Ante la muerte de Juan Cueto —escritor, periodista, comunicólogo, director y fundador de Los Cuadernos del Norte—, Zenda rescata este texto de Miguel Barrero. El prólogo al libro Cuando Madrid hizo pop, una recopilación de textos convertidos en croquis del itinerario que va de la posmodernidad a la globalización, publicado por Edidiones Trea.
Siempre que pienso en Juan Cueto, recuerdo una imagen del día en que nos conocimos. Yo había ido a su antigua casa de Somió para hacerle una entrevista cuya excusa radicaba en una reciente promoción de la Caja de Ahorros de Asturias, que de pronto había puesto a la venta la colección completa de Los Cuadernos del Norte —la revista que él había fundado y dirigido a lo largo de los años ochenta—, y cuando llegué allí el fotógrafo, que se me había adelantado, le tenía posando en el jardín. De aquella sesión salió una instantánea que refleja a Cueto sentado en una hamaca, con un libro entre las manos, mirando al cielo con aire distraído, y esos tres elementos resumían, de alguna manera, la percepción que yo me había ido forjando de él desde que, en mi adolescencia, leí, por indicación de mi padre, algunos de sus textos fundamentales. Por aquellas fechas (le entrevisté en octubre del 2009) Cueto llevaba ya un tiempo desaparecido del mapa y yo, personalmente —luego descubrí que a mucha más gente le ocurría lo mismo—, echaba de menos sus opiniones acerca de un mundo cada vez más sumido en una crisis tan brutal como inédita y revolucionado por la constante renovación de las nuevas tecnologías y el influjo cambiante que estas iban ejerciendo sobre la sociedad. Durante muchos años, él había explicado no solo por dónde estaban yendo los tiros, sino también por dónde tendrían que ir, y sus artículos constituían una brújula irrechazable para navegar por la vida sin perder el rumbo de los tiempos. Cuando aquella tarde el fotógrafo concluyó su trabajo y él y yo nos pusimos a charlar en la sala de estar de aquel chalé centenario al que su primer dueño había bautizado como Villa Josefina, me encontré a un Cueto crepuscular y atónito, incapaz de comprender bien por qué nadie entendía lo que para él siempre había estado claro. «El progreso fue un fracaso», me dijo, «porque el progreso no es solo lo que está delante; el progreso es bueno porque acumula memoria, pero el problema viene cuando salta por encima de la memoria y lo liquida todo, y yo ahora mismo me encuentro en un estado de perplejidad tremendo porque creo que se ha tratado el progreso muy aceleradamente».
Aquella entrevista me causó una impresión bastante honda. Sobre todo, porque hacía mucho tiempo que Cueto no daba a conocer sus opiniones, pero también porque nadie esperaba que de su boca saliese un reconocimiento de ese calibre. El cineasta Gonzalo Suárez me había dicho una vez, mucho antes de aquel primer encuentro en Villa Josefina, que lo bueno de tener cerca a Juan Cueto era que este siempre podía explicar las cosas cuando nadie era capaz de entender nada, y si Juan Cueto no podía entender los nuevos tiempos, qué podíamos esperar nosotros. No era una impresión aislada. Todos los que conocieron de cerca a Cueto, todos los que convivieron con él en algún momento de sus años más activos, esto es, los que fueron de los principios de los setenta a las postrimerías de los noventa, pueden dar y dan fe de lo difícil que resultaba seguirle el ritmo. Lo expresó muy bien Francisco García Pérez cuando escribió: «Tan imposible era que Aquiles, el de los pies veloces, alcanzase a la tortuga, como que cualquiera de quienes en los setenta estudiábamos en la Facultad de Filosofía y Letras diera caza a Juan Cueto. Según la paradoja de Zenón, para cuando Aquiles hubiese salvado la distancia que lo separaba de la tortuga, el reptil ya habría recorrido otro tramo que, a su vez, debería caminar el héroe si quisiera llegar hasta ella, aunque, para entonces, ya el quelonio habría avanzado otro trecho que, a su vez, debería recorrer el héroe, etcétera. Nunca alcanzábamos a Juan Cueto, porque, cuando llegábamos, se había ido al paso siguiente».
Así había sido Juan Cueto y, hay que decirlo, así sigue siendo. Pese al cansancio que anidaba en sus palabras, aquella confesión de extrañeza no escondía una claudicación. En silencio, alejado del ruido de los medios y de las efusiones catódicas, Cueto no había abandonado sus reflexiones acerca de la contemporaneidad y sus recovecos y continuaba emitiendo juicios pertinentes y atinados que, y esta era la novedad, nunca llegaban a salir fuera de su despacho. Lo constaté en las muchas conversaciones que hemos mantenido en el año largo que ha pasado desde que estuvimos cara a cara por vez primera, inicialmente en el salón de Villa Josefina y luego en la cafetería del muro de San Lorenzo donde empezamos a reunirnos después de que abandonara las praderas de Somió para refugiarse en el cogollo urbano de Gijón. Allí nació este libro cuando comprobé que sus veredictos no eran fruto del azar o de una oportunidad concreta y que respondían, punto por punto, a un razonamiento prolongado que Cueto ha venido elaborando a lo largo de su vida y que el lector solo podía hallar disperso por libros, revistas y publicaciones especializadas, desprovisto de un hilo conductor que le otorgara una coherencia global y convirtiera en un circuito cerrado lo que hasta ahora habían sido teorías intercomunicadas pero, en el fondo, independientes. Y en unos tiempos tan infames como estos, con el mundo entero convertido en un completo caos merced a esa crisis a la que podría aplicársele —en la que posiblemente sea su acepción más siniestra— el famoso apelativo de glocal que el propio Cueto se sacó de la chistera hace unos cuantos años, no parecía mala idea rescatar aquel material desperdigado por revistas, volúmenes colectivos y publicaciones especializadas para amplificarlo y conferirle el sentido que, por otro lado, nunca dejó de tener. Paradójicamente, ahora que el sabio abandonaba el retiro en el campo desde el que se había anticipado al devenir de los tiempos (la hamaca en el jardín, la mirada fija en el cielo) y había buscado el silencio en el bullicio de la ciudad con la determinación de mantenerse callado para siempre, era el momento de hurgar en lo que ya había dicho para buscar claves y explorar posibles salidas.
La tarea fue abundante, y se prolongó más de lo que ambos pensábamos. Nacido en Oviedo en 1942, Juan Cueto ha tenido una trayectoria tan respetable como prolífica que arrancó con tres carreras universitarias, un trabajo en la cátedra de filosofía de su ciudad natal y una producción ensayística que comenzó con la Guía secreta de Asturias y Los heterodoxos asturianos —dos libros fundamentales por lo que supusieron de redescubrimiento de un territorio en plenos albores de la transición, el primero, y de revisitación de algunos tópicos historiográficos que merecían ser reconsiderados, el segundo— para quedar casi interrumpida cuando, a principios de los ochenta, fundó Los Cuadernos del Norte, una revista patrocinada por la Caja de Ahorros de Asturias que resistió durante toda la década y se convirtió en un referente cultural tanto en España como en el extranjero. Por sus páginas desfilaron todos los que pintaron algo, en las más variopintas disciplinas literarias y artísticas, dentro de lo que se conoció como la movida, y si su andadura terminó fue porque Cueto, que se encontraba ya en Madrid poniendo en marcha Canal +, no tuvo fuerzas para seguir con una aventura que, hoy lo confiesa, jamás pensó que fuera a tener tanto éxito. Pero cuando Los Cuadernos del Norte empezaron a andar, él ya había trabajado en Asturias Semanal e ingresado en las filas del diario El País, donde se convirtió en pionero de la crítica televisiva y demostró, para pasmo de unos cuantos, que la caja tonta era menos tonta de lo que muchos imaginaban. Y todas esas experiencias fueron cristalizando en un interés cada vez más acentuado en la comunicación y sus derivaciones, en el nuevo marco económico que se había venido formando desde los últimos años del franquismo y que había pasado casi inadvertido por los vaivenes políticos, en los cambios constantes que estaba experimentando una sociedad agitada y feliz que, sin embargo, pronto vería cómo el maquillaje se le iba descomponiendo ante el espejo. Por aquellos años se le empieza a aplicar el apelativo de comunicólogo con el que tantos se han referido a él desde entonces, y es en esa época cuando empieza a llevar su concepto de glocalidad hasta las últimas consecuencias. El autor de las críticas de cine recogidas en Exterior noche, el estudioso de las disquisiciones de Miguel de Molinos, el teórico de la obra de Navascués se abría definitivamente al mundo al mismo tiempo que desembarcaba en la capital de España para capitanear, con buen timón y mejor ojo, una de las iniciativas audiovisuales que terminaron de revolucionar para siempre el panorama mediático de un país que, no es exagerado decirlo, había entrado en la modernidad gracias a su inestimable ayuda. A la hora de pensar, sin embargo, en elaborar un libro que reuniese lo más significativo de sus escritos, tanto él como yo (y, por supuesto, el editor, Álvaro Díaz Huici, que se implicó en el proyecto desde el primer momento) consideramos que lo más pertinente era ceñirnos a sus teorías en torno al cambio de paradigma social, económico y cultural que había operado en España desde la transición y que venía constituyendo su preocupación fundamental desde los últimos compases de los setenta. Decidimos esbozar el croquis de un itinerario, el que va de la posmodernidad a la globalización, a través de un conjunto de textos muy heterogéneos en cuanto al fondo y a la forma, pero radicalmente coherentes en su tratamiento de una época convulsa y en la mirada que en ellos se cierne sobre unos modelos sometidos a transmutaciones constantes.
Cuando Madrid hizo pop reúne, así, dos libros que aparecieron en la década de 1980 y que conocieron varias ediciones —La sociedad de consumo de masas y Mitologías de la modernidad, rebautizado aquí por el propio Cueto como Mitologías de la posmodernidad— junto a diversos artículos publicados en el diario El País (es de justicia agradecerle a Juan Cruz su colaboración a la hora de establecer las fechas exactas en que vieron la luz), conferencias que hasta hoy habían permanecido inéditas y textos que en su día pudieron leerse en publicaciones de distinta condición y que obedecen, en esencia, a una misma lectura de un periodo histórico que abarca estos cuatro últimos decenios y que, sintetizada, viene a aseverar que la transición nunca pudo entenderse por completo porque, lejos de constituir solo un cambio en el modelo político, lo que la definió en su significado más profundo fue la sustitución del paradigma socioeconómico, es decir, el paso de una sociedad industrial a una sociedad de consumo, y que todos los desajustes posteriores provienen de esa interpretación epidérmica que ha impedido una comprensión global del presente y dificulta las expectativas que se puedan plantear con vistas al futuro. A lo largo de sus páginas es fácil entender por qué Juan Cueto ha sido y es una figura indispensable en el campo de la cultura y el pensamiento españoles: algunos de estos textos fueron escritos hace casi treinta años y, sin embargo, mantienen una actualidad plena, como si su autor los hubiese pergeñado anteayer. Y, precisamente por eso, este libro permite que el lector se explique por qué desde su retirada, y aunque muchos lo han intentado, su labor no ha tenido continuadores.
Pese a que nunca se ha considerado él mismo «un escritor de libros», como él mismo me confesó en una de las reuniones que mantuvimos cuando estábamos a punto de rematar este volumen, serán muchos los que valoren la decisión de Cueto de compendiar las líneas maestras de su visión del mundo. Sobre todo ahora que soplan malos vientos y andamos, por qué no decirlo, algo justos de genios. Tranquiliza saber que, pese a todo, Juan Cueto sigue haciendo lo que siempre hizo desde su atalaya con vistas al Cantábrico. No es que las cosas vayan a estar mejor gracias a él. Es que, sencillamente, vamos a seguir siendo capaces de entenderlas.
Gijón, diciembre del 2010
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