No es anticine (Universidad de Almería, 2022) un poema narrativo. Sus versos tampoco describen escenas memorables de películas, aunque todos los poemas firmados por Juan Domingo Aguilar (Jaén, 1993) toman sus títulos de piezas más o menos conocidas del cine, la televisión y el documental. anticine es otra cosa: el poemario, ganador del V Premio de Poesía José Ángel Valente, invita a sentarse en una butaca ajena, sentir la emoción en el estómago cuando se apagan las luces y disfrutar de la proyección.
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—anticine es un libro que se construye bajo los presupuestos de una idea previa. Así lo presentabas a la Fundación Antonio Gala, donde estuviste becado para desarrollar los poemas: «Un poemario en el que quede plasmado un acercamiento poético desde una perspectiva contemporánea al mundo cinematográfico y todo lo que le rodea. Una mirada que conlleva el cuestionamiento de toda la ideología que subyace detrás de las películas y que, en muchos casos, contribuye a perpetuar aspectos de la sociedad más conservadores, desde los roles de género hasta los prototipos de masculinidad socialmente aceptados». Sin embargo, el libro que leemos difiere de esta propuesta inicial. ¿Escribir poesía con un «objetivo predefinido» te limita o te da alas?
—Una cosa es el proyecto que preconcibes y otra muy distinta lo que ocurre después. Yo quería hacer un libro que fuese sobre cine, tratar unos temas concretos… Pero tú no escoges el poema, el poema te escoge a ti.
—Porque los tuyos no son exactamente textos centrados en las películas.
—Comenzó a ser importante para mí que el título de los poemas, todos basados en películas o incluso documentales, no condicionara al lector. Cuando me dieron la beca en la fundación, la idea original del libro cambió mucho respecto a lo que ha acabado siendo. La propia experiencia de la residencia, los compañeros… todo ello influyó en la evolución del proyecto.
—Es un libro con una vocación temática, pero no limitado por ello.
—Hay libros muy cerrados, con una estructura muy clara y una narrativa muy fijada. Esto puede ser una virtud, pero también un defecto a veces, porque al estar tan predefinidos los poemas pueden perder la capacidad de respirar: se crean libros artificiales. He intentado que no sea el caso de este libro ni algo que defina el proyecto poético al que yo aspiro.
—De hecho, el cine es solo un pretexto para abordar otros temas que te interesan.
—Ya hay libros de poesía sobre cine, antologías… que se basan en escenas o películas, que utilizan el mundo del cine para hacer un poema. Mi objetivo es otro: abordar cualquier temática con el cine como pretexto. Y, sobre todo, conseguir que cine y poesía dialogaran, trabajar a través de esa retroalimentación.
—Es una mirada más orgánica: el cine no se descubre, como en el caso de los novísimos, sino que se parte de un escenario en el que este ya está integrado en la vida. ¿Hay un deseo de utilizar el universo cinematográfico como herramienta para ficcionalizar y, por tanto, alejarte de tu propio yo en los poemas?
—Era la intención, aunque quizá no la principal, porque no deseaba que fuera un libro político: no quería darle ninguna lección a nadie ni me considero quién para solucionarle la vida a los demás (no sé solucionar ni la mía). Mi objetivo era que el libro funcionara como una especie de fotograma de nuestra época, de nuestra generación, de la misma manera en que funcionaban los fotogramas de Super-8 en la época de nuestros abuelos. He narrado cada realidad de los poemas desde una experiencia totalmente ajena a las películas. Se dan la mano cine y poesía, ficción y realidad, y eso es lo interesante.
—¿Cuál es tu primer recuerdo relacionado con la gran pantalla?
—Las primeras películas que vi eran grabaciones en Super-8 que proyectaban mis abuelos en sábanas en la casería del pueblo, en verano, en el interior de Jaén. A cuarenta grados, esa era la única forma que teníamos de pelear contra el calor y los mosquitos. Eran películas caseras: de mis abuelos cuando eran jóvenes, de mis padres creciendo… Y los nietos las veíamos juntos. Había, por supuesto, otro tipo de cintas: recuerdo que una de las primeras películas que vi fue Rebeca, de Hitchcock.
—Se observa un cariño especial hacia tus abuelos: sus vidas se integran en el relato a lo largo de los poemas.
—Siempre han sido muy importantes para mí. Por desgracia, hoy ya ninguno de ellos está, pero ellos son las «casas» más felices en las que he vivido. Y quería poner eso en contraste con que son personas que han estado puteadas gran parte de su vida, sufriendo y luchando y aguantando… Y no han tenido para sus nietos más que buenas formas, cariño, cuidados, han apoyado a los padres… Los abuelos son una figura central de cualquier sociedad democrática avanzada y que tenga un lado humano: no me parece normal desprenderse de ellos como si fueran un objeto decorativo, algo que sobra. Sin ellos no estaríamos aquí y las cosas serían muy distintas: la sabiduría que guardan es tremenda.
—Sois una familia muy peliculera.
—Muy cinéfila, sí. Jugábamos a las películas cuando nos juntábamos los veranos… El cine clásico es algo que yo tengo integrado en mí no de una manera elitista ni intelectual, sino cercano, con la forma del juego. El cine era algo que le gustaba a mi abuelo y a mis tíos y se convertía en un entretenimiento, una forma de compartir cuando nos juntábamos.
—De ahí nace anticine.
—Sin ser pretencioso, esta idea de los poemas como fotogramas de Super-8 surge de ahí: y es que, con todas las diferencias, la situación que vivimos nosotros ahora es muy similar a la que vivieron abuelos a nuestra edad. El sentimiento de precarización, de crisis emocional, vital, de acceso a la vivienda, de salud mental… Es algo que no es nuevo. Y es un retrato que hay que hacer. Yo he elegido hacerlo desde el cine, como si este fuera un acompañante.
—La memoria.
—La memoria, en verdad, es un tema recurrente en mi obra. El libro anterior (Nosotros, tierra de nadie) iba de memoria histórica, de postmemoria. En este, intento acercarme desde una perspectiva nueva, no desde una visión maniquea a la que ya estamos acostumbrados. Poesía y cine, para mí, son memoria, y dialogan con el pasado de una manera inevitable.
—Hay un tono claro de ausencia de esperanza en este libro.
—Pese a que algunos jóvenes podamos estar en una situación de relativo privilegio, esto no quiere decir que no estemos en la más absoluta mierda. Esta es una situación sin precedentes: nos hemos comido la crisis de 2008, la salida de la crisis, entre comillas, hemos terminado la carrera en los años más duros de ese bache… Luego nos hemos enfrentado directamente a la crisis de la pandemia. ¿Y las consecuencias? Ya lo he dicho: problemas de la hostia para el acceso a la vivienda, es imposible encontrar un trabajo… Y, sobre todo, nos enfrentamos a una crisis de salud mental que no se había visto, sin precedentes.
—Y toda esa desesperanza se vuelca en tus poemas de anticine.
—Entiendo que utilices ese término, pero yo no diría tanto desesperanzador como descorazonador.
—¿Por qué?
—Ese término implica, para mí, que hay esperanza, que tienes la esperanza de que vaya a cambiar, aunque no lo parezca por el momento. Y lo digo pese a que nosotros, nuestra generación, llevamos años esperando que las cosas cambien y no lo hacen.
—No parece que vayamos a mejor.
—No. ¿Cuántos de nosotros hemos encadenado contratos de formación, contratos basura, hemos trabajado más de las horas establecidas por menos de cuatrocientos euros y obligados a vivir en ciudades compartiendo piso porque si te vas de los centros empresariales no puedes siquiera trabajar? Es la pescadilla que se muerde la cola: no se puede vivir así, y es un tema muy jodido.
—Y todo esto tiene, como indicas, consecuencias directas en el estado emocional de nuestra generación.
—Estar descorazonado tiene muchas consecuencias. Y perder la esperanza también. No es normal que hayamos normalizado que gente que estamos en torno a la treintena tengamos que vivir a base de pastillas. Yo me he medicado varias veces y tengo 29 años. ¿Eso en qué cabeza cabe? Ponemos parches, pero no buscamos la solución. Y no es una cosa aislada: hables con quien hables, todos estamos en la misma situación.
—Al leer esto, alguien pensará que nos define bien eso de la «generación de cristal».
—No es que nos quejemos por cualquier cosa, ni que seamos más blanditos o seamos unos quejicas. Es que los problemas que estamos viviendo son muy distintos y estamos aprendiendo a exteriorizarlos, a querer que cambien. Y no digo con esto que sean más o menos graves que los de las generaciones anteriores: no olvido que nuestros abuelos vivieron la guerra, pero sí creo que la de nuestros padres y los boomers tuvieron las cosas algo más fáciles.
—Me parece que no es una exageración decir que lo tenemos más difícil que nuestros padres.
—Claro: la generación de nuestros padres y los boomers podían decidir si querían tener hijos, si querían comprar una casa o vivir de alquiler… Eso a nosotros no nos pasa: ¿Cuántas parejas asentadas no pueden plantearse ir a vivir juntos porque ni siquiera podrían pagar el alquiler?
—En anticine, más que los padres, está presente la ya citada figura de los abuelos. Se establece, como has adelantado, un paralelismo entre la vida precaria de la juventud actual y las dificultades que pasaron ellos en su época. ¿Para nosotros son un espejo?
—No olvido que la generación de nuestros padres ha tenido que hacer sacrificios y esfuerzos, claro, pero lo que dices tiene mucho sentido. Y no es un fenómeno que ocurra solo en mi libro: la gente ha vuelto la mirada hacia los abuelos. Es algo que está ligado a la memoria.
—¿En qué sentido?
—Nuestros abuelos han estado mucho tiempo callados, guardándose lo que habían vivido. Y considero que nosotros, la gente de nuestra edad, los nietos, hemos tenido mucho interés por saber sobre su vida, por que nos contaran qué vivieron y cómo lo vivieron, de qué manera les afectó la realidad, qué sacrificios tuvieron que hacer…
—Pienso en tu libro como en las primeras obras de Rosa Berbel y Carlos Catena. ¿La precariedad se ha convertido en uno de los temas principales de algunas de las jóvenes poéticas de este país?
—Hace unas semanas, en un acto que tuvimos con otros poetas de otra generación mayor, nos decían que ellos no habían podido comprar una casa y que estaban condenados a vivir de alquiler toda su vida. ¿Cuál es la diferencia con nosotros?
—¿Cuál?
—Yo les dije la verdad: ellos viven de alquiler relativamente tranquilos. Yo tengo 29 años, soy lo que se denomina un joven adulto, y no es que no pueda comprarme una casa o pedir una hipoteca: es que yo no puedo acceder a un alquiler porque cobro cuatrocientos euros y estoy condenado a vivir en una casa compartida con cinco personas a una hora del centro. Nos prometieron que íbamos a ser la generación más preparada, que íbamos a dominar el mundo, y lo único que hemos conseguido es abrazar la precariedad.
—Es una realidad: no se trata solo de afrontar el día a día desde el pesimismo.
—Yo no creo que seamos especialmente pesimistas, pero sí que somos conscientes de que estamos jodidos.
—En un poema como «Selfie» advierto cierto miedo al futuro.
—Es algo que está totalmente ligado con lo que hablábamos antes: no tener las posibilidades de elección que tuvieron nuestros padres, la capacidad de optar por un proyecto vital…
—Como dice en el poema, no estamos preparados para ver en nosotros las caras de nuestros padres.
—A mi edad, nuestros padres ya tenían un hijo o dos. Y esto no es obligatorio, pero nosotros es que ni siquiera podemos planteárnoslo. ¿El futuro da un poco de miedo? ¡Claro! ¿Y sabes por qué? ¡Porque el futuro es ya! ¡El futuro es esto! ¡Tenemos treinta años! ¿Y cuánto paro juvenil hay en España? ¿A quién conoces que tenga un contrato indefinido?
—El panorama es desolador.
—Vivimos a base de esperanza, pensando que en algún momento esto cambiará y que podremos salir adelante. Nada nos asegura que en quince años, como me decía hace poco un amigo, vayamos a poder tener una casa y estar tranquilos. El futuro da miedo: no sabemos si estaremos, si se puede ir a peor…
—¿Y qué futuro vislumbras tú?
—Es difícil responder a esto. Para mí, la respuesta es que no hay futuro. Y lo comprobamos en el hecho de que vivimos al día, llenos de incertidumbres que nos generan mucha ansiedad…
—¿Por qué «escribir un poema es como un búnker»?
—Antes he dicho que la poesía y el cine eran memoria. Yo siempre he concebido al escritor como una especie de exiliado permanente, que tiene que escribir como si no tuviera país, pero sí memoria. Esto enlaza directamente con la poesía y el cine: ambos son memoria y, a la vez, las herramientas más poderosas para luchar contra el principal antagonista de nuestra vida, que es la nostalgia. Una de mis mejores amigas escribió un artículo hace poco. Decía algo así como que si existiera un manual para combatir la nostalgia, sería un libro de poesía. Y yo creo que a eso habría que añadirle que también una película.
—¿Por qué?
—El acto de ir al cine a ver una película —o ponerla en casa ahora, con el cambio de paradigma— te hace pensar que llegas a un sitio en el que te sientes a salvo, refugiado, de alguna manera. En un libro de poemas ocurre igual: puedes llegar a sentir esa sensación de seguridad, de comprensión, de aislamiento… Ahí surge la idea del búnker, y también ahí es donde se da esa sensación de diálogo entre ambos géneros, entre ambos campos.
—Cierto.
—Y quizá no encontramos respuestas a las preguntas que sobrevuelan a los fotogramas de las películas y a los versos de los poemas, que es la pregunta de cómo vivir, que es esa cuestión que nos atormenta todos los días. Pero sí hay algo que las dos disciplinas hacen muy bien: nos dan consuelo.
—Entiendo, sin embargo, que no haces tuyo ese discurso de que la poesía es un modo de expresión de los sentimientos y nada más. En otras palabras: la poesía no nos salva de nada (y el cine, tampoco).
—No. No creo que la poesía tenga que ser utilizada con fines terapéuticos. En cierto modo, el dolor sí que puede ser un elemento más, un potenciador creativo, un motor para la escritura. Pero no creo que la poesía sea una herramienta salvadora ni sanadora. La idea de salvarse es muy distinta a la de encontrar un refugio.
—Explícate.
—Pienso que la fundación —se refiere a la Fundación Antonio Gala— fue un refugio para mí: un lugar donde puedes estar un año dedicándote a escribir, pensar y leer. ¡Eso es un lujo en los tiempos en los que vivimos!, un regalo que nos hace Antonio a los creadores que hemos tenido la suerte de ser elegidos… ¡Pero es que un libro de poemas o una película también! Un ejemplo: cuando estoy en el cine, acaba la película y se encienden las luces, a mí siempre me ha invadido una sensación de tristeza… ¿Y por qué es triste que se acabe la película?
—¿Por qué?
—Porque después de unas horas te das de bruces con el hecho de que tienes que volver a la realidad. Y, sin embargo, la hora y media o dos horas que dura la película estás viviendo otras vidas… Incluso a veces te gustaría traspasar la pantalla y vivir al otro lado.
—Otro de los rasgos del libro es la presencia de la violencia bélica: hemos hablado del búnker, pero también hay guerra, la idea de Europa como ente fagocitador de todo lo bueno… ¿A qué se debe este posicionamiento?
—Tiene ese componente, es cierto, pero no de manera premeditada. Creo que es porque la violencia es algo que nos interpela a muchos niveles. Por eso esa violencia política, bélica o más soterrada (económica, social, emocional) que hay en anticine es la misma que está en nuestro día a día y forma parte de nuestra vida. No se puede eludir: sería un poco absurdo. En mi libro anterior, Nosotros tierra de nadie este lenguaje bélico sí que estaba más pensado, y aquí creo que fue más inconsciente.
—Ciertamente, hay muchos tipos de violencia.
—Sí, y ahora veo que están en el libro: la violencia contra la mujer, la censura, que en la sociedad donde vivimos sea mucho más aterrador que se vea un desnudo de un cuadro clásico frente a comentarios y actitudes cuestionables, o incluso postulados y defensas de regímenes dictatoriales como en nuestro caso sería el franquismo… y que eso no tenga ningún tipo de consecuencia… creo que es para hacérselo mirar un poco. Porque, ¿cuál de las dos situaciones incita más a comportamientos que van por un camino de odio y de más violencia?
—Hay una clara vocación estética: la de ser entendido.
—Mi poesía es lo que soy. Un muy buen amigo me dijo que uno tenía que escribir tal y como era. Y yo creo que es una de las frases más sabias que me han dicho nunca. Que mi escritura fuese de cualquier otra forma no sería honesto, y para mí es muy importante ser honesto y sincero con lo que hago. Hacer algo impostado no me permitiría sentirme orgulloso del resultado.
—¿Tal vez por eso se advierte una ausencia total de ornamento en anticine?
—Imagino que con el tiempo me he ido encaminando hacia esa dirección: ir al quid de la cuestión, contar lo que es estrictamente necesario. No tendría mucho sentido que yo escribiera sonetos —aunque respete muchísimo a quien lo hace—. Por la forma en la que yo habito el mundo, mi manera poética de habitar el mundo me hace alejarme de la métrica cerrada, de los recursos estilísticos… No concibo escribir de otra manera.
¿Los abuelos, figura central de una sociedad democrática? Ya lo creo, son la auténtica Seguridad Social de este país; son los que evitan un cataclismo social cuando acogen a los hijos (y nietos) que se han quedado sin trabajo o sin casa (muchas veces porque vivieron por encima de sus posibilidades). Son los que os crían al hijo único o a la parejita (porque no queréis renunciar a nada en vuestra carrera profesional, ni tampoco al gimnasio, ni al rato con los amigos). Son los que enviáis a la residencia cuando ya no os sirven (viva mamá Estado). Y encima el gachó, a cuya generación pertenezco, se permite criticar al franquismo. Yo cambio el derecho al voto (que no ejerzo) y todos esas libertades que me otorga la democracia (a mí no me hace falta que me den ningún derecho, ya me lo tomo yo) por el nivel de fiscalidad, las oportunidades laborales, la responsabilidad social, la madurez de los jóvenes, la educación pública, la seguridad, la ética social, el nivel de los políticos, la Justicia, la libertad intelectual y el sentido de familia que había durante el franquismo. En general, la gente de mi generación (los que nacimos tras el franquismo) lo quiere todo ya y sin renunciar a nada. Eso no puede ser. Lo peor es su victimismo, el echar las culpas de todo al mundo, pero sin entrar en las causas ni mirar la propia responsabilidad. La mayoría son (lo sé, conozco a cientos de personas entre treinta y cincuenta años) incapaces de criar sólos a sus hijos (necesitan a los abuelos y la guardería), muchos son incapaces de superar los problemas de convivencia con sus parejas (ni tienen carácter, ni principios, todo es improvisación), incapaces de encontrar su yo, de conocerse a sí mismos, de hacer razonamientos que vayan más allá de la autorreferencia, de manejar situaciones mucho menos complicadas que las de nuestros padres, y no digamos nuestros abuelos… Son capaces de hacer yogas y cataplasmas espirituales extrañas y ridículas, pero son incapaces de hacer algo tan sencillo como un examen de conciencia serio. Ahí los tienen, muchos pendientitos, muchos tatuajes, mucha apariencia, mucha parole, pero es todo falso.
Sr. Aguilar, los abuelos y la familia son fundamentales, decisivos e imprescindibles en cualquier tipo de sociedadad , antes y ahora (quítele, por favor, lo de democrática, o, ¿es que en una sociedad que no lo sea no merecen abuelos?). Y lo fueron tambien en las sociedades tribales, en las monarquías absolutas e incluso en las dictaduras. Yo, concretamente, he pasado muchos años dentro de una dictadura y tuve abuelos imprescindibles y necesarios aunque a usted le parezca mentira. Los mitos de la democracia, que llenan hoy en día cualquier boca, llegan hasta extremos extremadamente absurdos. Nada tiene que ver, por fortuna, la existencia de la institución familiar al completo con la democracia. Como siempre en España, la vieja costumbre de mezclar churras con merinas. ¡Por favor! No existe el dolor de muelas democrático, ni la calvicie democrática, ni la belleza democrática, ni el arte democrático, ni la verdad democr´atica, ni la mierda democrática, ni… … … hasta yo diría que, aquí, por no existir no existen ni siquiera los políticos democráticos aunque todos alardeen de ser oltradomocráticos (perdón, ultrademocráticos).
Por favor, sr. Aguilar, vaya usted a su tierra, tómese unas aceitunas machacadas con una buena cerveza y… reflexione. Precisamente pertenece usted a una tierra con una profunda raigambre familiar, tradicional, acojedora y con el respeto de siempre hacia los yayos como institución y que no ha dependido nunca del régimen político en el cual han estado provisionalmente inmersos. Reivindiquemos a la familia independientemente de toda cuestión política, por favor. Nos va en ello el futuro.