Para contar la historia de Joshua Logan hay, entre otras, la posibilidad de centrarnos en una historia triste y en una historia divertida. La triste comenzaría lamentándonos por el triste olvido en que ha caído el director de Picnic (1955), Bus Stop (1956), Sayonara (1957), South Pacific (1958), Camelot (1967) o La leyenda de la ciudad sin nombre (1969). Y la divertida nos ahorraría las lágrimas y los lamentos, porque siempre es más recomendable recordar los entusiasmos que los fracasos. A Logan le podemos agradecer que nos enseñase el torso de William Holden o que demostrase las dotes interpretativas de Marilyn Monroe, del mismo modo que podríamos reprocharle haber convertido en cantantes a Richard Harris y Clint Eastwood.
De acuerdo, Joshua Logan fue por encima de cualquier otra cosa un director teatral, aunque conformarnos con eso nos obligaría a pasar por alto sus trabajos como actor, productor o guionista. No. Sería injusto atribuir los méritos de Escala en Hawai (1955) sólo a John Ford o Mervyn LeRoy, pues Logan intervino en el rodaje de la película, que anteriormente había convertido en uno de los mayores éxitos de Broadway y cuyos diálogos había escrito casi en su totalidad. Sin embargo, el nombre de Logan estaba condenado. La gente le hablaba sobre las excelencias de South Pacific (1958) sin darse cuenta de que él mismo había escrito y dirigido la versión teatral, además de buena parte de la cinematográfica. Durante la entrega del Pulitzer al Mejor Drama Musical, de hecho, el premio que recibió South Pacific lo fueron a recoger Richard Rodgers y Oscar Hammerstein: de Logan —su máximo responsable— se habían olvidado. Era un hombre invisible. O algo así. Uno de los libros que escribió hacia el final de su vida se titulaba Estrellas, personas y yo. Se me ocurre que un título alternativo podría haber sido Alguien, nadie y yo. El pobre.
Desde su juventud, Logan se sintió atraído por las bambalinas. Sus amigos James Stewart y Henry Fonda le aconsejaron que, en lugar de actor, fuese director. Tras su primera película, Volvió el amor (1938), buena parte de la crítica le aconsejó que regresara al mundo del teatro. Alguien tan obediente —claro— solía hacer caso de sus amigos y de los desconocidos, demasiado. Ya no volvió a ponerse detrás de una cámara hasta mediados de los cincuenta, y mientras tanto se dedicó a cosechar todo tipo de éxitos en Broadway, el Tony, los aplausos, la riqueza… Incluso sus películas a partir de entonces hicieron dinero y consiguieron nominaciones a los Oscar. Desgraciadamente, seguía siendo un intruso. Nadie. Lee Marvin, en pleno rodaje de La leyenda de la ciudad sin nombre, le aconsejó que se dedicase a escribir y a cuidar del jardín de su mansión en Beverly Hills. Dicho y hecho. En adelante abandonó el cine y el teatro para entregarse en cuerpo y alma a una autobiografía en la que desvelaba sin ningún pudor el trastorno bipolar que le había acompañado a lo largo de su vida, aparte de sus muchas inseguridades cada vez que decidía tomar un nuevo rumbo. Antes de que cayese el telón en su particular comedia dramática tuvo un arranque de ironía al decir: «La gente en general cree que nunca dejé de hacer lo que me daba la gana; es posible. Me resulta triste, no obstante, que casi nadie sepa con exactitud qué hice».
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Ya era hora de que alguien recordara el puñado de grandes películas que hizo Logan y reconociera el mérito de su director.
¡¡¡Mil gracias!!!