Juan Gabriel Vásquez transmite pasión cuando sostiene que la novela “es el mejor aparato que hemos inventado los seres humanos para explorarnos a nosotros mismos” o cuando, en sus días más osados, asegura que Las meninas “no es una pintura, sino una novela”, o que Shakespeare “era en realidad un novelista que no había encontrado su medio”. Esa pasión y esa osadía laten en Viajes con un mapa en blanco, el nuevo libro de este escritor colombiano, que ha reunido en él un conjunto de ensayos en los que reflexiona sobre el arte de novelar y confiesa la admiración y la gratitud que siente por escritores como Cervantes, Tolstói, Proust, Conrad, Joyce, García Márquez y Vargas Llosa. Algunos de ellos le salvaron la vida, “desde un punto de vista literario”, y le ayudaron a entender que la labor del novelista es “torcerle el brazo a la historia para que cuente sus secretos”.
“Con mis novelas he querido escarbar en lugares invisibles de la historia colombiana, de una manera que lo que descubras sean historias universales. Esa es una de mis obsesiones”, afirma Vásquez (Bogotá, 1973) en una entrevista con Zenda con motivo de su nuevo libro, en el que no todo es optimismo ni “declaración de amor al género”. Hay también en sus páginas una gran preocupación por “los niveles de distracción y de ruido” con que tiene que lidiar el escritor actual en un mundo dominado por las redes sociales, que “se han convertido —asevera— en ese lugar donde cierta manera de la desinformación, de la calumnia, de la distorsión amenaza nuestra forma de ejercer la ciudadanía de maneras muy claras”.
En ese encuentro, que tuvo lugar en la sede madrileña del grupo Penguin Random House, Vásquez se refirió al “privilegio” que supone para él haber comenzado a escribir “después de la generación del boom” latinoamericano. “Nunca he podido entender esa visión del boom como un peso, como una sombra, como una losa”, dice este novelista cuya obra está traducida a veintiocho lenguas y que ha merecido numerosos premios, entre ellos el Alfaguara de novela, el English Pen Award, el Gregor von Rezzori y el IMPAC de Dublín por El ruido de las cosas al caer; el Premio Real Academia Española por Las reputaciones o el Roger Caillois por el conjunto de su obra. Hace unos días recogió en el norte de Portugal el premio Casino da Póvoa por La forma de las ruinas, la última novela hasta ahora de este escritor que, desde hace años, está considerado como uno de los más importantes de Latinoamérica.
Publicado por Alfaguara, Viajes con un mapa en blanco es fruto de un curso sobre el arte de novelar que Vásquez dio hace unos meses en la Universidad de Berna, así como de una serie de textos ensayísticos escritos a lo largo de los últimos ocho años.
Dividido en tres partes, la primera de ellas gira alrededor de Cervantes y de lo que Vásquez entiende que es “el nacimiento del género”, y la segunda parte, “la más íntima”, habla de su propia tradición y de su relación con el boom latinoamericano. La tercera podría llamarse Aspectos de la novela, como el libro de Edward Morgan Forster, porque “es una exploración de varias características que tiene este género”, que al escritor colombiano le siguen sorprendiendo: “su capacidad para ser al mismo tiempo un depositario del pasado y de la memoria y un objeto profético capaz de mirar hacia el futuro y anticiparse en muchos años a lo que va a pasar”.
A esa última parte pertenece también un ensayo sobre sobre Proust, quizá el más pesimista de todos, en el que presenta la novela como “ese lugar donde nos resistimos a la charlatanería del mundo”, a eso que llama “los charlatanes ‘hablamierdas’”, según el término empleado por el filósofo Harry Frankfurt en su libro On Bullshit.
“Las novelas a las que regreso con más frecuencia son las que sirven como antídoto contra el veneno de tanta mierda hablada (…), aquellas donde el lector se pueda rebelar contra la rapidez impuesta y suicida de nuestras vidas. Ficciones donde pueda escapar a la ansiedad de la información superflua o a esa otra ansiedad, la de estar presente todo el tiempo (con un tweet, con un email)”, leemos hacia el final del libro.
Vásquez responde a las preguntas que le formula Zenda sobre su libro, que está lleno de reflexiones apasionantes sobre el trabajo del novelista y sobre los escritores que más le gustan:
¿Te has sentido muchas veces, Juan Gabriel, como ese náufrago del que hablas en el prólogo, que manda coordenadas para que los demás puedan encontrarlo y para encontrarse a sí mismo?
Un novelista es, entre otras muchas cosas, un desorientado, ¿verdad? Escribimos novelas para averiguar dónde estamos, cuáles son nuestros vínculos con el momento que nos tocó y con los otros seres humanos. Pero, en particular, un novelista que escribe ensayos sobre el arte de la novela, de alguna manera está lanzando llamados a los lectores para que sepan cómo nos gustaría que leyeran nuestras novelas. Entonces, es una especie de petición de auxilio y tal vez hasta de clemencia, que yo identifico mucho con ese náufrago que manda coordenadas para que lo encuentren.
La metáfora del mapa en blanco te sirve para reflejar lo que es el trabajo del novelista. Te adentras en un territorio inexplorado y tratas de “llenar los espacios en blanco” con los resultados de tu exploración. “El mapa humano es el de la condición humana”, dices.
No hablo sólo de mi oficio, sino de lo que yo creo que hacen las novelas que forman parte de mi inventario personal, que tienen invariablemente una característica común: el hecho de haber ido a un lugar desconocido, que nadie nunca había explorado antes, y haber vuelto con ese lugar cartografiado para que los demás podamos explorarlo y saber lo que hay ahí. Para mí eso es lo que hace Kafka, que va a un lugar que nunca antes habíamos visto y que, sin embargo, ahora forma parte de nuestras vidas con tanta claridad que todo el mundo sabe lo que quiere decir «una situación kafkiana». Y lo mismo se puede decir de García Márquez, de Marcel Proust o del Ulises de Joyce.
Según cuentas en el libro, la novela no es sólo “el mejor instrumento jamás inventado por el ser humano para explorarse a sí mismo”, sino que “el ser humano es el mejor invento de la novela”, y utilizas “invento” en el sentido de “descubrimiento”.
Empleo la palabra “descubrimiento”, porque a través de las novelas hemos conseguido entrar en los demás de una manera que antes no era posible. Pero en algún sentido también es “invento” porque, desde la forma de explorar el mundo que surge con El Lazarillo y Don Quijote, hay una revolución de nuestra conciencia que a mí me parece insoslayable.
La gran novedad del Lazarillo, por ejemplo, está en pedirnos que vivamos desde el punto de vista de una persona con la que hubiéramos podido cruzarnos en la calle, y eso yo creo que cambia nuestras conciencias. Es entonces cuando comienza a ser posible una cierta noción de la tolerancia, de la curiosidad por los otros, del interés por las vidas cotidianas de gente que es como nosotros. Y eso es inseparable de la idea de derechos humanos, y de la idea de democracia, si quieres. La democracia solo es posible a partir del momento en que todos nos consideramos iguales políticamente, y eso solo es posible a partir del momento en que entendemos que todos con los que compartimos la vida diaria tienen esas vidas internas tan ricas y tan interesantes. En ese sentido digo que el ser humano es una invención de la novela, porque es la novela la que permite crear estas relaciones entre nosotros, que hoy nos parecen naturales pero que en 1550 eran todo menos eso.
Me gustaría decir una cosa sobre Cervantes, que me apasiona y que tiene mucho que ver con nuestro presente y los debates que estamos viviendo sobre el lugar de la mujer en nuestro mundo. Yo creo que el episodio de Marcela y los pastores, del Quijote, es el primer grito feminista, el primer Me too de la literatura, probablemente, porque ahí está Marcela diciéndole a un grupo de hombres que ella no necesita vivir con un hombre para ser feliz ni para estar completa: «Yo voy a meterme en mi bosque y ninguno de ustedes tiene derecho a perseguirme». Y don Quijote la defiende.
Las meninas, dices en tus días más osados, “no es una pintura, sino una novela”. ¿Es porque nos vemos reflejados en los personajes que Velázquez pinta, igual que nos identificamos con los personajes y situaciones de las grandes novelas?
Te sientes personaje del cuadro. La manera como está construida Las meninas causa un efecto en el observador que para mí es análogo al que tienen las novelas, es decir, la posibilidad de ver el mundo al mismo tiempo por dentro y por fuera. Cuando leemos Crimen y castigo estamos viendo las acciones de Raskólnikov, pero de alguna manera somos Raskólnikov. Hay un sortilegio que tiene que ver con el lenguaje particular de las novelas y que hace que veamos a Madame Bovary y la veamos separada de nosotros, por fuera; pero al mismo tiempo estamos entrando en su conciencia y siendo Madame Bovary. Somos observadores de los personajes y personajes al mismo tiempo. Y así sucede con Las meninas, que vemos la escena desde fuera, como observadores, pero también como participantes, como protagonistas.
Otra afirmación atrevida del libro: “Shakespeare era en realidad un novelista que no había encontrado su medio”. ¿Por qué lo dices?
Cuando estudias a Shakespeare con cierta dedicación te das cuenta de que todas sus obras tienen en algún momento una especie de incomodidad con su medio. La escena física de un teatro es un espacio demasiado restringido para lo que él quiere contar, e incluso la exploración de sus personajes y de sus conflictos morales y políticos es algo de una riqueza y de una ambigüedad y de un tamaño que trascienden lo que normalmente eran en ese momento las dimensiones de un teatro. A mí siempre me gusta pensar que Shakespeare murió cuando se estaba publicando la traducción de la primera parte del Quijote, más o menos, y no la alcanzó a conocer por una cuestión de meses. ¿Qué hubiera hecho Shakespeare si hubiera leído el Quijote? Yo creo que hubiera dicho: «Caramba, esto es lo que yo necesitaba».
Uno de los escritores por los que sientes pasión indisimulada es por Joseph Conrad. ¿Es quizá porque él trata de llegar a las zonas más oscuras del ser humano y arrojar un poco de luz sobre ellas?
Yo creo que la admiración, el cariño y la gratitud que le tengo a Conrad es porque, en un sentido literario, me salvó la vida. Cuando yo había terminado mi primer libro “oficial” (hay dos novelas antes que no me gustan), Los amantes de todos los santos, en ese momento me estaba preguntando cómo convertir en novela una historia que me había contado una mujer alemana sobre su vida, una judía que había llegado a Colombia. ¿Cómo podía hablar de mi país en una novela, si no conocía bien ese territorio oscuro, misterioso? La prueba es que llevaba veintipico años de vida y no me había enterado de que en Colombia hubiera campos de prisioneros para nazis y de que había una población judía que había sufrido esos campos por el hecho de ser alemanes. Y el descubrimiento de Conrad fue la respuesta que yo necesitaba. Lord Jim, El corazón de las tinieblas son novelas cuya forma es una investigación en un misterio íntimo, no una investigación policial, sino en un misterio profundo del ser humano, y son a su manera vehículos para entrar en un territorio desconocido y volver para contarnos lo que pasa ahí. Y yo leí esos dos libros y me di cuenta de que eso era lo que yo necesitaba.
Conrad decía también que “la ficción está más cerca de la verdad” que la historia, y esa frase parece que la has hecho tuya porque, para ti, indagar en las zonas oscuras de la historia de tu país es uno de los motivos que te mueve a escribir.
Yo he dicho siempre que uno crece con esta idea de que los escritores escriben sobre los lugares —Vargas Llosa sobre Lima, Joyce sobre Dublín— porque es lo que conocen, pero me he dado cuenta últimamente de que tal vez no sea así. Escribimos sobre nuestros lugares porque son los que creíamos conocer, y luego algo pasa y ves que no es así, que están llenos de niveles invisibles que te sorprenden siempre. Y eso es lo que yo he querido hacer con mis novelas, escarbar en esos lugares invisibles de la historia colombiana de una manera que lo que descubras sean historias universales.
La novela tiene, además, una capacidad maravillosa para contradecir o, por lo menos, enriquecer la versión única que a veces se da de la historia. La novela es un lugar extraordinario donde podemos levantar la mano y decir: «No, las cosas no sucedieron así, o las cosas hubieran podido suceder de otra manera». Esa riqueza de versiones yo creo que tiene mucho que ver con la salud democrática de un país, que es mayor cuantas más versiones distintas puedan coexistir sobre su historia. Cuando hay una sola versión, la que es tolerada y tolerable, ahí estamos en presencia de un régimen totalitario.
¿Qué es ser escritor latinoamericano después del boom? Esa es una de las preguntas que te haces en el libro y que todos los escritores de tu generación supongo que os habréis formulado. ¿Esa herencia tan importante es un peso demasiado grande o, por el contrario, es un acicate, un aliciente?
Nunca he podido entender esa visión del boom latinoamericano como un peso, como una sombra, como una losa. Para mí es un privilegio escribir literatura en Latinoamérica después de esa generación. Y lo que suelo decir mucho es que la única ventaja que yo tengo sobre García Márquez es que, cuando yo empecé a escribir novelas, ya tenía Cien años de soledad en mi biblioteca; cuando él empezó a escribirlas no la tenía. Una obra como la de Vargas Llosa, como la de Onetti, García Márquez, Carlos Fuentes, Cortázar o Borges transforman una lengua y, sobre todo, una lengua literaria, y nos permite hacer cosas que antes no se podía. Enriquece nuestra caja de herramientas, digamos, de tal manera que ahora podemos construir cosas que hace cien años no hubiéramos podido construir porque en nuestra caja no estaba El Aleph, ni Conversación en la catedral, ni Terra nostra o Cien años de soledad.
Esas novelas no solo me cambiaron la vida a mí como escritor latinoamericano sino a escritores de otras tradiciones y de otras lenguas en el mundo entero. La cantidad de gente que ha dicho «yo, sin Cien años de soledad, no hubiera podido escribir». Entre ellos Mo Yan, en China; Peter Carey, en Australia, y Salman Rushdie, en India.
¿Y qué es ser escritor latinoamericano que vive en España, como ha sido tu caso durante muchos años? También te lo preguntas.
Ahí hay un maravilloso camino de vuelta porque, para mí, la presencia en mi literatura de escritores como Javier Marías o como Muñoz Molina es muy importante. El primero, sobre todo, está muy presente en mi obra, de maneras a veces más visibles que otras. Y siempre pienso, por ejemplo, en las declaraciones de Muñoz Molina sobre la importancia que tuvo para él leer a Borges o a Onetti en su momento. Entonces, esos caminos de ida y vuelta entre nuestras literaturas me parecen muy provechosos y muy bellos.
Viviste durante doce años en Barcelona (regresó a Colombia en 2012) y supongo que seguirás con preocupación el incremento del independentismo en Cataluña.
Lo sigo con más distancia que cuando vivía allí, pero no necesariamente con más sosiego. Siento que me afecta igual no sólo porque, desde que me fui, he venido a España todos los años y sigo muy en contacto. En Barcelona tengo grandes amigos y me afecta lo que los afecte a ellos. Sólo la idea de que a Javier Cercas o a Juan Marsé les llamen fascistas por la calle me parece no sólo ridícula, sino tan dolorosa y tan injusta que siento que la distancia física no me ha permitido una distancia emocional.
Me preocupa mucho la situación de Cataluña, sobre todo por la ruptura emocional que el procés puede causar. La ruptura de la conversación pública, la ruptura entre amigos, entre familiares, la ruptura de una cierta forma de mirar a los demás en la calle. En una sociedad dividida, crispada, enfrentada, sorda en términos de que no se oyen los unos a los otros, no hay diálogo posible. Hay resentimientos, odios larvados, consecuencia de todo este proceso, y eso me parece lamentable.
Los escritores del boom vivieron “un mundo convulso y difícil, lleno de incertidumbres políticas y de laberintos sociales”, pero “nunca tuvieron que enfrentarse a los niveles de distracción y de ruido” con que tenéis que lidiar vosotros, sus “herederos y legatarios”, debido en especial a las redes sociales. ¿Cuáles son los principales peligros que entrañan?
Digamos que cierta manera de ver el mundo, cierta ética, en el sentido menos moralista de la palabra. La ética de la novela y la ética de las redes sociales son distintas, opuestas. Donde la novela te pide curiosidad por el otro, las redes sociales son profundamente narcisistas, y donde la novela te pide silencio y concentración, las redes sociales son el lugar de la dispersión total, de la distracción. Pero, en el fondo, todo eso son posiciones caprichosas de una persona para la cual la lectura y el contacto con la literatura son importantes. Lo que realmente me importa a mí a nivel social y político es la relación de las redes sociales, primero con los nuevos populismos y segundo con la mentira política y con la capacidad que ahora las redes sociales nos han dado de imponer la mentira como un relato coherente que reemplaza al relato real.
Los gobiernos de todo el mundo se están preguntando cómo se pueden controlar los efectos de las redes sociales, cómo legislar para controlarlos. Yo creo que hay un vínculo directo entre las redes sociales y la victoria de Donald Trump, la victoria del Brexit, la victoria del no en el plebiscito colombiano por la paz, el procés catalán e incluso la llegada de Alternativa por Alemania al Parlamento alemán, un partido de extrema derecha con filiación nazi.
Es necesario, creo, un nuevo pacto social en el que todos seamos más responsables de lo que compartimos, todos hagamos un fact checking, nos convirtamos en departamentos de fact checking personales, recibir una información y considerar hasta qué punto puede ser verdad o no antes de seguirla diseminando, o si no, nuestro ejercicio de la ciudadanía se va a complicar cada vez más.
¿Cómo ves el futuro de la novela ante este panorama que dibujas, con ese predominio de las redes sociales?
En una sociedad libre, y eso lo seguimos siendo a pesar de los problemas, yo creo que la novela siempre va a estar ahí, siempre nos va a acompañar. La novela lo único que necesita para existir es libertad porque es por definición el lugar donde se puede decir todo, se puede pensar todo y donde lo podemos explorar todo. Y mientras sigamos siendo sociedades libres esa manera de comentarnos, de explorarnos y de entendernos va a existir siempre. Esa es la única razón para el optimismo.
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