La mente contemporánea ha interpretado la mitología de diversas maneras. James G. Frazer decía que era un empeño primitivo y vacilante de explicar el mundo natural. Para Max Müller se trataba del producto de la imaginación poética en los tiempos prehistóricos, mal entendida por las épocas siguientes. Émile Durkheim consideraba los mitos el repositorio de enseñanzas alegóricas para que el individuo se adaptara a su grupo cultural. Carl Gustav Jung los pensaba como un sueño colectivo, síntoma de las necesidades arquetípicas encastradas en las simas de la psique humana. Ananda Coomaraswamy los interpretaba como el vehículo tradicional de las aportaciones metafísicas más hondas del ser humano. Y las Iglesias los han contemplado como la palabra de Dios revelada a sus criaturas.
La mitología, tal como la definió Campbell en el libro de ensayos y conferencias titulado Tú eres eso, “es un sistema de imágenes que dota al pensamiento y a los afectos de un sentimiento de participación de un campo de significado (…) conforme al conocimiento del período histórico y al impacto psicológico de este conocimiento difundido a través de las estructuras sociales”. ¿Cómo podemos —se preguntaba Campbell—, en el período contemporáneo, evocar una imaginería que comunique el sentido más profundo y desarrollado de la experiencia vital? Las imágenes que lo hagan, sugería a modo de respuesta, “deben señalar más allá de sí mismas hacia esa verdad última que ha de ser dicha: que la vida no tiene ningún sentido absolutamente fijado”, y deben ir más allá de todas las definiciones y relaciones, “hacia ese misterio realmente inefable que es la existencia, el ser de nosotros mismos y el mundo”.
En ese sentido, el mitólogo nos ofrece un ejemplo rotundo: “Cuando un poeta lleva la mente a un contexto de significados y después va más allá, uno reconoce ese maravilloso rapto que produce trascender todas las categorías de la definición. Aquí sentimos la función de la metáfora, que nos permite hacer un viaje que de otro modo no podríamos emprender, más allá de todas las categorías de la definición”.
El viaje del propio Campbell (1904-1987) para reconocer esos símbolos metafóricos de los que se ha dotado el avance del espíritu humano, a lo largo de su historia y su prehistoria, para contrarrestar las propias fantasías que lo retienen, los problemas y las soluciones dadas que han tenido validez directa para toda la humanidad, es una grandiosa aventura intelectual que cruza un vasto complejo de historias, leyendas, relatos, poemas e incluso sueños universales que, en su conjunto, conforman lo que el propio Campbell denominó la “gran historia cultural de la humanidad”, una historia que corrobora una poderosa unidad en la que temas como el robo del fuego, el diluvio, el mundo de los muertos, el nacimiento virginal o el héroe, aparecen por doquier en distintas combinaciones, al tiempo que permanecen en unos pocos elementos, siempre los mismos, como en un caleidoscopio.
“La crónica de nuestra especie desde su primera página”, escribe Campbell, “no solo ha sido una enumeración del progreso del hombre hacedor de herramientas, sino también, más notablemente, una historia de la aparición de irresistibles visiones en la mente de los profetas, así como de los esfuerzos de las comunidades de la Tierra por encarnar alianzas sobrenaturales. Cada pueblo ha recibido su propio sello y signo de un destino sobrenatural, comunicado a sus héroes y comprobado cada día en las vidas y experiencias de sus congéneres. Y aunque muchos de los que adoran a ciegas los santuarios de su propia tradición analizan y descalifican racionalmente los sacramentos de otros, una comparación honesta revela de inmediato que todos ellos provienen de un único fondo de motivos mitológicos, seleccionados, organizados, interpretados y ritualizados de formas diversas de acuerdo con las necesidades locales, pero reverenciado por todos los pueblos de la tierra”.
Campbell advierte que allí donde esperamos lo abominable encontramos un dios; donde creíamos que deberíamos aniquilar al otro nos aniquilamos a nosotros mismos; donde pensábamos que el viaje nos llevaría al exterior llegamos al centro de nuestra propia existencia; y donde temíamos estar solos tenemos por compañía al mundo entero. Dos son las travesías alrededor del mundo y más allá, dentro de nosotros mismos, que realiza Joseph Campbell en este inmenso recorrido cultural, toda una epopeya intelectual y también un viaje mítico en sí mismo y claramente iniciático, a la altura de los realizados por autores como Mircea Eliade, Karl Kerényi, Claude Lévi-Strauss, Max Müller, o Georges Dumézil.
En el primer periplo une, en un solo marco, las investigaciones en los campos del simbolismo comparativo, la religión, la mitología, la filosofía, la arqueología, la filología, la etnología, la historia del arte, la psicología y las contribuciones de los estudiosos, monjes, chamanes y hombres de letras de Asia, Europa, Oceanía, Medio Oriente, África y América, para sugerir una nueva imagen de la unidad fundamental de la historia espiritual de la humanidad que es, en sí misma, una historia natural de los dioses y los héroes que incluye a todos los seres divinos, pues “en el mundo visionario de los dioses”, sostiene, “también ha habido una historia, una evolución, una serie de mutaciones gobernadas por leyes”. Esta travesía se refleja en las más de tres mil páginas que comprenden los cuatro volúmenes de su magnum opus a cuya escritura dedicó doce años de vida: Las máscaras de Dios, volúmenes reeditados en nuestra lengua por Atalanta entre 2017 y 2018.
La segunda expedición se centra en la figura protagónica de quien asume el mito y se hace portador simbólico del destino del común de los mortales que hay en todo el mundo: el héroe, “ya se haga presente en las vastas, casi oceánicas imágenes de Oriente, en los vivos relatos de los griegos o en las majestuosas leyendas de la Biblia”, como apunta Campbell. Esta aventura, espigada en una serie de tradiciones representativas desperdigadas por el ancho mundo, haciendo que se puedan saborear las distintas cualidades de cada estilo para dar noticia de un número inmenso de tradiciones mitológicas entre multitud de relatos, se condensa en el volumen El héroe de las mil caras —reeditado recientemente también por Atalanta—, donde el autor, sin el afán de abordar la discusión histórica de la consistencia asombrosa que guardan los escritos sagrados de todos los continentes respecto a los ciclos cosmogónicos —cosa que hace en Las máscaras de Dios—, muestra los paralelismos esenciales tanto en los propios mitos como entre las interpretaciones y aplicaciones que los sabios han querido ver en ellos, y sigue el patrón de una unidad nuclear asociada al héroe: la separación del mundo, la penetración en el ámbito de ciertas fuentes de poder y el retorno que mejora la vida de sus congéneres.
“Todo Oriente ha conocido los dones que Gautama Buda trajo consigo y otorgó al mundo, tal y como Occidente fue bendecido por los Diez Mandamientos de Moisés. Los griegos asociaban el fuego, primera fuente de toda cultura humana, con la gesta de su Prometeo, que trascendió el mundo. Y los romanos atribuían la fundación de su ciudad, sostén del mundo, a Eneas tras su marcha de la vencida Troya y su visita al sobrecogedor mundo subterráneo de los muertos”, recuerda Campbell.
Así, sea religioso, político o personal el ámbito de interés, los actos realmente creativos, subraya, “aparecen representados como si derivaran de una forma u otra de muerte en vida; y la humanidad declara asimismo por doquier lo que ocurre en ese intervalo de anulación del héroe, antes de que vuelva renacido, engrandecido, colmado de energía creativa”. De modo que Campbell sigue con esmero y erudición una multitud de figuras heroicas por las etapas clásicas de la aventura universal para ver de nuevo lo que siempre ha sido revelado: que los dos, el héroe y su dios postrero, el que busca y el que es hallado, han de entenderse como el afuera y el adentro de un único misterio que se refleja a sí mismo y que es idéntico al misterio del mundo manifiesto. “La gran gesta del héroe supremo estriba en alcanzar el conocimiento de esta unidad en la multiplicidad y luego hacerla suya”, señala.
Pero ¿cuál es el secreto de esa visión intemporal?, ¿de qué profundidades de la mente deriva?, ¿por qué la mitología es por doquier la misma, bajo los distintos colores de su atavío? ¿Y cuáles son sus enseñanzas? Sobre estas cuestiones, cuyo enigma muchos estudiosos e investigadores han tratado de desentrañar sondeando en las ruinas de Irak, Henan, Creta o Yucatán, descifrando escritos sagrados de Oriente y fuentes prehebreas de las Escrituras, intentando establecer las bases psicológicas del lenguaje, el mito, la religión, el desarrollo artístico y los códigos morales, Campbell ensaya de forma magistral una respuesta indagando allí donde el moralista no cabría en sí de indignación, ni de pena y horror el poeta trágico: en esa graciosa y horrenda Divina comedia dura como la vida misma, como la dureza de Dios, el Creador, pues hace que la actitud trágica se antoje en cierto modo histérica y que el juicio que se limita a lo moral quede corto de vista, ya que esos relatos implacables y a la vez despojados de todo terror, como expone Campbell, “se encuentran bañados en esa dicha que da el anonimato trascendente cuando se mira en todos los egos pagados de sí mismos que luchan unos con otros, que nacen y mueren, en el transcurrir del tiempo”.
Porque el objetivo del mito, insiste Campbell, es disipar las brumas que nos atan a la ignorancia vital de inventarnos una imagen falsa de nosotros mismos, de empecinarnos en tener razón a toda costa, de descentrarnos del principio de la eternidad cuando nos angustiamos por el resultado final de nuestros actos, mediante la reconciliación de la consciencia individual con la voluntad universal, labor que lleva a cabo el mito al hacernos conscientes de la verdadera relación entre los fenómenos pasajeros en el tiempo y la vida imperecedera que en todos vive y muere.
Por eso las religiones son “mitologías mal entendidas”: interpretan los símbolos interiores como hechos históricos exteriores, cuando la función de la mitología es la de “abrir la mente y el corazón a la maravilla suprema del ser”.
Hay una clara advertencia en el mascarón de proa del navío en el que embarcamos con Campbell en estas dos travesías por los océanos de los mitos, y que hemos de tener muy presente a la hora de hacernos a la mar: todo se ha de ver como símbolo, como metáfora de una realidad puramente interior. Ahí donde la poesía del mito se interpreta como biografía, historia o ciencia, pues los hechos míticos religiosos no son literales, ni históricos, ni atañen a lugares geográficos, lo que se hace es aniquilarla. “Cuando una civilización empieza a interpretar así su mitología, la vida la rehúye, los templos se convierten en museos, y se disuelven los vínculos entre ambas perspectivas”. Por eso las religiones son mitologías mal entendidas. Es la condena que sufren hoy libros como la Biblia o el Corán y gran parte de sus cultos. Porque no se trata, como subraya Campbell, de buscar aplicaciones de interés para la época contemporánea, sino de devolver las imágenes a la vida, buscar en el pasado más inspirado claves que las iluminen para revelar a un vasto campo de iconografía medio muerta su significado humano y su permanencia. “Abrir la mente y el corazón a la maravilla suprema del ser”.
Y es que “cada uno lleva dentro el todo”, y por eso “se lo puede buscar y hallar dentro de sí”. Y las diferencias de edad, sexo y ocupación, como advierte Campbell, “no son esenciales a nuestro carácter, sino meros ropajes que vestimos una temporada en el gran escenario del mundo. La imagen del ser humano interior no se debe confundir con la ropa que viste”. La meta, al fin y al cabo, no es ver, sino comprender que uno es la esencia. Más aún: el mundo también es la esencia. Así que el mundo y uno mismo son uno, no hay separación. El mundo se hizo para Él, por Él. “Oh Mahoma”, dijo Dios, “de no ser por ti, yo no habría creado el cielo”.
La conclusión de Campbell, al final de estos dos viajes prodigiosos, es que el lector contemporáneo pueda haberse instruido para acometer la empresa, toda una gesta, de traer nueva luz a la Atlántida perdida del alma incardinada. “No se trata sino de hacer que el mundo contemporáneo sea significativo espiritualmente hablando, o, más bien, (por darle la vuelta a la redacción del mismo principio), de hacer que hombres y mujeres alcancen la plena madurez humana asumiendo las condiciones de la vida contemporánea”. Pues hace falta, como bien podemos percibir dondequiera que miremos, una transformación del orden social para que, mediante el más mínimo detalle y acto de la vida secular, “la conciencia tenga en cierto modo noticia de la imagen vivificante del ser humano divino y universal que de hecho es inmanente y se hace carne en cada uno de nosotros”. Cosa, por otra parte, que no deberían impedir ni los ideales ni las instituciones temporales de la tribu, la raza, el continente, la clase social o el siglo que sea, pues nada de ello es la medida de la existencia divina, inagotable, variegada y maravillosa que es la vida en todos nosotros.
Finalmente, una vez realizados estos maravillosos viajes, si nos atrevemos a escuchar la llamada del héroe y buscamos la mansión de esa presencia con la que estamos destinados a reconciliarnos, como escribe Joseph Campbell, ni podemos ni debemos esperar a que nuestra comunidad mude la camisa del orgullo, el miedo, la avaricia racionalizada y la glorificación del desacuerdo. Hay que vivir, decía Nietzsche, “como si el día ya estuviera aquí”. Porque “no es la sociedad la que ha de guiar y salvar al héroe creativo, sino al revés”.
Como expone Eugene Kennedy, Campbell devolvió a la vida un conjunto de mitos que parecían reliquias muertas y quebradizas, evocando, por ejemplo, la riqueza simbólica del Nuevo Testamento, devaluado espiritualmente con el paso de los siglos, redescubriendo a los cristianos el aura de significados profundos que sobrevuelan los incidentes religiosos y los relatos de la vida y obra de Jesús. El propósito de Campbell no era descartar los mitos como inverosímiles, sino revelar su núcleo vivo y nutritivo. “Muchos elementos de la Biblia parecen muertos e increíbles porque han sido considerados hechos históricos en lugar de representaciones metafóricas de realidades espirituales”, lo cual, como indica Kennedy, ha prolongado hasta el siglo XXI un desfase entre las ideas estáticas de las religiones institucionales y el desarrollo de una sólida erudición nueva.
Porque como sostiene Campbell, cuatro son las funciones que podemos entender del mito: una mística, que representa el descubrimiento y reconocimiento de la dimensión del ser; otra interpretativa, que presenta una imagen consistente del orden del cosmos. La tercera es validar y sustentar un orden moral específico, el orden de la sociedad donde ha nacido un determinado mito. Y la cuarta función es transportar al individuo a través de los distintos estadios y crisis de la vida; es decir, ayudar a las personas a entender integralmente el despliegue de la vida.
Así, por ejemplo, el nacimiento virginal en la mitología cristiana no se refiere a la condición biológica de María, la madre de Jesús, sino al renacimiento del espíritu que todos podemos experimentar. La Tierra Prometida tampoco se refiere a una ubicación geográfica, sino al territorio del corazón humano, en el que cualquiera puede entrar. Y la Crucifixión, fuera de la perspectiva puramente histórica, se explica así: “Jesús dejó su cuerpo mortal en la Cruz, signo de la tierra, para ir al Padre, con el que era uno. Nosotros, de modo similar, debemos identificarnos con la vida eterna que se halla en nuestro interior. El símbolo nos habla de la aceptación voluntaria de Dios de la Cruz, es decir, de la participación en las pruebas y tribulaciones de la vida humana en el mundo. De manera que Él está aquí, en nuestro interior, no por una caída o un error, sino con arrobo y regocijo. La Cruz tiene así un sentido dual: uno, nuestro ascenso a lo divino; dos, la venida de los divino a nosotros. Es un verdadero cruce”.
La tradición judeocristiana así restaurada por Campbell nos aleja de ese sectarismo religioso al que nos han sometido las doctrinas eclesiásticas, y de igual manera es posible comprender cualquier otra mitología, ya que Campbell las abordó todas con la intención de rescatar sus enseñanzas más profundas, como la compasión cristiana, que exige que muramos para nosotros mismos de modo que nos elevemos a esa visión que revela que compartimos la misma naturaleza humana con el resto de personas y que nos sugiere la afirmación védica que Campbell hizo su lema: Tat tvam así (Tú eres eso), un mensaje esperanzador para estos tiempos, que nos ayuda a vencer el miedo y la vergüenza con que nos miramos unos a otros, y que nos permite aceptar la humanidad que nos conforma desde una perspectiva que al mismo tiempo nos impele a desempeñar un papel en la suprema ordalía de la vida, “no en el esplendor de los momentos de gloria para la tribu”, como advierte Campbell, “sino en los silencios de la propia desesperación”.
Por esa razón, como concluye Campbell, hoy solo podremos encontrar la nueva mitología en el arte, donde se está creando a través de sus diferentes expresiones, ya que el arte es en nuestro tiempo el único vehículo de expresión de los mitos y, como el lenguaje artístico es también metafórico, en las psiques de los artistas de hoy es donde encontraremos las semillas de las mitologías del mañana.
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Autor: Joseph Campbell. Título: El héroe de las mil caras. Editorial: Atalanta. Venta: Todostuslibros y Amazon
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