Foto de portada: Sonia Marques.
Quiero imaginar un navío diminuto. Sus velas, hojas llenas de poemas. A la velocidad del viento, el barco atraviesa un océano que nos hace ajenos. Y tiende un puente de oro a través de la palabra.
Es un milagro: la goleta que imagino sobrevive a todas las tormentas. Tan pequeña e íntima. Capaz de contenerlo todo en un par de versos perdidos en la blanca espuma del papel.
Hay, en ese sueño mío, un capitán. Ocupa la pasarela de madera; junto al timón, las cartas de navegación no son más que rimas y metáforas. Se yergue ante el frío páramo que es el mar. La barba le blanquea el rostro pardo. Las arrugas de los ojos son como heridas de pirata: acumulan todo el daño. Sonríe discreto casi siempre. Y tiene, como todos los lobos de mar, un suicidio en la cabeza.
Suya es la ironía más sincera. Recorre su nave de juguete diseñando mundos a los que nadie, salvo él, ha de llegar jamás. Dibuja jeroglíficos modernos y escribe en un cuaderno transparente en el que la vida es invencible y cierta. Viaja con el pasaporte intacto. Porque no es su agua la misma que besa nuestras playas, porque no es su transporte más que una quimera preciosa que se ha de tratar con todas las cautelas.
Se llama José María Cumbreño. Y deben conocerlo. Escribe contra la luz:
La ventana a mi derecha.
Siendo diestro, lo normal habría sido sentarme justo enfrente de donde estoy.
Sin embargo, trato de que la luz venga en el sentido opuesto a lo que escribo.
Para que las palabras crezcan dentro de la sombra que mi mano proyecta sobre el papel.
Conoces a ese hombre que edita y escribe, que escribe y edita
José María Cumbreño nació en una tierra sin mar. Cáceres, 1972. Quizá por eso ha construido el suyo propio. Y ha erigido su hogar en una isla de nombre raro (San Borondón) en la que los libros forman edificios y cascadas, bancos y paisajes, ciudades y un coro de inusuales voces que repiten —el canon es contemporáneo y abstracto— la palabra POESÍA.
Su escritura es extraña. Por eso, cuando trazas la palabra y la unes a él, se deforma y se redondea: es una mutación bella y única. Porque Cumbreño escribe de dos maneras muy distintas.
La primera, como todo poeta. Y, a la vez, no como todo poeta: su obra es originalísima y, ha afirmado el crítico Carlos Alcorta, demuestra que «hacer literatura es algo consustancial a la existencia de José María Cumbreño», ya que «da la sensación de que necesita trasladar a la página todo tipo de experiencias, hasta las más livianas o intrascendentes, para codificarlas y hacer con ellas un pacto memoralístico».
La segunda es un libro escrito por libros. Un poema compuesto de poemas. Los de otros, los de más allá del mar en el que navega desde hace ya casi una década su proyecto Ediciones Liliputienses.
El también poeta y editor Ángelo Néstore defiende el trabajo editorial como otra forma de escribir —¿ven? Otra vez la palabra deformada—. Porque publicar libros de otros es, de algún modo, crear literatura, pensar literatura, defender «una forma de entender la literatura».
Y así también Cumbreño lleva años, decidido, impenitente, elevando el catálogo de su editorial al nivel de la pieza artística, convirtiendo cada acto de imprimir su sello en las cubiertas —las del libro, las del barco— en una ofrenda que mira al Atlántico y a Hispanoamérica.
Lo explica, de un modo errante y hondo, en DICCIONARIO DE DUDAS. Allí el viaje, la palabra, el mar, el viento…
[…]
Según el símbolo
que se lea a su lado,
una palabra
da origen a la que sigue
o deriva de la siguiente.
[…]
Los puntos cardinales no existen
a menos que el viento
se mezcle con la veleta.
Las frases, se supone,
poseen sentido completo.
Y sin embargo algunas frases
nadie llega a entenderlas del todo.La veleta y el viento.
El lápiz y la mentira.Puntos que componen una línea.
Líneas que componen una figura.Un principio. Varios desenlaces.
Los que posan en las fotografías
no nos miran a nosotros:
miran algo que no vemos.
Toma esta sonrisa y corre
La poesía de Cumbreño no admite descripciones. Libros como Cuaderno de verano (Liliputienses, 2019) o Curso práctico de invisibilidad (Liliputienses, 2020), que reúne toda su casipoesía de los últimos veinte años, son una clara muestra de la extravagante vena creativa de Cumbreño.
José María anota poemas en un cuaderno minúsculo. Por eso, la mayoría de textos se convierten en aforismos que tienden a lo imposible y son certeza. Incluye en sus libros versos que rompen con el ritmo tradicional de nuestra poesía para convertirse en una prosa abierta de cantos líricos donde cabe la vida.
Así Irene, su hija; y su padre, y también la que es su mujer o sus alumnos, los interminables viajes en coche al instituto donde trabaja… Todo es material poético que se deforma en una colección de pensamientos, de sentencias que afirman, dudan e interrogan.
Sus poemas son plásticos, visuales (también practica ese tipo de poesía) y sinuosos, se introducen en la mente del lector. Frases inconexas que parecen no querer decir nada hasta que, dentro, explotan.
[…]
Por separado, la velocidad
y la bala
no saben en qué consiste la muerte.
Juntas, aun antes
de entenderlo todo,
serán la muerte.
[…]
Su trabajo es el de «limar las palabras con la punta del lápiz hasta dejarlas sin aristas». Y se esfuerza para demostrar que «el destino de la poesía es el lenguaje matemático, lleno de límites, equidistancias e incógnitas que despejar». Para este poeta, «las palabras están hechas de aire / El verdadero poeta / habla sin respirar» y «la mayoría de las veces, la realidad resulta inverosímil».
En esos breves poemas se encuentra parte de su imaginario poético. Es enorme, inabarcable, por eso conviene acudir a sus libros, navegar con él sobre el agua ignota de lo cotidiano y tomar las armas en su lucha contra —y a favor— del idioma.
El mismo escritor reflexiona sobre ese proceso en su poema CONTAR:
Cuando escribo, me gusta utilizar elementos que sean opuestos. O que al menos lo parezcan. No sé, alto y bajo, por ejemplo, dentro de una frase, a veces consiguen crear un tercer espacio que ya no es alto ni bajo, sino ambos y ninguno de ellos.
Aunque eso me pasa cuando escribo. La vida es otra cosa.
Llevo once años viajando todos los días de Cáceres a Mérida. Ida y vuelta. 140 kilómetros. Todos los días.
Once años viajando sin viajar, viajando para no llegar a ningún sitio.
O quizá sí.
Luego, en clase, sigo con la sensación de estar parado en medio del movimiento.
Porque los nombres de la lista cada curso son distintos. Pero siempre tienen la misma edad.
Escribo espacio y escribo tiempo. Y me doy cuenta de que en realidad no sé qué significa ninguno de los dos.
Liliput en el invierno
Ediciones Liliputienses es una empresa quijotesca. Una editorial que mira a ultramar y se trae de allí lo mejor: poetas vivos, jóvenes y viejos, trabajadoras y estudiantes que retan continuamente al lenguaje.
La riqueza de la poesía latinoamericana encuentra asiento en España en esta editorial que la acoge sin complejos ni prejuicios. El trabajo de Cumbreño aquí es absolutamente ingente. Y nace de lo más puro: la curiosidad sincera por saber qué se está escribiendo en México, en Costa Rica, en Argentina… Y canalizarlo hasta la península a través de un punto de anclaje situado en Extremadura. ¿Se puede hacer más difícil?
Esta otra obra literaria del poeta da muestras de una generosidad sin límites: lo hace en su tiempo libre —ahora, tiempo ocupado—, no obtiene rendimientos económicos, apenas hay, si la hay, ayuda institucional…
Un acto poético en favor de la poesía. Un poema más en la producción de este hombre que mira al mar de frente, que se zambulle en él desde su barcaza liliputiense para atracar en una isla inexistente. Todo sueño, todo palabra, todo impulso generoso.
Y siempre combativo: contra las instituciones que no apoyan lo verdaderamente cultural; contra aquellos que desprecian el arte en favor de la mercadotecnia; contra quienes no asumen la riqueza de la creación de América Latina… Así avanza, las velas extendidas en busca de un soplo de viento favorable. El de sus lectores, el que sale desbocado de su pecho.
Cumbreño es más que su obra, pero en su obra (la una y la otra) parece querer que su nombre se borre, que solo quede ese legado —ora en verso, ora en libros de quienes ha leído y admirado— cuando ese barco diminuto en el que viaja se pierda. Y que, cuando su mancha en el horizonte no sea más grande que la mina de un lápiz, sus lectores le sonriamos al invierno.
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