y leal a mis escritores favoritos. Propagador entusiasta de los buenos libros, y condescendiente siempre con los libros fallidos si sus autores son gente que no anda dando lecciones todos los días. E intolerante visceral con los soberbios y los ególatras que piensan que Proust o Joyce a su lado eran unos pobres aprendices.
—¿Por qué toma nota de los libros que lee?
—Tomo muchas notas a lápiz y anoto las páginas y los temas que me han interesado. Y eso con el tiempo me ha venido muy bien para escribir algunos de mis libros. Leo siempre con un lápiz en la mano. No sé hacerlo de otra manera.
—¿Alguna manía u obsesión con los libros?
—Tenerlos bien alineados en las estanterías. Y no prestarlos nunca salvo a amigos muy íntimos.
—¿Cuántos libros suele comprar en un año?
—Ha habido años muy diferentes. Yo soy muy ordenado y lo tengo todo apuntado. El año que más compré fue 1995: entraron en casa 1.450 libros. El año que menos, algo más de 300.
—¿Cuándo fue la última vez que pensó que se había gastado demasiado dinero en un libro?
—Nunca lo he pensado. Una vez que tengo el libro me olvido de lo que he pagado por él. El libro lo tienes para siempre y el dinero te lo habrías gastado en cualquier otra cosa sin importancia y habría desaparecido. Nunca me he arrepentido de los libros que he comprado. Me arrepiento, claro, de los que no compré. Y sueño con ellos. Por ejemplo, con un Lorca dedicado por el que no me decidí, y con un José María Hinojosa, también dedicado, que tenía mi amigo Manuel del Pino y que excedía de mi presupuesto. Como he dicho antes, nunca he perdido la cabeza por los libros y nunca he comprado uno que me exigiera un desembolso desproporcionado. Pero eso no quiere decir que no me acuerde todos los días de los libros que no compré.
—Tengo entendido que no quiso regalarle a Mario Vargas Llosa una primera edición de Los jefes.
—Así fue. Vargas Llosa me la pidió cortés y amablemente porque en aquel momento no disponía de ningún ejemplar de esa edición (que según me contó se había quedado en la casa de Arequipa), y yo le contesté, también amablemente, que a alguien como yo no podía pedirle eso. Nos reímos y al final me dijo que él, en mi lugar, hubiera hecho lo mismo. En 2015 fuimos a verle representar Los cuentos de la peste en Madrid y luego teníamos previsto cenar con él y con unos amigos comunes, entre los que se encontraba José Luis García Delgado, quien fuera rector de la Menéndez Pelayo, amigo suyo y nuestro, que iba a organizar ese encuentro. Traté de conseguirle otro ejemplar y regalárselo, pero no lo hallé. Tarde o temprano se lo regalaré.
—¿Cuál es la diferencia entre bibliófilo, bibliómano y bibliópata?
—El bibliófilo que a mí me interesa es el que ama los libros, los lee, los estudia y publica luego sobre ellos. Podría poner unos cuantos ejemplos, pero Juan Manuel Bonet sería uno inmejorable. Lo demás no me interesa. Ni los bibliómanos acaparadores y habitualmente pésimos lectores (de los que Jorge Ordaz decía que no escogen los libros sino que los amasan, y que no poseen los libros sino que se ven poseídos por ellos), ni los bibliópatas que asesinarían por conseguir tal o cual ejemplar. La bibliopatía es una perversión de la bibliofilia. Y a los bibliópatas habría que decirles que los libros nos gustan mucho y están muy bien, pero que la vida tiene otras muchas cosas con las que ilusionarnos. Y que la vida está siempre por encima de la literatura.
—Recomiende algún libro sobre libros que considere imprescindible.
—Los ha recomendado usted ya todos en sus beneméritas listas. Pero podríamos recordar La casa de los veinte mil libros, de Sasha Abramsky, el maravilloso de Helene Hanff 84, Charing Cross Road, los diarios de Andrés Trapiello, en los que hay muchas y divertidas aventuras librescas, los extraordinarios libros sobre libros de mi admirado Jesús Marchamalo, las memorias de Inocencio Ruiz, de Palau, de Vindel y de Barbazán, algunos de los libros de Ramón Miquel y Planas, Víctor Infantes y Alberto Manguel, los de Juan Bonilla, Miguel Albero y Joaquín Rodríguez, Mendel el de los libros del gran Stefan Zweig, Las Confesiones de un bibliófago, de Jorge Ordaz, a cuya reedición le puse un prologuito, o el Azorín de Libros, buquinistas y bibliotecas que acaba de editar Fórcola.
—¿Cuál es el futuro del libro?
—Se edita más que nunca, aunque no sé si hay tantos lectores como para absorber la ingente cantidad de libros que llega a las librerías. El libro, en cualquier caso, va a seguir siempre vivo y en la alta cultura continuará siendo un icono y un fetiche de primer orden. Ni el libro electrónico, ni las descargas de internet van a poder acabar con él.
—¿Qué proyectos librescos tiene entre manos?
—Al año que viene saldrá otro libro mío con nuevos textos sobre libros y algunos escritores olvidados. El cuarto de una serie que me ha dado muchas satisfacciones y un pequeño puñado de lectores con el que siempre estaré en deuda.
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