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Josep Pla, por Luis Calvo

Josep Pla, por Luis Calvo
Maestro de varias generaciones de periodistas, Luis Calvo ejerció como corresponsal de guerra, como columnista y como director de ABC. Este obituario de Josep Pla, a quien conocía bien y admiraba, es una muestra de su gran talento literario y de su capacidad para retratar en unas pocas líneas a una figura tan compleja como el autor catalán. Sección coordinada por Juan Carlos Laviana.
 
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Los idiomas castellano y catalán, y toda España, perdieron ayer al más esclarecido y fragante prosista contemporáneo, al mejor de los periodistas, al hombre más entero, sincero, noble y libre de los que consagran su vida a las letras, al vagabundeo fructífero por el ancho mundo, al observador y narrador incansable de la vida, del paisaje, de los hechos y las cosas que le presentaban la realidad externa y su propia realidad interior. Hemos perdido a un artista de la palabra, a un enamorado de la difícil tarea de escribir todos los días, propenso a la misantropía y arrimado a sus querencias ampurdanesas. Había nacido en Palafrugell (Pequeño Ampurdán) en 1896. «La totalidad de mi linaje es ampurdanesa», decía.

Era hombre de humor tímido y burlesco. En su Cuaderno gris, escrito en catalán, a los veinte años de edad, cuando cursaba Derecho en la Universidad de Barcelona, apuntaba ya magistralmente su vocación literaria, que era ajena a su desapego universitario, y nos describía, con garbo ingénito, su propia complexión. Más bien bajo que alto. Un poco aplastada la nariz (que le causaba rubor), por accidente de niño que jugaba a la cucaña y la ganaba. Ojos pequeñitos, «cerrados dentro de la rendija de una hucha». En sus años maduros, cuando se reía con Julio Camba, de la República, en Madrid, la mirada de Pla nos inquietaba a los que le tratábamos. Eran ojos que cambiaban sin cesar de expresión y que se clavaban, como un aguijón, en los hombres y en las cosas de su entorno, con un punto de zumbona y versátil movilidad. Corto y sutil de palabras, y más tierno con las flores y los pájaros que con las personas. Sus cabellos tiraban a rubio y se iban haciendo castaños claros. Odiaba la petulancia. Sus labios gruesos, pero no sensuales, sonreían irónicamente cuando alguien manifestaba cualquier índole de ideas literarias o políticas. «Con un cara tan móvil —escribía— vale más no moverse de casa, abstraerse de todo contacto con la gente». Se llamaba a sí mismo un «ruso del Mediterráneo», porque tenía el rostro plano, con pómulos anchos y salidos, y el maxilar fuerte. «Tengo la cabeza gorda y la boca carnosa». Sus opiniones eran parcas, redondas, contradictorias y atenidas siempre a un concepto práctico de la vida, concepto del hombre que había recorrido el mundo y vivía cómodamente asentado en su «mas», masía ampurdanesa, el vino o el whisky en la mano y un cigarrillo liado en la boca. Era templado en la vianda y en todo. «Las pasiones del amor van ligadas, quizá, a una petulancia temperamental».

Josep Pla, a sus veinte años, empezó la aventura periodística. «Mal oficio; la gente nos desprecia». Pero la carrera de Leyes no se acompasaba con sus incitaciones literarias. En el Ateneo de Barcelona se había puesto al corriente, con gozosa asiduidad, de los grandes libros de su tiempo, catalanes, castellanos, extranjeros. El Glosario de D’Ors le pareció primero árido, y luego grato. «Tengo una tendencia invencible a desconfiar de los que son demasiado artistas». Balzac era aburrido y pesado.

Admiraba con vehemencia a Azorín. Leyó ávidamente todas las novelas de Baroja, a las que calificaba de «antiafrodisiacas». El poeta José Carner era, para Pla, «uno de los escritores considerables del mundo». Goethe le era antipático. Le gustaba Stendhal. Ensalzaba las dotes dialécticas de Pérez de Ayala, cuyo talento, decía, era superior a su escritura. Rusiñol le parecía ininteligible, desordenado y le reprochaba sus «elucubraciones inconscientes». «¿Tiene la literatura alguna cosa que ver con la inconsciencia?», se preguntaba Josep Pla antes de conocer a Breton y a Joyce.

Crecía entonces vigorosamente el movimiento sindical. En 1918, el Primero de Mayo hubo en toda Europa manifestaciones obreras. La revolución bolchevique del 17 proclamaba la revolución universal obrera. Josep Pla, que no era burgués, sino un poco bohemio y noctívago, se inclinaba a la clase burguesa, porque era conservador, y así lo dice y razona en su libro Humor honesto y vago. Conservador como su amigo Camba, el Camba que había sido anarquista, Pla empezó el periodismo desde abajo, haciendo reseñas de mítines para Las Noticias y La Publicitat (luego pasó a La Veu de Catalunya). «No se puede ser buen escritor sin haber ido de joven a tomar notas, para los periódicos, de los discursos políticos», dijo Pla en uno de sus libros. «El escritor debe empezar su carrera de literato en el periodismo».

Toda la vida de Josep Pla, y todos sus trabajos, y su graciosa inclinación a la burla, y su originalidad podían muy bien condensarse en este empeño que él se planteó en su primera juventud: «No hay nadie que no piense ser un gran escritor antes de ponerse a escribir». Y seguía: «Tema literario: dibujar, en una línea y media el vuelo de un pájaro». Su máxima aspiración fue la claridad. Tuvo, como Galdós, materia de ramoniano, sin saberlo. Solo que sus «greguerías» no le salían sueltas y exentas; estaban sólidamente insertadas en el contexto del relato o del artículo periodístico trabado. «La mejor manera de pasar inadvertido es estar gordo; el gordo pasa de refilón. Los flacos son precisos, infatigables e incómodos». «Los paraguas brincan por las calles». «Dentro de poco, cuando terminen los exámenes, comenzaré a parpadear como si en el aire que miro flotasen lampos». «Hay calles del barrio antiguo de Barcelona que parecen adelgazar, afilar el ruido de la ciudad».

Su obra literaria es abundante y casi toda, exceptuando La calle estrecha y Viaje en autobús, a las que no podemos llamar obras maestras, porque todos los libros lo son, por razones netas y muy variadas, casi todas las obras del ampurdanés, «patriarca de las letras catalanas» (y castellanas), se componen de deliciosos artículos y cuentos de periódico, y son observaciones de la vida en torno, de los hombres y las mujeres y sus raras costumbres, y de las calles, las tiendas, los libros, los automóviles, las bicicletas, los sastres, el cine, el teatro, el dinero, la libertad, las moscas y golondrinas, la lluvia y la bruma. Todos ellos, y la extraordinaria Guía de Cataluña, son libros lanzados a la eternidad. O líricos, o humoristas, o costumbristas, y escritos con insólitos regocijo, agilidad, originalidad y poesía. La gala de Pla es la adjetivación que, si va sola, es la precisa, y si acompañada, una hermosa teoría de matices sobre la misma clave.

He dicho «poesía». Pla se consideraba, por naturaleza, impotente para escribir poesía, pero en todos sus libros florecen espontáneamente, puramente, como crestería, las cualidades poéticas que no supo escandir. Su prosa, sencilla y armoniosa, es de un corte a la vez noble y festivo, y limpia, como el agua viva y zarca, y está cargada de pensamientos lúcidos, profundos, sucesivos, y claros y transparentes.

Desde su adolescencia hasta las últimas semanas de su vida, escribió trabajosa y parsimoniosamente. Le gustaba el oficio, pero era para él un oficio duro, y no cesaba de ejercerlo. «En dos semanas apenas he podido escribir dos cuartillas inteligibles», decía en su época de mal estudiante. Su primer afán era que sus escritos fueran inteligibles y sencillos. «Si uno se encuentra, con una pluma en la mano, delante de la realidad, la primera dificultad consiste en hacerse entender, y esto es muy difícil». «El problema literario es de una enorme complejidad». Nunca se contentó con sus escritos. Una vez, ABC le rindió homenaje en Madrid, como «hombre del mes», y yo, que tuve que hacer su elogio, me sentía disminuido cuando contemplaba su rostro entre impaciente y avergonzado. Porque no eran para él gozosas las alabanzas. No las conllevaba de buen humor, ni las agradecía.

Josep Pla fue un escritor tan modesto, tan solitario, tan amigo de «las cosas» de su vida cotidiana —su vino, su cama, sus árboles, su sol, su mar—, «las cosas» de Ampurdán, que escribía por el gusto de escribir. Y por la paga. No cuidaba de la gloria. Hablando con él, un día lejano, comprobé que no le gustaba siquiera leer lo que había escrito. Su arte fue tan adorable como su vida, pobre, honesta, tímida, viajera y únicamente consagrada a la gran literatura y al gran periodismo.

Cataluña, España entera, perdió ayer al más agudo, al más poético, al mejor pensador, al mejor prosista de estos últimos tiempos. Le lloramos y añoramos los que le conocimos. Le admiran y le admirarán, con nosotros, los que ya hayan tenido la suerte, o la tengan desde ahora, de poder leer sus libros.

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Artículo publicado en el diario ABC el 24 de abril de 1981

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