El cierre de Nembrot viene subrayado por una cita de José Ángel Valente que bien pudiera interpretarse como el perfecto resumen de la poética de José María Pérez Álvarez (O Barco de Valdeorras, Ourense, 1952): «El día en que este juego sin fin con las palabras se termine habremos muerto». No otro fin que el de experimentar con las sustancias verbales, e intentar atrapar con ellas el sentido mismo de la vida, es el que parece mover la obra de uno de los nombres más interesantes y heterodoxos de la actual narrativa española. Lo supo ver bien Juan Goytisolo, que en una entrevista concedida en mayo de 2003, en medio de la Feria del Libro de Madrid, destacaba que Nembrot —publicada por la desaparecida DVD Ediciones en 2002 y recuperada (en una edición ampliada) por Trifolium en 2016— era la novela que más le impactó de cuantas había leído últimamente. Sus palabras colocaron en primer plano a un escritor que llevaba en activo desde mediados de la década de 1970 y que volvería a descollar poco después, cuando en 2008 obtuvo el premio Bruguera con la magnífica La soledad de las vocales. Desde entonces, y hasta la fecha, no ha dejado de dar a imprenta títulos más que estimables —Tela de araña (2012), Examen final (2014), Predicciones catastróficas (2018)— que quizá no hayan encontrado siempre el eco que merecían. Acaba de llegar a las librerías su última novela, El arte del puzle (Trea), en la que el suicidio de Ana Álvarez, una poeta en el punto más álgido de su carrera, propicia un intento de reconstrucción de su biografía en busca de las causas que suscitaron un final tan voluntario como precipitado. A través de ese proceso, un rompecabezas imperfecto lleno de aristas y piezas que no siempre encajan como debieran, se recorre un tramo crucial de la historia de España y se dejan surgir cuestiones que atañen a la controvertida relación entre el arte y las realidades, conscientes e inconscientes, que lo nutren. Como ocurre con todas las novelas de José María Pérez Álvarez, la lectura de El arte del puzle deja poso. En esta conversación, mantenida a través del correo electrónico, es su propio autor quien apunta algunas claves importantes.
—El puzle es a la vez una realidad y una metáfora. En la novela hay un personaje que «fabrica» puzles, pero toda la novela es un gran puzle porque la vida de su protagonista ausente se presenta como una sucesión de piezas desordenadas.
—Como escritor me interesa la vida cuando se desordena porque es a partir de ese desorden cuando surge la literatura en mi caso. Cuando no entiendo o no sé explicarme lo que hay a mi alrededor; intento entonces, vanamente, tratar de encajar esas piezas. Pero sé que al final sólo seré capaz de certificar ese desorden inexplicable. Me interesa esa búsqueda, ese camino, aunque conduzca al caos. No sé si la literatura puede resolver algo, pero creo que no. Pero no es una mala compañía.
—Es relevante la cita de Georges Perec: «Al principio, el arte del puzle parece un arte breve». En cambio, el puzle de la vida de Ana no se llega a terminar del todo.
—Los capítulos que protagoniza Gaspard Winckler, uno de los personajes de La vida instrucciones de uso, son homenajes a Perec, un autor al que vuelvo con cierta frecuencia; quizá más al de obras más breves que a La vida instrucciones de uso. Y, efectivamente, el personaje de Ana, como casi todas las vidas, sospecho, es un desbarajuste de piezas que no llegan a encajar nunca. Creo que ahí estriba el reto que debería asumir el lector: ensamblar esas piezas o aceptar el desorden.
—Los tres personajes principales (la poeta suicida, su marido y el hijo de ambos) conforman a su vez un trío de figuras inacabadas, personajes que, cada uno por una razón particular, no dejan de ser víctimas de su propio naufragio.
—Los tres personajes principales son Ana Álvarez, su hijo, del que no consta el nombre, y su marido, Abelardo. En el caso de Ana y del hijo, sí que parecen no entender qué es la vida o no comprender sus mecanismos, y son incapaces de explicársela. Alguno de ellos dice que la vida es un malentendido. Pero pienso que Abelardo sí que parece tener claro de qué va el juego: familia, trabajo, mantener unos principios a los que aferrarse. De alguna forma, tiene en sus manos las cartas para terminar la partida felizmente; lo que sucede, sospecho, es que los otros dos personajes, y probablemente el narrador, le hacen trampas que lo decepcionan.
—En la novela el arte, en este caso concreto la literatura, parece presentarse como la única herramienta para intentar conferir sentido a la vida, pero a la vez termina demostrando su incapacidad para lograr ese objetivo.
—Es que acaso la literatura, como yo la entiendo, no sirva para otra cosa que para el placer que nos puede proporcionar, tanto mientras escribimos como cuando llega a manos del lector. No pienso, ni trato de conseguirlo, que explique la finalidad de una existencia o que desvele los secretos de la felicidad. Lo que hace, insisto, en mi caso, es dar testimonio de ese desconcierto.
—Toda la novela está escrita en primera persona, salvo unos pocos pasajes, los que acontecen en París, en los que el narrador asume la primera persona para presentarnos a un personaje cuya presencia es muy tenue, pero del que sin embargo intuimos que cobró una importancia fundamental en la vida de la protagonista.
—De forma muy velada, la importancia de ese personaje está presente en la novela. Gaspard Winckler puede ser el complemento de Ana, no sólo en el plano sexual, sino asimismo porque comparte con ella el gusto por las artes, por la literatura. Él la anima a escribir cuando está decaída, a intentar que la literatura le dé sentido al desconcierto con el que Ana se enfrenta al hecho de vivir. Ahora, mientras hago estos comentarios, me pregunto por qué Ana, una mujer independiente, libre y de éxito en el mundo literario, no tomó la decisión de abandonar a su hijo y a su marido e irse a vivir con Winckler a París. Llego tarde a esa posibilidad. Y, como dijo Valente, creo recordar, al final lo esencial es incorregible.
—El arte del puzle es, en muchos sentidos, una novela metaliteraria, en tanto que hablamos de literatura sobre los impulsos que orientan la literatura, también sobre las impostaciones del propio medio literario. Me ha parecido revelador, en ese sentido, el contraste entre la poeta prestigiosa y aclamada y su marido, que sólo lee novelas de Marcial Lafuente Estefanía.
—Abelardo consume esa literatura de quiosco, digamos, como pasatiempo; trabaja muchas horas y al llegar a casa lo que desea es olvidarse, no sólo de ese trabajo agotador, sino de un matrimonio que percibe sin futuro: quiere beber una copa, ver combates de boxeo, leer a Marcial Lafuente. La literatura para él es simplemente diversión, ocio, no tener que pensar. Ana, por el contrario, percibe la literatura como su única posibilidad de salvación, se aferra a ella porque es el motivo que le permite sobrevivir, puesto que la familia la siente como algo anecdótico. Su lema sería: «En el momento en que no tenga nada que decir, nada que escribir, careceré de razones para seguir viviendo». Suena dramático, la verdad. Pero quizá la literatura tenga sentido cuando se funde con la vida, cuando ambas son una sola pieza.
—Igual que en el resto de su obra, en El arte del puzle cobran mucha importancia el lenguaje y el estilo. No como herramientas al servicio de una historia, sino como un fin en sí mismo.
—Es el viejo dilema entre la forma y el fondo, ¿no? Cada día me interesa más la forma en la que se cuenta una historia que la historia en sí, ya que todo, cualquier detalle, por nimio, vulgar o prosaico que nos parezca, es susceptible de ser narrado. De lo que se trata es de hallar el modo, la voz con la que narrarlo. Pero de ningún modo me gustaría caer en cierto manierismo o exhibicionismo. Trato de encontrar la forma en la que el estilo se amolde eficazmente al hecho relatado; de ahí que distintos capítulos me exijan diversidad de voces, de formas de narrarlo.
—El hijo de Ana, que sin ser el personaje principal sí ocupa un papel protagónico, dado que es el foco en el que se fija el narrador, tiene rasgos en común con personajes de otras novelas suyas, como La soledad de las vocales o Predicciones catastróficas: es un hombre hasta cierto punto amedrentado por la vida, sin otro proyecto vital que el que dejarse llevar al albur de un rumbo que han determinado otros.
—Ese personaje es incapaz de enfrentarse a la vida; echando mano de una palabra que cayó en desuso, un gandul. Anoto: tengo querencia por palabras que se empleaban en mi infancia y que parecen haber sido exiliadas ya del lenguaje. Volviendo a tu comentario, ese personaje tiene todo a su favor para llevar una existencia acomodada: vive en un chalé, lo mantienen sus padres, le pagan sus vicios, soportan sus veleidades, toleran un proceder que exigiría una patada en el culo, un «puerta y búscate la vida, gandul». Él espera que le vayan sucediendo cosas; si son buenas, mejor y si son malas, paciencia, ya me las resolverán o se resolverán solas. No parece estar dispuesto a consumir energías en ser feliz. Un peón de la partida acomodaticio y nada heroico, desde luego. Lo que antes de denominaba un «hijo de papá» (y aquí podría añadirse «de mamá»). Porque él tiene ciertas veleidades literarias que nunca llegan a cuajar y compara su incapacidad para escribir con el talento materno: y en la comparación, claro, sale perdiendo siempre. Y sí, creo que tu percepción es la exacta: la vida le da miedo.
—La novela arranca en los prolegómenos de la muerte de Franco, con retrocesos hacia años anteriores, y concluye en nuestra misma época. ¿Refleja de alguna manera la evolución de los personajes la evolución de España en ese mismo periodo?
—Nunca me preocupé mucho de la «realidad» que pudiera existir fuera de mis novelas; mientras escribo la realidad es lo que escribo y lo demás es secundario. Pero me pareció en este caso una buena idea acotar temporalmente los episodios, el desarrollo argumental: el desfile de la victoria de finales de la década de los 50 podría ser el recuerdo inicial del hijo, con ocho años, y la rotunda presencia militar en aquella España franquista; la fiesta de fin de año del 62 representaría los albores televisivos en blanco y negro; la celebración del décimo octavo cumpleaños, en 1970, otra España donde la figura de Franco, aunque presente y autoritaria, empezaba a desvanecerse con las influencias del turismo, la música anglosajona, partidos políticos clandestinos, revueltas universitarias, sindicalismo militante, las drogas, exiliados que reclamaban libertad y democracia… Pero, mientras escribo esto, me doy cuenta de que precisamente los momentos de humor más intensos de la novela son los que aluden a hitos del régimen franquista: el desfile del día de la Victoria, el informe que escribe un guardia civil tras el asalto de los maquis al chalé y la Nochevieja en la Puerta del Sol. Decidí meter en varios capítulos acontecimientos, no necesariamente singulares, de la historia, pero que situaran el contexto en el que se iban moviendo los distintos personajes.
Fotos: Mani Moretón
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