Conocí a José Mota (Montiel, Ciudad Real, 1965) en diciembre de 2017, con motivo de una entrevista que le hice para Zenda. Fuimos conscientes de que compartíamos códigos regionales, literarios y, sobre todo, morales. Gracias a ese encuentro, nos hicimos amigos. Y, por ejemplo, fue uno de los actores principales en la presentación de mi primer libro. Recuerdo una escena divertidísima. En aquella tarde, sólo me puse dramático y estupendo en una ocasión, diciendo, más o menos: «Este poemario está marcado por la muerte de dos ídolos: Leonard Cohen y David Bowie. Sus pérdidas me entristecieron, me marcaron mucho». Entonces, apostilló el humorista: «Hombre, más les marcó a ellos». Todos los asistentes participaron/participamos en una sonora carcajada comunitaria.
Mota también fue el primer tipo que me llevó a la tele. Me metió dentro de un ataúd en su especial de Nochevieja Retratos salvajes. En el sketch, un chófer de Uber o Cabify, interpretado por Josep Riera, desarrollaba su actividad camuflándose de los revolucionados taxistas conduciendo un coche fúnebre. Yo interpretaba al cliente, que se hacía pasar por muerto.
Esta entrevista es un hermoso imprevisto. Mi idea pasaba por telefonear a Mota, sacarle tres o cuatro declaraciones, y empotrarlas en un artículo literario. Sin embargo, la conversación con mi amigo fue tan rica que decidí —con su permiso, claro— publicarla tal cual se produjo. Mi paisano consuela con lucidez, marca con boli rojo algunas de las cosas que no estábamos haciendo bien e invita a pensar rezumando grandes dosis de humanidad y de humanismo.
Espero que disfruten esta charla entre dos amigos:
—José, sé que te gustan mucho las distopías literarias; lo que estamos viviendo ahora, ¿cómo lo calificamos?
—Como lo que fue siempre: hemos vivido en una distopía continua, lo que pasa es que no lo queríamos ver. En un mundo donde, por ejemplo, no se valoraba lo suficiente al personal sanitario. Es un mundo un poco distópico, en el que daba la sensación de que ciertas cosas empezaban a dar un poco igual. Hay una canción, «Cambalache», cuya letra alude a esto. Hemos vivido en una distopía continua, yo creo que sí. Ojalá y todo este horror nos haga reflexionar a la Humanidad, en el sentido de a dónde íbamos tan deprisa y a por qué. Porque yo no lo sé. Ojalá que de aquí se desprenda, al final, también algo positivo.
—¿La crisis sanitaria del Covid-19 implica un punto de inflexión en la Historia de la Humanidad? El modelo del día después, ¿será distinto?
—No creo que esto acabe repentinamente. Pum, venga, ya. “Ayer era el horror y hoy hemos salido definitivamente”. No. Creo que eso ocurrirá poco a poco, cuando el hallazgo de la vacuna esté más cerca, pero caramba, lo que sí parece que queda claro es que el enfrentamiento del hombre contra el hombre, que siempre fue absurdo, ahora lo es todavía más. Las guerras mundiales que puedan acontecer o que ya estén aconteciendo enfrentarán al hombre contra la bacteria o el virus, y nuestros ejércitos son el personal sanitario. Y espero que todos tomemos consciencia de esto, y los gobiernos en primer lugar: hay que cuidarles con especial atención. Porque los sanitarios son nuestro ejército, amigo. El enemigo es microscópico.
—¿Reír será distinto? ¿Hacer reír será distinto?
—Creo que el humor es algo consustancial al ser humano. Siempre irá de la mano, y ahora más que nunca. Es un pataleo, un desahogo, una válvula de escape por donde echa uno toda la tensión. El humor va a seguir siendo fiel aliado nuestro. Y es más necesario ahora que nunca para no perder la esperanza. Claro, si continuamente estás consumiendo noticias en televisión, radio y demás, entras en tornillo depresivo. Quiero tener esperanza. Hombre, pensemos de manera positiva, que poco a poco esto se irá terminando.
—Tú, que generas mucho contenido humorístico en Instagram, sobre todo, ¿notas el agradecimiento de la gente, el hambre de reír?
—La risa es liberadora. El humor nos hace libres o, al menos, más libres. Siempre hay temores, pero ahora somos más esclavos del miedo. Todos. Unos más, otros menos, pero todos lo somos. Los microbios nos han doblegado. Y nos han hecho esclavos, de momento, hasta que encontremos la vacuna que nos haga volver a tener una vida parecida a la que teníamos y que muchas veces no valorábamos. De ahí que, si algo hay que cambiar, debería ser esa toma de consciencia de lo que vale a veces lo pequeño. Nos equivocamos. Bajo mi punto de vista, dimensionamos a veces de manera equivocada: en realidad, lo pequeño es lo grande. O, digamos, que lo grande cabe en lo pequeño y, al revés, muchas veces no. No prestamos atención a las cosas que habitualmente nos rodean, y cuando nos faltan, como ahora, te das cuenta de todo lo que teníamos y hemos perdido. Ojalá tomemos consciencia de lo importante que es vivir sin miedo. Porque el que no tiene miedo es libre. Y a veces, no necesitas grandes cosas. Lo que pasa es que vivimos en el cúmulo. Hemos hecho una carrera de cúmulo de cosas materiales: «Tanto tengo, tan feliz soy». Nos hemos convertido, a veces, en un puñado de idiotas acumulando cosas que la mitad ni usamos. Es como un diario de a bordo: «Tanto tengo, tan feliz he sido». Y es mentira. Lo que necesitamos muchas veces para ser felices lo llevamos encima. Y no lo vemos ni apreciamos.
—¿Qué tal el confinamiento? ¿Eres de los que matas las horas o de los que aprovechas el tiempo?
—Bien. Luego te das cuenta de la gran capacidad que tiene el ser humano de adaptarse a las cosas, y de un sitio pequeño haces un sitio grande. Quiero decir, ¿en qué estoy aprovechando el tiempo? Pues en pasarlo con mis hijos, en ayudarles con los deberes… Ese acercamiento también te da una toma de consciencia en el sentido de «caramba, ¡la cantidad de tiempo que no he disfrutado con ellos!». Porque tengo que estar haciendo una entrevista con Fulano, trabajando allí, viniendo del otro lado, dedicando ese tiempo, casi siempre necesario, para proyectarte como profesional. Pero eso tiene un coste, y es la pérdida de otras cosas. Nunca se tiene todo. Entonces, ahora estoy compartiendo mucho tiempo con ellos, estoy releyéndome viejos proyectos, que siempre tenía la sensación de «¿cuándo me pongo, cuándo me pongo…?», he vuelto a reiniciar por tercera vez un curso de inglés online (risas), ya sabes que es la asignatura pendiente en este país, al menos, en los de mi generación, que nunca terminamos de aprender inglés en general. Y escribo monólogos, estoy retocando el guion de una peli… Estoy bastante ocupado, la verdad.
—En los primeros días, iba a un súper que está a 100 metros de donde vivo y disfrutaba el trayecto como si fuera, qué sé yo, a la Capilla Sixtina; ahora, ir al súper ofrece una postal terrible, con gente enmascarillada haciendo cola en la calle, separada entre sí por la distancia prudencial. ¿Qué es lo que más te ha llamado la atención durante estos días?
—La sensación que tengo constante de cuán frágil es el mundo y qué pequeño además. Se me ha hecho todo muy pequeño. Y lo frágil que es la Humanidad: pensábamos que éramos «los reyes de», y hostias. Teníamos un castillo de naipes montado y, de repente, viene un bicho insignificante, tira un naipe y plaf, la ruina. Por otro lado, tenemos la obligación de aprender, y yo creo que estaría muy bien hacer un examen de conciencia para recuperar, bajo mi punto de vista, valores que hemos perdido por el camino y que tienen mucho que ver, precisamente, con parte de la sociedad más golpeada, que es la tercera edad. Esos valores que nos dejaron nuestros abuelos, nuestros padres, y que hemos ido olvidando en el «ir tan deprisa a para no sé qué». (Piensa) Esto ha sido un parón. Todos tenemos miedo al silencio, a la reflexión, a mirarnos al espejo, a preguntarnos «quién soy», «dónde voy» y «por qué tan rápido». Miedo al «qué quiero en mi vida». El ansia viva nos devora.
—¿Sabes, e igual me equivoco, dónde noto yo la mayor falta de la Humanidad? En cómo relativizamos a los muertos. Escuchamos que en un día han fallecido 800 ó 900 personas y nos quedamos igual. Las procesamos como números, no como hombres y mujeres.
—Sí, es tremendo. Tremendo. Cuando muere uno, muere un mundo. Cuando muere un individuo, muere con él un mundo entero (Suspira). 800, 900 personas… es tremendo, Jesús. Lo que está ocurriendo desborda el estado de ánimo de cualquier persona. No, no me quiero dejar arrastrar por la negatividad, ahora bien, en memoria, en primer lugar, de todos los que nos han dejado, deberíamos de ser responsables y tomar consciencia de qué cosas hemos hecho mal. Para intentar ser la mejor versión o, al menos, una de las mejores versiones de nosotros mismos. Tomar consciencia de que vivimos en comunidad. No somos individuos que vivimos solos, tío. Debería importarnos lo que le ocurre al vecino. Desde luego, está dando un ejemplo todo el personal sanitario de este país, los equipos de limpieza, los policías y las Fuerzas Armadas, la gente que trabaja en el campo… A todos nos representan, y son motivo de orgullo. Y, como ciudadano, sólo puedo dar las gracias por esa generosidad, pues están poniendo en juego su vida. Hay gente que se está jugando su vida, Jesús, para que muchos podamos continuar. No podemos ser ajenos a eso. No podemos, de ninguna manera. Entonces, todos los sacrificios que nos toquen, tenemos que afrontarlos.
—Antes te has referido a los ancianos. Me estoy acordando de esos no sé si insensatos, no sé si canallas, que, al principio de la crisis sanitaria, decían: «Bah, si el coronavirus sólo afecta a los viejos».
—¡Para mí es tan importante en una sociedad la tercera edad, tan importante…! Deberíamos haberles cuidado más, porque son nuestra identidad, nuestro norte, nuestra referencia. Y son muy importantes, mucho más de lo que pensamos. Todo esto que está ocurriendo me da una pena inmensa. El otro día vi unas imágenes de una señora despidiéndose, desde su residencia, de su hijo, que estaba en la calle. Y no podían tocarse. Y la mujer no sabía si lo iba a volver a ver. ¡Es tremendo! Entonces, como sociedad, caramba, tenemos la obligación de que eso haga mella en nosotros. Y nos haga ser mejores personas.
—Perdona el volantazo, pero ya sabes que Zenda es una revista literaria. Permíteme que te pregunte qué libro estás leyendo ahora.
—He vuelto a revisitar La tournée de Dios, de Enrique Jardiel Poncela. Tuve la suerte de conocer a su sobrino hace un par de años en un acto precioso. Se le homenajea en el cementerio de Carabanchel Bajo, va mucha gente del teatro y cada año se le hace un homenaje. Y el sobrino me regaló gran parte de su obra que yo no tenía, porque él tiene todo. La tournée de Dios me la compré cuando llegaba a Madrid, ¡hace 29 años! Me habló de esta novela tan bonita un compañero. Y la perdí. Se lo dije al sobrino y me regaló 18 libros de Enrique Jardiel Poncela. Por otro lado, como sabes, también me gusta mucho la Historia, y estoy haciendo un viaje gráfico-histórico-cultural de Roma, la actual y la antigua, a través de un libro que se llama Roma reconstruida… Todo eso, más el curso de inglés y los deberes de mi hijo, me ocupan el día entero.
—Que esto pase pronto, José, y que el próximo abrazo no sea telefónico.
—Desde luego, sí. Y pensemos en qué podemos hacer como individuos para aportar cada uno nuestro grano de arena. ¿Te das cuenta, Jesús, de cómo vivíamos y qué poco valorábamos las cosas?
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