Entre la vida y la ficción, Juan Domingo Aguilar sacó punta a una historia de amor. Le robó durante meses tiempo al abanico de trabajos que desempeña en el sector editorial para zambullirse a diseñar un puzle que aúna una historia de amor con retazos de un diario.
Aguilar es poeta, y le es innato concebir la vida teñida de cierto lirismo. La entrevista que le hacemos en Zenda se tiñe también con esta especial manera de vivir. Nos encontramos con él un poco antes de comenzar la vorágine promocional de este título y lo hacemos para disfrutar de un café y una conversación en Slow Café Madrid. En sus respuestas no esconde una crítica a la precariedad que rodea el sector. Descubrimos junto al autor jienense su particular manera de ver la vida, conocemos qué le llevó a dedicarse a la literatura, nos revela sus rutinas de trabajo y nos descubre que, en realidad, escribir es abrillantar lo que en apariencia es minúsculo.
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—Cuéntenos quién es Juan Domingo Aguilar, para quien no le conozca.
—(Risas) Esta pregunta es muy buena para empezar. Lo primero es que nací en Jaén, una tierra que parece muy abandonada. Está bien saber que en el sur, aparte de Granada o Sevilla, se hacen cosas en otros sitios, en la periferia. Empecé a escribir con 15-16 años por culpa de mi hermana, que estudió Hispánicas. Ella me daba libros de Gil de Biedma, de Lorca… Que conste que, de pequeño, mis padres me tenían que obligar a leer. Solo leía novelas de fantasía y a regañadientes. Casi que se lo debo por esa imposición. Me interesó mucho la poesía por culpa de mi hermana, que también escribía. Ella lo dejó. Se fue a Francia, fue feliz y lo dejó. Me fui enganchando. Estudié en Granada, empecé a publicar poesía y una cosa llevó a la otra. Salieron varios libros de poemas, tuve varias becas de creación.
—¿Cuánto hay de Juan Domingo en este título?
—Esa pregunta es complicada. En realidad aquí entramos en el debate ficción versus realidad, ¿no? Habrá quien catalogue este libro como autoficción. En realidad el término “autoficción” fue acuñado por Serge Doubrovsky en 1977 para describir una novela (se titulaba, si no me equivoco, Hijos). En realidad es sólo eso, un término. Ni más ni menos. No me interesa entrar en ese debate más académico de ¿qué es la autoficción, existe la autoficción? En este país estamos empeñados en etiquetarlo todo. Quizá sería bueno y, desde hace tiempo creo que ocurre, que miráramos más hacia otras latitudes, como América Latina, que siempre han sido un poco más híbridas y han experimentado más con lo que es una novela, con lo que es ficción y no es ficción. Este debate de dónde acaba la ficción y dónde empieza la realidad es muy interesante. Hay un escritor uruguayo que me encanta, Mario Levrero, que en la novela Diario de un canalla: Burdeos, 1972 decía: “No me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida”. Es un poco eso. Escribir es una actitud vital. Tiene la intención, al final, de habitar literariamente el mundo. Desde que escuché esa frase se me quedó dando vueltas en la cabeza, como un mantra vital. Me obsesiona mucho narrar el deterioro de las relaciones afectivas, ya sean de índole más amorosa, familiar… y aún más con el paso del tiempo. Y además narrarlo desde la primera persona. No sé cuánto de mí hay en la novela, lo que sí sé es que cuando escribimos, al final debemos robarle la vida a los que queramos, porque para eso es nuestra. Vila-Matas, que es otro autor que me gusta, hablaba en entrevistas que le parecía un poco ridículo entrar a debatir qué es ficción y no, porque desde el momento en que escribimos estamos reordenando el mundo y reconstruyéndolo con nuestras palabras. Nuestro trabajo como escritores es robar, apropiarnos, romper en mil pedazos las cosas y, con eso, construir una cosa nueva. Él citaba siempre a Nabokov, que decía que calificar a cualquier relato como historia real era un insulto al arte y a la ficción, porque cualquier versión narrativa de una historia real es un artificio al final. Todos robamos de nuestro entorno pero también mentimos mucho, y así tiene que ser, en favor del relato.
—Este es un trabajo colosal de organización de un rompecabezas que mezcla un diario con una historia de amor y al mismo tiempo es una novela de crecimiento. ¿Cómo lo construyó?
—Ahí entramos en el apartado de ¿qué sería una novela? Está relacionado con lo que hemos hablado antes. Ya en los 90 Levrero decía que una novela era todo lo que había entre tapa y tapa. Vuelvo a incidir en que deberíamos mirar a otras latitudes, porque en América Latina no existen estos debates a priori. Para mí es una novela porque la novela es el territorio de todo lo posible. Justo por eso (por el canon, por tradición) estamos en España más acostumbrados a un concepto más anquilosado o más constreñido de lo que tendría que ser la narrativa. En América Latina experimentan mucho más. No me interesa el debate, se lo dejo a los académicos. Tampoco creo que los autores tengamos que teorizar tanto, porque hay una parte de impulso. Sé que lo que quisiera es escribir algo que no fuera ni muy pesado ni muy largo (esto lo decía ya Natalia Ginzburg), esto como actitud vital, porque a mí mismo no me interesa. Tampoco creo que vaya acorde con el signo de los tiempos. Sí que me interesan, por ejemplo, novelas de autores como Mercedes Halfon, Luis Chaves, Gonzalo Maier, que son latinoamericanos los tres. Son capaces de con muy poco hacer mucho. Me interesa centrarme en las cosas pequeñas. Estamos acostumbrados en España… parece que está la idea de que una novela tiene que abarcar los grandes temas, y a mí me interesa poner el foco en las cosas pequeñas, porque las cosas pequeñas son las que encierran esos grandes temas aunque no nos demos cuenta. Cuando escribimos está presente lo que somos, lo que nos interesa. Los temas van a atravesar los géneros, si escribimos varios (en mi caso también escribo poesía), y se van colocando en cada espacio de una manera. Aquí encontré esta fórmula porque me interesan mucho los diarios personales de los autores. Me encanta La tentación del fracaso, de Ribeyro. Me fascina. Me interesa ese formato fragmentario, más rápido, con más ritmo, porque en la sociedad en la que vivimos y el momento en el que estamos entiendo que muchas novelas solo pueden construirse en ese punto por otra serie de condicionantes socioeconómicos. Entiendo que lo fragmentario se haya abierto paso, porque al final muchos escribimos en los huecos que tenemos de hacer otras cosas. Es complejísimo dedicar todo tu tiempo, por factores económicos principalmente, solo a escribir. Este formato me permitía ir uniendo todas las piezas del puzle para ir construyendo esta historia, y al mismo tiempo el formato me permitía dialogar con autores que me interesaban.
—¿Cuándo se dio cuenta de que lo que estaba escribiendo era una novela?
—Creo que me di cuenta en el momento en que había un relato, había una historia. En realidad en cualquier cosa que escribimos siempre hay un relato, una historia, pero me di cuenta de que era una novela cuando dejaron de ser entradas que hacía de manera esporádica y me dije: “Aquí hay un relato”. En favor de ese relato empecé a sacrificar ciertos aspectos, porque ¡se iba abriendo paso el relato! Y además me pareció normal. En otras ocasiones había intentado escribir novela, pero los temas eran más forzados, no lo sentía tan natural. En esta novela todo fue fluyendo de manera más orgánica, con lo cual también la historia del relato va ocupando su lugar, y te va dando pistas de por dónde tienes que ir.
—¿Cómo llegó este título a la editorial?
—Mandé el manuscrito. Sé que suena un poco a lotería, pero les gustó y contactaron conmigo. Tuve que esperar el tiempo habitual de edición. Pero creo que tuve suerte. Hay muchas novelas de gente valiosísima que no llegan a ver la luz, y no porque las editoriales no quieran, sino porque están sobrepasadas con la cantidad de manuscritos. Hay un factor de suerte.
—Después de este exhaustivo trabajo de introspección e investigación, ¿puede respondernos cuántas noches son esta noche?
—Si lo dijera haría un poco de spoiler. (Risas) Creo que no podría, porque sería adelantarlo. Creo que cada lector sacará su interpretación de qué significa esta pregunta y qué implica.
—Descríbanos a los personajes de esta novela.
—La novela trata de un escritor joven que recibe una beca de creación y empieza a escribir en primera persona lo que le está ocurriendo. Así se construye la novela, y al mismo tiempo lo está escribiendo como lo que son: cuestiones fácticas que ocurren. Él empieza a intentar construir la novela con esos materiales. La voz protagonista es la de un escritor joven, pero también aparecen personas que tiene alrededor: compañeros de la beca de creación, familiares… Lo que hablábamos antes: todo lo que tenemos a nuestro alrededor. Había una cosa a la que daba muchas vueltas, que está relacionada con la sinopsis del libro (de la contratapa), que habla del amor y la destrucción como acto creativo. Esto es algo que parece muy rimbombante, pero no lo es tanto. Para mí escribir es un acto de amor. Cuando amamos algo o a alguien es imposible no hacerlo si no estás dispuesto a terminar destruido. Porque quedamos expuestos y somos bastante vulnerables. Cuando escribimos pasa lo mismo. Además, aquí entra el debate sobre el que hablábamos de ficción, no ficción, autoficción… Hay una autora que me encanta, Yiyun Li, que dice que cuando escribimos, muchas veces hay quien lo hace desde la posición de escribir recuerdos compartidos con otra gente para revivirlos. Ella lo hace para dejarlos atrás. En mi caso es bastante parecido. La novela no solo trata del amor romántico. La idea es que el protagonista no tanto lo desmonte sino que muestre sus contradicciones, sus claroscuros, sus imperfecciones. No me interesan los personajes que son agradables, con los que es fácil empatizar, a quienes coges simpatía. Me interesan más los complejos, los que tienen claroscuros en los que indagar, porque al final son como nosotros. Son imperfectos. Esto lo decía también Catherine Lacey, una autora norteamericana a la que preguntaron sobre alguno de sus personajes, que podría resultar odioso. Ella decía que le interesaban los personajes caóticos y que generan conflicto. Los cómodos y agradables no le despertaban interés. Todos tenemos contradicciones internas.
—Hablemos del estilo de la novela, de su narrador. El narrador se dirige a su pareja como en una carta. ¿Por qué eligió este modo de narrar?
—Hay novelas de Natalia Ginzburg que tienen también ese estilo epistolar. Tampoco es que sea epistolar el tono completo, pero sí está dirigido a una segunda persona, aunque esté escrita en primera persona. Encontré que era la forma más efectiva y más cómoda para la voz del protagonista, para narrar todo lo que estaba ocurriendo como una especie de cuento, ligado a la tradición oral. A veces es más fácil exponerse y ser vulnerables cuando nos dirigimos a otra persona que reconocer nosotros mismos lo que somos.
—Cuando un escritor se pone tapones en los oídos, ¿es para escuchar las historias que le brotan en el interior?
—(Risas). Esa pregunta es muy buena, Raquel. En realidad es una imagen que me parecía muy potente, porque sé a qué punto concreto va de la novela, y al final está relacionado con la rapidez con la que se mueve el mundo. Hay mucho ruido a nuestro alrededor, también por el contexto político y social. Eso hace que a veces nos cueste escuchar lo esencial, las pequeñas cosas. Todo está lleno de grandes relatos, de grandes conceptos, de grandes manifestaciones artísticas y sociales, cuando al final, tanto en política como en literatura, lo importante es lo más pequeño: redes de existencia de barrio, comunidad, solidaridad entre vecinos… Quería reflejar que en realidad el protagonista cuando se pone los tapones es para dejar de escuchar todo, incluso lo que piensa. Su propio pensamiento es ruidoso también. Su flujo de conciencia también le molesta, porque en él a veces salen cosas oscuras. Parece que tenemos que salir de la isla para ver la isla.
—Menciona el concepto de las ciudades como paisajes sonoros. Dice el protagonista que para él Madrid es como un disco triste. ¿Qué es para él Granada?
—Para el protagonista Granada es una ciudad de formación, porque él deja claro que ha pasado mucho tiempo allí y ha vivido muchas experiencias. Es una ciudad muy artística. Ahora, por ejemplo, va a los Oscar Segundo premio, de Isaki Lacuesta, una película de Los Planetas pero que no trata de los Planetas. Esos juegos me gustan mucho. Creo que para el personaje es una ciudad de formación y donde él vive el paso de la adolescencia a la edad adulta. Representa también el concepto idealizado del lugar en el que alguien siempre quisiera estar. Ribeyro decía que también mueren los lugares donde fuimos felices. El protagonista parece que está viviendo eso en cada sitio que va. Cuando uno va y vuelve parece que el lugar hubiera muerto. El protagonista está todo el rato intentando sujetar las cosas para que no se escapen.
—¿Tiene usted también una lista de lecturas pendientes?
—Me parece más interesante recomendar lecturas a las que volvería otra vez: Luis Chaves, cualquiera de los títulos que ha editado Los Tres Editores (que están en esta línea de artefactos narrativos, creo que mi novela dialoga con estos libros), Diario pinchado, de Mercedes Halfon, El final de la historia, de Lydia Davis (que trata de la imposibilidad de amar), Saliendo de la estación de Atocha, de Ben Lerner, Cuando Kafka hacía furor, de Anatole Broyard, que son las memorias de un hipster en el Greenwich Village (una de sus frases abre esta novela). Me entusiasma Nadie es más de aquí que tú, de Miranda July. De poesía recomendaría cualquiera de Luis Chaves (como La máquina de hacer niebla).
—¿Es Cuántas noches son esta noche un viaje de ida? ¿Hacia dónde?
—Creo que es un viaje en general. Es difícil saber cuándo un viaje es solo de ida y cuándo de ida y vuelta. Si hay algo continuo en la novela es esa sensación de que no sabemos cuándo va acabar (fue complicado, a nivel narrativo, ponerle el punto final). Los viajes son todos de ida, salvo uno. Su vuelta será el día en que nos vayamos de aquí.
—Cuéntenos su rutina de trabajo.
—En los huecos que tengo. Trabajo dando talleres y clases de escritura, colaboro con varios medios… escribo en los huecos que tengo. A veces por las noches. Por eso hablábamos de lo fragmentario. Las formas de escribir han cambiado también. No hay una rutina. El método de levantarse y escribir tres mil palabras está muerto. No funciona. Al menos sólo unos pocos autores podrían hacerlo.
—¿Cómo se escribe una novela de amor?
—Es completo. Todos cuando amamos somos imperfectos. Amar es un aprendizaje constante, todos cometemos errores. Foster Wallace decía que toda historia de amor es una historia de fantasmas. Creo que está muy bien dicho. Cuando escribimos sobre cuestiones amorosas caemos en el riesgo de entrar en un plano muy melancólico, incluso de romantizar, en el sentido de contar o recordar ciertas cosas mejor de lo que fueron. Los recuerdos son una cosa inventada. El recuerdo ficcionaliza hechos fácticos. Me interesa trabajar el afecto en el plano de la literatura. Luis Chaves dice en un poema: “No me deprime reconocer mi incapacidad para el afecto duradero, sino la imposibilidad de encontrar otro tema sobre el que escribir”. Al final de nuestras incapacidades hacemos un estilo propio.
—¿Qué es Versátiles de Zenda?
—Es una sección de poesía donde intentamos que tengan cabida voces de muchas latitudes, principalmente autores latinoamericanos cuya obra llega menos aquí. Un espacio plural, de encuentro.
—¿Cuál es su empeño en esta sección?
—Ninguno. Que siga existiendo y que la gente la pueda consultar, como una especie de repositorio. En poesía es difícil que haya un repositorio web tan plural y tan grande como el que Zenda ofrece.
—El síndrome del impostor se siente más en profesiones del sector cultural, como la del escritor. ¿Por qué cree que es así?
—Creo que los escritores somos impostores profesionales. Mentimos. Está bien que sea así. El pecado fundacional que une a cualquier grupo de amigos, de familia, cualquier relación… es la mentira. Mentimos para mantener las cosas juntas. Esto ha sido siempre así. Está bien que mintamos en ficción. No me interesa que la historia sea verdadera, me interesa creérmela y entrar en ese pacto de ficción. Hay que mentir todo lo que haga falta en favor del relato.
—Cuando uno estudia inglés y llega a un nivel avanzado, empieza a pensar y a soñar en inglés, no en castellano. ¿Ocurre lo mismo con la poesía? ¿Usted piensa, sueña o ve la vida teñida con un tono poético?
—Puede ser, pero creo que es porque es una posición vital. Hay varias formas de habitar el mundo, y una de ellas es poética y literariamente. Habitar poéticamente el mundo es fijarnos en las cosas más pequeñas.
—Cuéntenos sus próximos proyectos literarios.
—Estoy trabajando en un libro de poemas. Justo ahora va a salir con Hiperión un libro nuevo de poemas que ganó el premio Vila de Martorell (Un mal de familia) hace unos meses. También seguir escribiendo poemas. Tengo un par de ideas para escribir novela y he empezado a divertirme mucho escribiendo cuentos.
—¿Por qué escribe Juan Domingo?
—Esa pregunta la odian todos los que escriben. (Risas) Creo que todos escribimos para conocernos un poco mejor, porque es la forma de reconocer ciertas cosas que de otra forma es imposible asumir: nuestras imperfecciones. Al final creo que escribo también para descubrir cuál es mi lugar en el mundo.
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