Juan Cruz ha tenido siempre miedo de los cristales rotos. No sabe recogerlos sin hacerse sangre y generan en él “superstición, mal augurio y un pavor” difícil de describir. Sin embargo, en su nuevo libro, Primeras personas, este periodista, escritor y editor transita por “los añicos del tiempo” para viajar “al fondo del alma” de todos aquellos que han dejado una profunda huella en su vida, y lo hace, no para “ajustar cuentas” o sacar a relucir viejos resquemores, sino para retratarlos en los momentos en los que más los ha amado, no necesariamente vinculados al éxito del medio centenar largo de los escritores, editores y periodistas que retrata. A veces, recuerda tiempos difíciles de algunos de ellos y momentos previos a la muerte de otros. Pero, aunque haya ciertas dosis de tristeza y de esa “melancolía lorquiana” que asegura tener Juan Cruz, Primeras personas es un libro de celebración y vida, y es autobiográfico, como todos los de este escritor.
A lo largo de las 340 páginas del libro, el autor de obras como Retrato de un hombre desnudo, Ojalá octubre, El niño descalzo y Un golpe de vida, se deja llevar por sus propios recuerdos, impresiones y sentimientos y apenas utiliza “papeles y recortes”. “Quería que el fresco fuera verdaderamente una purga de lo que recuerda el corazón”, escribe en la introducción de Primeras personas, publicado por Alfaguara. “Este libro está escrito de memoria y de afectos. Es lo que quedó de todas esas personas en mí”, asegura Juan Cruz (Puerto de la Cruz, Tenerife, 1948) en la entrevista que concede a Zenda.
En esa “crónica general” de cuantos han marcado la vida del autor tinerfeño, figuran escritores como Günter Grass, Gabriel García Márquez, José Saramago, Mario Benedetti, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Orhan Pamuk, Juan Marsé, José Manuel Caballero Bonald, Javier Marías, Arturo Pérez-Reverte, Julio Llamazares, Antonio Muñoz Molina, Jorge Semprún, Susan Sontag, Tomás Eloy Martínez, Jorge Fernández Díaz y Manuel Longares. Pero Juan Cruz no se olvida jamás de su faceta de editor. Fue director de Alfaguara de 1992 a 1998 y habla “con devoción” de los editores “porque no están suficientemente valorados”, y esa “devoción” late en las páginas que dedica a Peter Mayer, Beatriz de Moura o a Amaya Elezcano. “En los últimos tiempos, muchos han creído que el autor y el agente literario son suficientes. No. Los editores son fundamentales en la escritura contemporánea”, subraya.
Entre retrato y retrato, se cuela el recuerdo de sus padres, de algunos parientes y amigos. Especialmente emotivas son las páginas que Juan Cruz le dedica a su madre, esa mujer que le inculcó a “Juanillo” el amor por la lectura, aunque sólo fuera de los recortes de periódicos que llevaba a casa. “¿Ya no dice nada más ese papel?”, le preguntaba el niño. “Entonces era cuando ella inventaba. Yo me hice escuchándola leer. Y releer e inventar”, recuerda el escritor. Aquella mujer alegre y vital “se encerró en el silencio” cuando supo que estaba gravemente enferma. “Mi madre dejó de hablar porque no quería comunicar la tristeza. El dolor es indecible”.
Galardonado con el Premio Canarias de Literatura, el Azorín de novela, el Benito Pérez Armas y el Nacional de Periodismo Cultural, entre otros reconocimientos, Juan Cruz se inspira “directamente” en el libro Examen de ingenios, de José Manuel Caballero Bonald, a la hora de escribir sus Primeras personas, y así lo cuenta en el perfil del poeta gaditano.
“Desde que salió el libro de Caballero Bonald yo dije que era una obra maestra, un libro ejemplar en el sentido de que recorre el espinazo de la literatura en español del siglo XX, con una solvencia extraordinaria. Esa obra me ha servido de inspiración. Absolutamente. Por eso le dedico mi libro y lo cuento al final”, comenta Juan Cruz durante la entrevista, que tiene lugar en la sede de Alfaguara:
—Este es uno de tus libros más personales, porque los retratos están escritos a golpe de impresiones y sentimientos. ¿El recuerdo de esas “primeras personas” te sirve también para completar tu autobiografía?
—Yo me senté a la máquina durante mucho tiempo para escribir de esas personas, en realidad contando lo que ellas me habían dejado a mí dentro. Y hace unos días, hablando con una amiga, le dije un verso de Neruda que siempre circula por mi memoria: “El destino del hombre es amar y despedirse”. Y aquí yo cuento hasta qué punto mi vida ha sido eso: yo he amado a muchísimas personas y las retrato en el momento en el que más las he amado. No podía ser un libro de resquemores, que, probablemente hay; ni podía ser un libro de ajuste de cuentas, que, probablemente, podría haber, porque ¡han pasado tantas cosas entre esas personas y yo! Pero si yo escribiera, por ejemplo, de Peter Mayer que un día se enfadó conmigo porque llegué tarde a una cita, y de ahí hago una historia, sería injusto con Peter Mayer y con la vida. Yo de lo que he escrito es de la buena huella que dejaron en mí esas personas.
—No hay maldad en este libro, ni tampoco desdén, dices en la introducción. No te lo permitirías, aseguras. Pero, ¿no corres el peligro de proyectar una imagen demasiado bondadosa de ti y de esas personas de las que hablas?
—Es que yo creo que existe la buena memoria y la mala memoria. La mala memoria no es sólo aquella que te lleva a olvidar las cosas. Es la que te hace recordar maldades, y yo he querido que la gente tenga un retrato de las personas que he conocido tal como yo las he visto en sus mejores momentos, aunque, a veces también, en momentos muy difíciles para ellos. Pero trato de comprender unos tiempos y otros.
—En este libro hay cierta tristeza, Juan. Tristeza relacionada con tu propia vida y, también, con la de los retratados, porque te fijas en sus silencios, en sus momentos de soledad, no tanto en sus grandes éxitos, cuando los hubo.
—Son historias que han quedado en mí como presencias de personas a las que yo he querido ayudar en esos momentos. Un editor es alguien que ayuda a otro a llevar un camino, y yo aprendí eso siendo editor y amigo de autores, desde García Márquez —aunque a él no lo publiqué, pero fui amigo suyo, le hice entrevistas y lo conocí bastante—, hasta Carmen Balcells. Es decir, si yo ahora ajustara cuentas con Carmen Balcells sería un imbécil, porque no soy mejor que ella. Yo no soy mejor que nadie de los que retrato, y de todos he aprendido algo. Yo vi muy mal a Benedetti, al final de su vida, pero también lo vi en otros momentos, y en el libro me fijo en un instante, aunque luego hay otros instantes que completan esa imagen. Mario Benedetti era una persona muy difícil y muy vulnerable. Tenía mucho ego y nosotros, los editores, se lo disimulábamos, porque no contábamos las cosas que veíamos en Benedetti y eran evidentes, como cuando estaba en la Feria del Libro y apuntaba los ejemplares que iba firmando. Todo el mundo tiene defectos, y, entonces, si yo me centro en ellos, a lo mejor consigo un best seller, pero yo quería darles un abrazo a esas personas, y al lector también.
—Siempre me ha llamado la atención la facilidad que tienes para cultivar la amistad de todas esas “primeras personas” que has ido conociendo a lo largo de tu vida. Pareces saber cuándo alguien necesita que lo atiendan, que lo abracen.
—Te voy a contar de esta mañana (la entrevista tuvo lugar hace unos días). A las ocho menos cuarto, yo recibí una llamada de un veterano autor, al que nunca edité, que me llamaba para ver si le conseguía un fontanero (risas). Y se lo conseguí. Ocho menos cuarto de la mañana. Dime tú hasta qué punto eso no es una manera de ser, porque, si no fuera así, ese escritor no me hubiera llamado a mí. Yo le ayudé a Benedetti en el hospital, a John Berger en el dentista, a la mujer de John Berger en la comisaría; a Paul Bowles le conseguí cirugía para una pierna, a Azcona fisioterapia; a Rosa Regás lo mismo; a Verdú le proporcioné un médico; a Millás médico y otras cosas. Pero formaba parte de mi manera de ser, porque yo, de niño, fui desvalido, fui asmático, y recibía todos los días el impacto de estar solo. Como yo no podía jugar ni al fútbol ni a nada, los chicos me venían a ver porque yo contaba bien las cosas. Y, entonces, esa especie de samaritanismo que me marca se concentra también luego en los escritores y en la gente del periódico (El País). Yo, cada vez que llega un periodista joven que no sabe por dónde ir, me presto a ayudarle. Pero así es mi vida, por eso el libro va de eso. Evidentemente, hay muchas personas que retrato ahí con las que me he enfadado, como con Pérez-Reverte o con Manuel Vicent. Yo me he enfadado con mucha gente en el curso de mi trabajo, pero siempre me he reconciliado, menos en algún caso que no ha sido posible. Por ejemplo, con Millás tuve un desencuentro, y en el libro lo cito de pasada, pero yo no podía vivir luego la vida sin un afecto como el de Juan José Millás. ¿Y voy a contar el desafecto? ¿Para qué? ¿Qué logro? ¿Que un cotilla diga que Juan Cruz “se mete con”? Yo odio la expresión “se mete con”.
—Le has dedicado ya varios libros tuyos a escritores, como el de Egos revueltos (Premio Comillas). ¿Cómo has hecho la selección de estas “primeras personas”?
—Aquí están sobre todo aquellos con los que trabajé más directamente. También gente con la que conviví, como mis padres, o Pérez Minik, que fue mi maestro; Vargas Llosa, a quien yo traje a Alfaguara; Caballero Bonald, cuyo libro Examen de ingenios imito; Dulce Chacón, que fue una persona muy cercana y muy importante para mí y que, además, fue escritora. Peter Mayer, que nos enseñó muchas cosas; Rosa Montero, a la que vi en un momento específico, y en él se centra mi discurso sobre ella. Antonio Muñoz Molina, Elvira Lindo… Con todas esas personas yo trabajé. De otros he escrito en otros libros.
—Tu nuevo libro se podía haber titulado también Cristales rotos. Hay muchos a lo largo de todo el libro y aseguras que les tienes miedo. “Duelen los dedos de poner en orden los cristales rotos”, escribes.
—Yo tengo mucho miedo en general. Tengo miedo sobre la salud de las personas, tengo miedo de haber hecho mal. Me da tristeza haber cometido errores y me da rabia que no haya vida eterna para las personas. En realidad, eso de los cristales rotos viene, lejanamente, de un artículo que escribió Enzensberger hace muchos años, que se llama Cristales rotos de España. Pero en esta ocasión, yo estaba en mi casa de El Médano, al sur de Tenerife, y se cayó una pieza de una maleta sobre un cristal en el que había una fotografía de Günter Grass, y la verdad es que Günter Grass para mí fue uno de los damnificados del siglo XX, un hombre que a los dieciséis o diecisiete años se mete en la Segunda Guerra Mundial del lado de Hitler —ni sabía lo que era aquello—, y, después, cuando él cuenta su militancia juvenil en las Waffen SS alemanas en el libro Pelando la cebolla, fue una ejecución sumaria. Y la saña con la que fue tratado me causó una enorme tristeza. Yo lo fui a ver a Faro, en Portugal, y él no tenía ganas de nada. Fue muy duro para él. Cuando escribió ese libro, él no sabía que en ese tiempo empezaba a funcionar en Europa lo políticamente correcto.
—Tú entrevistaste a Günter Grass quince días antes de que muriera.
—Pero fui a verlo porque sabía que estaba triste, y yo quería siempre tener contacto con él, como me pasó con Benedetti. Esas personas han sido para mí muy importantes, como lo fue Onetti, a quien, antes de morir, yo le procuré hospital, lo llamaba por teléfono, le ayudaba a cuidar a su hijo, le di trabajo a su hijo. Con toda esa gente he tenido una relación personal. Por eso están ahí. Con Saramago tuve una relación personal, con Peter Mayer, Susan Sontag, Carlos Fuentes… Todos han sido primeras personas en mi vida.
—En esa entrevista que le hiciste a Grass en 2015, él tenía una visión muy negativa sobre el porvenir de Europa y sobre el resurgimiento de la ultraderecha, de la xenofobia. Y te dijo una frase que debería hacernos reflexionar: “Va a ocurrir lo inevitable”.
—Grass era un buen analista político, y tenemos que escuchar a este tipo de personas. Yo estoy seguro de que si Pablo Casado y Albert Rivera hubieran estudiado más Historia tendrían cuidado con lo que están diciendo ahora. No sólo ellos, los de Podemos también. A los políticos se les debería obligar a estudiar varios años de Historia, o a tener asesores en esa materia, que les vayan diciendo, porque aprenderían. Por ejemplo, todos deberían leer Sonámbulos, de Christopher Clark, que es la obra que estaba leyendo Günter Grass cuando lo vi por última vez. Los periodistas también deberíamos leer más libros de Historia. Y los tertulianos. No puede entrar un tertuliano, por ejemplo, en Televisión Española sin que sepa Historia.
—El editor Peter Mayer parece que es una de las “primeras personas” que ha dejado en ti un recuerdo más imborrable.
—Hombre, es que Peter Mayer era un editor perfecto. Descubrió por casualidad un libro de Henry Roth, Llámalo sueño, fue detrás del autor, lo convirtió en un best seller siendo un libro complejo, y luego convirtió una editorial que estaba, digamos, viviendo una vida doméstica insuficiente, en una de las grandes editoriales de clásicos del mundo, Penguin. En el capítulo dedicado a Amaya Elezcano yo hablo del editor, que es un personaje que se desprende de sí mismo. Yo, cuando fui editor, nunca, nunca, nunca hablé de mis propios libros delante de los autores. Nadie me dijo que no lo hiciera, pero yo tenía la intuición, que luego comprobé, de que los autores son egocéntricos, egoístas y ególatras, pero eso no es un defecto, forma parte de su naturaleza. Si tú no fueras egoísta, egocéntrico y ególatra no te pondrías delante de una máquina de escribir a contar historias que a lo mejor te llevan un esfuerzo enorme y luego nunca salen en el papel. ¿Tú te imaginas, por ejemplo, a Longares, que es una de las personas que yo más quiero, escribiendo Romanticismo, que es un libro extraordinario? Sale de escribir esa novela, se la entrega a un editor, y éste le dice: “Esto no sirve”. ¡Imagínate que ese libro no llega a publicarse! Se lo publicó Alfaguara. Yo lo leí en galeradas y me pareció fascinante.
—Hay retratos que son emocionantes, entre ellos el de Julio Llamazares, y no creo que sea sólo porque es tu amigo.
—Yo soy amigo de Julio porque creo de él esas cosas. Yo creo que no hay ningún retrato impostado, aunque sí hay cosas que me callo, claro; de mucha gente, de mí mismo. Porque uno no está preparado para decir la verdad. En realidad, uno no sabe tampoco lo que es la verdad. ¿Por qué tengo yo que darle a la gente una impresión desfavorable de personas que a lo mejor yo no he sabido ver? A mí la vida me ha enseñado a relativizar lo absoluto. Nada es como nosotros creemos que es.
—En ese perfil de Llamazares dices que Samuel Beckett es quizá el autor que más has amado, junto con Albert Camus, Scott Fitzgerald y García Lorca.
—Camus me ayudó a salir de la adolescencia. Scott Fitzgerald me ayudó a salir de la juventud. Beckett me ayudó a hacerme una personalidad más compleja. Y García Lorca es todo para mí. Es, para mí, la persona que lloraba por dentro, siempre. Esa especie de melancolía que yo tengo es lorquiana. La gente cree que yo soy alegre, pero soy un solitario. Lo que pasa es que estoy con gente siempre. Vargas Llosa, en 1990, dijo: “Yo escribo para huir de la pena”.
—Juan, tú has desarrollado muy a fondo tres facetas: la de periodista, la de editor y la de escritor. En realidad, en las tres hay pasión por la palabra escrita. ¿Ese sería el principal motor de tu vida?
—Sí, sin duda. Yo, de niño, escribía en los bordes de los periódicos, en los bordes de los cuadernos. Yo iba por la calle, y en mi casa no había periódicos ni libros ni nada. Y yo cogía del suelo periódicos viejos y escribía de todo en ellos, todo el rato, y yo prácticamente no sabía escribir. Desde que, a los ocho años, llegó el primer recorte de periódico a mi casa, y mi madre me lo leía, desde entonces yo tengo esta fiebre de la escritura.
—Cuando Orhan Pamuk no era famoso, te quejas del poco caso que los periodistas le hicieron cuando vino a Madrid en 1998 y tú eras su editor. ¿Quizás es que los medios sólo apuestan por lo seguro?
—Pasó también con Héctor Abad. Yo creo que los medios apuestan poco. Por ejemplo, ahora ha salido un libro extraordinario de Antonio Soler, Sur, y no se le ha hecho demasiado caso. Soler es un escritor buenísimo, y ese libro es un acontecimiento, habría que tratarlo como tal.
—En Zenda sí lo entrevistamos hace unas semanas, porque Sur es una novela excelente.
—Sur es un libro muy bueno, igual que lo era Romanticismo, Bella en las tinieblas, igual que era bueno Rayuela. ¿Difíciles de leer algunos de ellos? La literatura no es una mesa ni una tortilla de papas. Es una de las bellas artes, y se está tratando como si fuera una de las bellas mercancías en las librerías. Pero es una de las bellas artes.
—En el perfil de Jorge Fernández Díaz es muy bueno lo que cuentas de su madre, de cuando ella iba al psiquiatra. Su hijo le preguntaba qué pasaba en esa consulta mientras ella hablaba: “Nada —respondió ella—. Yo hablo y el psiquiatra llora”. De ahí nació el libro Mamá.
—¿Sabes lo que yo pienso? Que ese libro, Mamá, es importante; su libro más emocionante y más raro. Y es importante porque la materia prima también lo es. Y yo creo que la materia prima de los libros ha de ser la persona humana. Luego puede haber otros adornos, pero la materia prima de un escritor, el lugar en el que se encuentra con la vida, han de ser todas esas virtudes que tiene el ser humano: la desolación, la bondad, la tristeza, la felicidad, el amor, el desamor… Todo aquello que lo convierte en distinto a una mesa.
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