En El país de los sueños perdidos (Taurus) José Manuel Sánchez Ron analiza, e interpreta, la historia de la ciencia que se hizo en España desde el siglo VII hasta la promulgación de la denominada «Ley de la Ciencia» en 1986. Este libro nos habla del ayer, pero también de un mañana que los españoles deberían esforzarse en construir.
La cita es en el Hotel Palace, más que alojamiento institución, cerrado durante la pandemia y recién abierto de nuevo para luchar por recuperar una normalidad que parece aún muy lejana. Con las medidas de seguridad pertinentes, la rotonda del Palace sigue siendo un lugar agradable y discreto donde poder hablar, grabar y hacer fotografías sin molestar ni ser molestados. Además, el café siempre está en su punto de intensidad y aroma. Pido uno, aunque don José Manuel Sánchez Ron prefiere no tomar nada. Jeosm está a lo suyo, localizando planos y apretando el obturador. Por esa razón la entrevista transcurre para mí sin la obligada mascarilla, mientras que el académico la conserva. Situaciones extrañas para extraños tiempos. El delicioso café compensa la amargura de la melancolía; la charla con este hombre lúcido termina borrando, durante casi una hora de conversación, la extrañeza del momento en que vivimos.
—Mi primera pregunta es por el hermoso título, casi poético, para un libro de ciencia: El país de los sueños perdidos. ¿Predispone, este comienzo, al lector?
—Sí, sin duda. Soy consciente de que el título, agridulce, es ya la moraleja del libro. Yo tengo una relación complicada con los títulos de mis libros, y este se me ocurrió cuando el manuscrito ya estaba entregado y a los editores les encantó. El título obedece a que ha habido muchos españoles de ahora, de antes y por desgracia seguramente de después, que quisieron y se esforzaron porque su país tuviese una relación más notable con la ciencia, pero por desgracia esos sueños se perdieron. A lo largo del libro aparecen bastantes declaraciones, no sé si decir hermosas o dramáticas, en ese sentido.
—¿Puede ayudar este libro a comprender qué está ocurriendo con el COVID?
—Este libro es, por encima de todo, un libro de historia de la ciencia, pues tiene voluntad de ser un llamamiento al lector para que éste entienda las razones por las que, en conjunto, la investigación científica no ha sido como debería en un país con la larga historia que tiene España. Comparada con naciones con idéntico recorrido histórico, la historia de la ciencia en España es inferior. Ese hecho, sin duda, ocasiona servidumbres importantes, y ahora con la COVID se ha visto con gran claridad. Hemos construido un país de servicios, y con la pandemia esta débil estructura se ha resquebrajado, poniendo en peligro los cimientos de una nación. Es dramático. Si una parte de la riqueza de España hubiera sido oportunamente bien invertida en aquella famosa fórmula, I+D+i, podríamos seguramente haber soportado mejor esta crisis en general, pero también en particular en las ciencias biomédicas. Dese cuenta que en ellas una parte es investigación, por supuesto, y otra es un sistema sanitario público y privado (aunque ahora hablamos más del público) lo suficientemente desarrollado y potente como para haber podido soportar mejor todo lo que ha sucedido. Presumíamos de tener unos de los mejores servicios públicos de sanidad del mundo, y eso es un mito. Una de las cosas que descubrimos cuando miramos con ojos racionales lo que está pasando es que nos damos cuenta de que nos hemos despertado de golpe de muchos sueños que ni siquiera estaban perdidos, sino que eran inmateriales, irreales. Esta situación nos ha obligado a poner en una mano el trabajo y en la otra la salud, y parece que las políticas se han inclinado por lo primero, que aparentemente vemos que está pesando más en la sociedad, lo cual tiene unas lecturas ético-morales transparentes.
—¿Hay, a lo largo de la historia científica, algún reto similar al que enfrenta el hombre ahora de cara al COVID?
—Pongamos por caso un ejemplo que conozco bien: en 1666, se declaró una gran epidemia con origen en Londres, que pronto se extendió a toda Inglaterra. Los cronistas más afamados de las épocas describieron en sus diarios cómo moría la gente. La diferencia es que se transmitía más lentamente, por razones obvias, con el terrible componente del desconocimiento absoluto de su origen. Hemos visto todos en algún grabado aquellas máscaras de pico de pato, y ahora nosotros realmente no nos diferenciamos demasiado de ellos. Siglos después, la mal llamada «gripe española» causó muchos más millones de muertos de los que la COVID ha causado hasta ahora. Fíjese, la humanidad en su conjunto (ya sé que hay millones de personas indefensas, pero una buena parte del mundo) está demasiado bien acostumbrada. Generaciones como la mía, no digo ya la suya, ha vivido en paz, con guerras lejanas y apenas desastres. Y ahora, esto. «¿Cómo nos puede pasar a nosotros?». Nos hemos dado cuenta de que somos vulnerables, con unas consecuencias políticas y sociales que no podemos prever. Tal vez una de ellas sea el hecho de que se esté produciendo la ruptura del pacto no escrito entre los jóvenes y los mayores, y eso no es bueno. Mire, escribí hace años un artículo, conmovido por el paro juvenil y la situación académica y laboral de los jóvenes en nuestro país, llamado “Juventud, maldito tesoro”. Pues desde que esta crisis ha comenzado y hemos podido ver la reacción de buena parte de los jóvenes, creo que ahora no lo escribiría así. Digamos que mi sentimiento de compasión o solidaridad con la juventud está viéndose socavado, e insisto: creo que esa fractura no es buena para ninguna de las partes.
—¿Traerá esta pandemia un mayor interés por la ciencia? ¿Nos hará más curiosos, más conscientes de lo mucho que necesitamos comprender?
—Debería, pero yo no creo mucho en la humanidad. Es evidente que una mente racional debería sacar la conclusión de que el vehículo para acceder al conocimiento es la ciencia. Deberíamos tener muy claro que las ciencias biomédicas, tan necesarias en esta pandemia y en lo que está por llegar, necesitan también de las otras ciencias (matemáticas, física, química, etc), y éstas se adquieren con voluntad educativa y también política, cosa que en nuestro país parece haber desaparecido. Apenas hay divulgación científica en forma de exposiciones, publicaciones, noticias en el telediario. Y en cuanto a los programas educativos, mejor ni hablamos. En el plano internacional, China está ganado al mundo occidental no solo porque sean más, sino por su desarrollo e inversión en la ciencia y la tecnología.
—¿Alguna solución? ¿Alternativas?
—Hace dos años fui, como sabe usted, el responsable del comisariado de Cosmos, una gran exposición de ciencias en la Biblioteca Nacional. Pues bien, esta exposición resultó ser la cuarta más visitada en la historia de esta institución. Independientemente de la calidad de la exposición, lo primero que esto nos dice es que realmente sí hay un interés popular por la ciencia, porque es que la ciencia es divertida, pero claro, no existe un esfuerzo por incluirla en lo que los medios y las políticas llaman “cultura”, un cajón de sastre donde, desde hace años, cabe todo: la moda, la comida, los viajes… Hay responsables políticos y culturales que decididamente ignoran a la ciencia, excluyéndola de antemano, entre otras cosas porque la mayor parte de ellos no tiene ni puñetera idea [sonríe el académico, acalorado]. Quite, si quiere, lo de “puñetera”.
—Siri Hustvedt, Ernesto Sabato, D’Alembert, Unamuno, Hierro, junto a Einstein o Primo Levi, abren capítulos o cierran epílogos en este libro. ¿Es una demostración científica de que la literatura está también íntimamente ligada a la ciencia?
—Tanto como «íntimamente ligada» no, pero cierta liga sí que hay. Acuérdese, por no irnos muy lejos, de los preparados químicos en las novelas de asesinatos y misterios de Conan Doyle o Agatha Christie. Y no sé si será impresión mía, pero cada vez hay más novelas que tienen el mundo de la ciencia como trasfondo argumental. Me acabo de leer Materia oscura, de Philip Kerr, cuyo protagonista es nada menos que Isaac Newton, que comienza a trabajar al servicio de la Real Casa de la Moneda en el Londres de fines del siglo XVII. Ahora me voy a leer El silencio, de Don DeLillo, ambientada en un mundo del futuro dominado por la tecnología. La tecnología, como parte de la ciencia, está cambiando al ser humano, y lo cambiará todavía más. Debemos entenderla, por supuesto, pero sin olvidar que el ser humano es un ente de pensamiento complejo, donde lo filosófico, lo literario, lo poético asoma con intensidad, al igual que su curiosidad por lo científico. De ahí, quizás, mi interés por recurrir a esos textos literarios. La dimensión humanista es un esfuerzo que he querido plasmar en esta obra.
—En ese sentido, la ciencia tecnológica se ha apoderado del mundo actual. ¿Es compatible con el conocimiento o comprensión de las otras ramas de la ciencia?
—No estoy seguro de que el vivir en una sociedad cada vez más tecnologizada implique que la ciudadanía tenga un conocimiento más profundo de la ciencia tecnológica. Fíjese, por ponerle un ejemplo, una de las palabras de moda relacionada con la tecnología últimamente es «algoritmo». Pues bien, todos la usamos, pero ¿sabría alguien explicar qué es exactamente? Mire, las tecnologías nos permiten un acceso fácil y rápido a la información en cantidad y velocidad abrumadoras, pero necesitaríamos varias vidas para poder acceder a una mínima parte de todo lo que se nos ofrece y, sin embargo, a veces olvidamos que información no es conocimiento. El conocimiento es más limitado, y desde luego computa en otro periodo temporal más pausado, pues requiere de la reflexión. Para colmo, hemos entrado de lleno en una sociedad en la que hay dos elementos que todavía se están desarrollando pero que nos van a afectar plenamente: la robótica y la inteligencia artificial. Las máquinas no son inteligentes, pero son muy listas, están muy bien entrenadas y la tecnología siempre gana. Esto debería dar qué pensar, al menos en cuanto a reflexionar sobre la definición de qué es el ser humano.
—El hombre vive desde hace centurias de espaldas a la naturaleza. ¿Cree que es esa una causa de su alejamiento de la ciencia?
—Sí, probablemente sí. Esta cuestión de las ciencias de la naturaleza aparece en varios capítulos de mi libro, botánica, zoología, pero hay un capítulo en especial, el dedicado a América, en el que he querido poner de relieve la transcendencia del contacto de la cultura occidental con aquel mundo nuevo. Imagínese. Encontrar un mundo, en pleno Renacimiento, en el que todo es diferente: las plantas, los animales, la geografía, la geología. El esfuerzo por el estudio, investigación, ordenación y catalogación de todo ese saber nuevo, mezclado, comparado, contrastado con el conocimiento anterior, es la gran aportación del mundo hispánico a la ciencia. Ahora nuestra vida se basa en la relación con las cosas artificiales, lo cual es un empobrecimiento pero, sobre todo, es un peligro porque el planeta Tierra puede soportar cualquier cosa (ya hemos visto que, en apenas tres meses de inactividad humana durante el confinamiento, la vida florecía en todo su esplendor ahí afuera). El problema está en el futuro de nosotros como especie. Creo sinceramente que es una marcha a contrarreloj hacia un futuro sin futuro cierto.
—¿Es la divulgación científica una deuda pendiente en nuestro país?
—A mí no me gusta hablar demasiado del término divulgación. De hecho, a veces me presentan como divulgador de la ciencia, pero nada más lejos. Soy, en cualquier caso, un historiador de la ciencia, pero supongo que me llaman así porque, más o menos, se entiende lo que digo cuando escribo sobre ciencia.
—¿Cuáles son sus conclusiones personales después de este ingente recorrido por la historia de la ciencia en España?
—Como cualquier libro de historia, éste te enseña a ver las consecuencias y las razones. Como autor me he esforzado en buscarlas, ordenarlas, exponerlas y narrarlas, y he aprendido mucho en el camino, por supuesto. Pero hay que tener muy claro a la hora de sentarse a leer o escribir que la historia es lo que fue, nunca lo que nos hubiera gustado que fuera.
—Después de este ambicioso, exhaustivo viaje desde las Etimologías hasta la Ley de la Ciencia de 1986, ¿qué le queda por contar?
—Pues voy a decir algo, pero por favor, querría que se entendiera sin, bueno… en fin… Por mi edad y mis circunstancias, yo pienso en mi legado cuando ya no esté. Un legado humilde, desde luego, pero hecho lo mejor que he podido con lo que he tenido a mi disposición, siempre con trabajo y con honestidad. Este libro de la historia de la ciencia en España, con el que me despido para seguir otros caminos de investigación y escritura, es un legado del que me siento orgulloso, y si alguien me tiene que recordar alguna vez, me gustaría que fuese por este libro. Recurro a una frase de Laín Entralgo: “Recordadme no por lo que he sido, sino por lo que he querido ser”.
—En la autobiografía del doctor Louis Pasteur este afirmaba que «un poco de ciencia nos aparta de Dios. Mucha, nos aproxima a Él». ¿Qué opina?
—No, no, no. No comparto esa idea y, de hecho, algo de ella habrá en uno de los libros que escribiré si el Demiurgo lo permite y que será “mi visión del mundo”. La religión, todas las religiones, responden a un estadio infantil de la humanidad, como respuesta al miedo y a lo desconocido. Pero puedo entender a Pasteur en el sentido de que cuanto más estudias la ciencia, más sabes de ciencia, pero menos comprendes las preguntas básicas. La forma de las leyes, por ejemplo. Creo que no estamos preparados para comprender ciertas cosas, eso es todo. Darwiniano como soy, no olvido que estamos emparentados con la lombriz de tierra, y a ésta el hecho de que 1+1 sea igual a 2 le da exactamente igual. El problema es que el ser humano se ha empeñado en comprender muchas cosas, y las ha comprendido, pero eso no excluirá nunca el misterio inexplicable de “no comprender”.
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