Inicio > Actualidad > Entrevistas > Juan Gabriel Vásquez y los hijos de un país incendiado

Juan Gabriel Vásquez y los hijos de un país incendiado

Juan Gabriel Vásquez y los hijos de un país incendiado

Sus novelas despellejan y sus cuentos acuchillan. No hay página de Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) que no ilumine. Brillan con el filo de las navajas. Despiden esa luz extraña de las cosas que hieren o arden. Eso es Canciones para el incendio: una candela, un navajazo. Después de diecisiete años, el premio Alfaguara de Novela regresa al relato breve, un género en el que profundiza en sus obsesiones con la elegancia de quien ya conoce a sus fantasmas. Sobre eso habla Juan Gabriel Vásquez en esta entrevista que concede a Zenda casi en la víspera del veredicto del Man Booker Prize International, uno de los galardones más importantes de la literatura anglosajona al que él opta por su novela La forma de las ruinas.

De momento, y a efectos de esta conversación, importan sus cuentos. No es casualidad que dos epígrafes de Jorge Luis Borges reciban al lector de Canciones para el incendio (Alfaguara). Vásquez, como el argentino, desea saber a quién pertenece su pasado y se emplea a fondo en averiguarlo. Para conseguirlo, a la vez que se despelleja a sí mismo, nos desgarra a todos. ¿De qué hablan estos nueve relatos? Pues de Colombia, esa tierra abonada por una violencia casi atávica de la que Vásquez extrae sentido y belleza. Como la familia, la sangre o los muertos, nadie elige su herencia. Vásquez tampoco. Y no por eso renuncia a contarla, y lo hace con esa pulsión enloquecida que empuja a los huérfanos a colocar lápidas en las tumbas de sus padres.

Las canciones para el incendio abre y cierra con dos mujeres: Yolanda, la secretaria de un poderoso que sufre un extraño accidente a caballo, y Aurelia de León, una libérrima que no conseguirá escapar de aquello que la juzga. Entre medias hay siete joyas más: un padre que consume una vida entera odiando al jovencito que sacó de un bombo la bola que mandó a su hijo a la muerte; un general desertor que lleva años escondiendo su vergüenza y la de alguien más o un grupo de chicos que queda para pegarse, como si partiéndose la cara consiguieran olvidar a sus padres muertos a balazos. Abunda la muerte en este libro, pero aún más su recuerdo.

En Canciones para el incendio todos tienen una historia que contar o un recuerdo que falsear, también una herida abierta, un hueso roto o una cuenta pendiente. El narrador, un Juan Gabriel Vásquez que oficia a veces de sí mismo, les cede su voz para convocar una hoguera que es, a la vez, catarsis y creación. Quienes comparten con Juan Gabriel Vásquez generación —y tragedia— llevaban años esperando un libro así: rotundo en sus argumentos y universal en su urdimbre. Un volumen que bebe del género del cuento con la sed aventajada de quien desea apagar un incendio.

Si en Los informantes Juan Gabriel Vásquez hundió las teclas de su ordenador en el silencio de quienes encubrieron a los nazis en Colombia, en El ruido de las cosas al caer (Premio Alfaguara de novela, English Pen Award, IMPAC y Gregor Von Rezzori) reflejó la violencia del narcotráfico y en La forma de las ruinas exploró la manera en que la violencia pasa de generación en generación, en Canciones para el incendio se vale del cuento para capturar la tragedia precisa, el detalle poroso, el recuerdo falible. Un infierno que queda muy lejos, pero que aún habita muy cerca de quien narra y con el que Vásquez construye un coro de voces que dan sentido a la tragedia. Son los hijos de un país incendiado que arden ante el lector con verdad y belleza. Una hoguera que alumbra en la oscuridad.

—A los personajes de Canciones para el incendio los une la violencia, pero todavía más la obsesión por recordarla. ¿Es la memoria el motor de este libro?

"Los personajes de este libro están obsesionados con la idea de contar su historia"

—La relación con la memoria y el pasado, que siempre es tensa y difícil en mis historias, incluidas las novelas, cobra una pertinencia particular en este libro de cuentos. Los personajes están obsesionados con la idea de contar su historia. Por eso la cuentan al narrador, uno que a veces se identifica como Juan Gabriel Vásquez y cuya biografía coincide con la mía. Este narrador siempre encuentra a alguien que tiene una historia que desea contar de manera obsesiva, ya sea para tratar de entenderla o para engañarse a sí mismo.

—La memoria corrige la verdad, la niega o la relativiza. Le ocurre al desertor de la guerra de Korea convertido en general o al padre de un hijo muerto…

—Hay una preocupación por el relato de nuestra vida. Una necesidad de entender lo que nos pasó, ya sea para crear una nueva versión como una manera de falsear lo ocurrido para apaciguar una culpa o para explicarnos el mundo, que es lo que ocurre, por ejemplo, en Las malas noticias. Todos los personajes, incluido el narrador, son muy conscientes del poder del relato para construirnos como seres humanos, incluso a partir de una mentira.

—Los personajes de Los muchachos, en su mayoría adolescentes, tienen una relación profunda con la violencia. Usted también.

—Hay una parte de esa relación que se genera a partir del legado de la vieja violencia política de Colombia, un tema que tiene que ver conmigo.

—Su padre lo llevó a ver el lugar donde asesinaron a Gaitán y Uribe.

"En este libro, los personajes de Los muchachos tienen una relación casi fetichista con la violencia, que es más reciente. Ellos van a ver el sitio en el que mataron a Lara Bonilla, el ministro de Justicia que mató Pablo Escobar en 1984"

—Sí, mi padre me llevó a ver el lugar donde mataron a Gaitán. Fue él quien me mostró, también, el lugar donde mataron a Uribe. Esos fueron los dos crímenes que dieron lugar a La forma de las ruinas. En este libro, los personajes de Los muchachos tienen una relación casi fetichista con la violencia, que es más reciente. Ellos van a ver el sitio en el que mataron a Lara Bonilla, el ministro de Justicia que mató Pablo Escobar en 1984.

—Usted tendría la misma edad que ellos entonces.

—Ese cuento es la metáfora de una generación, la mía, que respiró y bebió violencia sin darse cuenta. Crecimos impregnados de una violencia azarosa e impredecible que nos cambió por dentro y modificó nuestra manera de entender y estar en el mundo. Yo quería explorar las implicaciones de todo eso.

—Desde que volvió a Colombia en 2012, ha diseccionado el mismo tema: la herencia de la violencia, siempre con un instrumento de distinto filo en cada libro.

—La exploración del legado de violencia en Colombia siempre ha estado en mis novelas, pero nunca de la manera tan insistente y directa como lo que me ha pasado desde que volví. Lo primero que hice al regresar a Colombia fue escribir La forma de las ruinas. La dejé de lado un tiempo y escribí Las reputaciones, que es, digamos, otra canción, pero estaba en mi cabeza todo el tiempo. Esa novela es la exploración más intensa de cómo la violencia colombiana pasa de generación en generación.

—¿Qué es para usted la violencia? ¿Cómo se hereda eso?

—Tiene una misteriosa capacidad para afectar y moldear nuestras vidas, a pesar de haber ocurrido hace muchas décadas. Se hereda y se transmite, también se manifiesta en sus consecuencias.

—¿Cuáles?

—Es ese rasgo del pasado, que no pasa y se expresa como una dimensión del presente que nos afecta. Eso me interesaba mucho. Lo trabajé de manera más intensa en La forma de las ruinas y regresa ahora en Canciones para el incendio, donde planteo la idea de la herencia de un pasado violento.

—Las herencias, ya sabe, no pueden rechazarse.

—Es algo que recibes y de lo que no puedes escapar.

—Los personajes de Canciones para el incendio no pueden rebelarse contra esa herencia. Eso es una tragedia… ¿colectiva, acaso?

—En ese cuento hay una especie de noción de destino del que no puedes escapar. Es un tema trágico. Parece Sófocles.

—En este libro el azar es trágico. Por ejemplo, sacar una bola de un color y otro determina que alguien muera y otro viva…

"La exploración del azar como fuerza que mueve nuestras vidas siempre me ha interesado"

—La exploración del azar como fuerza que mueve nuestras vidas siempre me ha interesado. Está en El ruido que hacen las cosas al caer. Esa noción del azar es muy literaria. A Sebald le encanta la idea de los encuentros azarosos, y eso para alguien que ha atravesado una realidad violenta es mucho más poderoso, porque el azar del que yo hablo es de vida o muerte, de no haber estado en el momento que estalló una bomba. Es el mismo azar que hace que las circunstancias históricas y sociales de un país te atrapen, por más que trates de huir de ellas. Le ocurre lo mismo a Aurelia de León, el personaje de Canciones para el incendio, que cree que se ha puesto a salvo de un sistema opresivo, pero no.

—Jota, la fotógrafa, aparece dos veces en estos relatos, el primero y el último. ¿Es un personaje real? ¿Por qué se repite?

—No es real, al menos no en ese sentido. Jota es un personaje inspirado en una persona que admiro mucho: Jesús Abad Colorado. Evidentemente no es mujer, no viste de negro ni tiene los mismos rasgos. Sin embargo, en esos dos cuentos en los que él aparece, que son el primero y el último, quise instalar esa especie de consciencia, la de una persona que está acostumbrada a ver la violencia. Jesús ha visto la violencia colombiana. Es uno de sus cronistas más lúcidos. Él me permitía documentarla, sobre todo en el primer cuento, cuyo tema tiene que ver con una persona que ha visto algo y no sabe exactamente qué.

—El testigo, esa figura que siempre es comprometedora e incómoda, está encarnada en él y en muchos más.

"Un testigo no puede ver una historia sin participar en ella, sin modificarla ni modificar lo que ha visto"

—El testigo es una palabra clave en este libro: la persona que ve y cuenta luego lo que ha visto. Esa figura del testigo está en el primer relato, tanto en él como en el narrador. El testigo en este libro está planteado como ese experimento de física que se pregunta cómo es posible medir la temperatura del agua de manera completamente objetiva si en el momento en que metes el termómetro estás cambiando la temperatura del agua. Un testigo no puede ver una historia sin participar en ella, sin modificarla ni modificar lo que ha visto.

—Ese es un rasgo obsesivo de sus personajes y de su literatura: siempre están asediados por el hecho de cómo recuerdan. Hay una relación angustiosa entre memoria y literatura.

—Así se comportan los narradores de los cuentos, que son contados por una figura que se parece a mí. Son testigos que, de alguna manera, entran en contacto con una historia que no es la suya, pero que los afecta y los modifica. Es lo que pasa en El doble o El último corrido.

—No lo imaginaba a usted siguiendo a Los Tigres del Norte y haciendo de extra de Polanski.

—Pues sí, lo hice —Juan Gabriel Vásquez ríe, con la discreción de los señoritos y los tímidos—.

—¿Habla en serio?

—Sí, todo eso es cierto. Yo me fui de gira con Los Tigres del Norte en el año 2001. Fui uno de los doscientos extras de una película de Polanski —Juan Gabriel Vásquez habla de La novena puerta, película basada en la novela El Club Dumas, de Arturo Pérez-Reverte—. Estas vivencias banales tomaron un significado impredecible. Me incomodaron y me dejaron un regusto raro. Escribir un cuento al respecto fue la mayor manera de excavar en ellas y para saber por qué me habían molestado. Canciones para el incendio es un libro lleno de biografía, de experiencia vivida. Nunca he sabido escribir de otra forma.

—Es el mismo cuchillo afilado de una manera distinta. Esa es la corriente de fondo en todos sus libros: una pulsión, que no lo controla.

—Esa es la parte irracional de la escritura. No escoges tus obsesiones. Por eso entra la literatura. Es la manera de darles forma.

—En su prosa hay una manera específica de tallar esas obsesiones. ¿Por eso la impronta anglosajona de sus relatos?

—La presencia más fuerte, al menos dentro del registro de los escritores vivos, es la de Alice Munro. Son todos relatos de familia, de ese tipo de familia que nace con Chéjov, que está en el Joyce de Dublineses, que es el mejor libro de cuentos en lengua inglesa y cuyo relato Los muertos, el último cuento de ese libro, supone un modelo al que vuelvo todo el tiempo. Ese es un cuento que me hubiese gustado escribir.

—Además de la violencia como herencia, señala una genealogía del relato en Canciones para el incendio. ¿Existe en realidad?

"Eso hacen los cuentos: capturan una emoción que es tan pequeña y vulnerable que sin ellos se perdería, porque la novela no puede capturarla"

—Sí, de Chéjov a Alice Munro. Estos cuentos quieren pertenecer a esa familia. Se trata de esa clase de relato que no juega a la revelación de la última página como Cortázar, sino que se adentran en la exploración de un estado de ánimo. Abordan una emoción de una manera ensanchada e intensa. Eso hacen los cuentos: capturan una emoción que es tan pequeña y vulnerable que sin ellos se perdería, porque la novela no puede capturarla. Se iría entre los hilos de la red. El cuento como máquina la fija, nos permite verla de cerca y entenderla.

—¿De qué forma percibe el cuento como género en la literatura iberoamericana actual?

—Como llevo dos años trabajando en un libro de cuentos, he estado atento a lo que se hace en el género. Eso me ha permitido ver una generación de cuentistas latinoamericanos extraordinarios. Ve a saber por qué, la mayoría son mujeres: Mariana Enríquez, Guadalupe Nettel, Samanta Schweblin, Margarita García Robayo… Sí creo que los latinoamericanos tenemos una relación especial con el cuento, como en Estados Unidos.

—¿Por qué?

—Son tradiciones en las que a nadie sensato se le pasa por la cabeza considerarlo un género menor, porque tenemos figuras importantes en las dos tradiciones: Borges en la tradición latinoamericana o Raymond Carver, en Estados Unidos. Son personas que construyeron todo un legado sin salir nunca del género del cuento. Eso no es posible en Francia, ni en España, tampoco en Italia o en Alemania, pero sí en Irlanda, Estados Unidos o América Latina. Eso define un tipo de literatura. Explorar nos tomaría horas. Sin embargo, y para contestar, he de decir que estuve muy consciente en mi trabajo con la tradición del cuento. Al género lo concibo como dijo Foster: una gran mesa donde están sentados todos y en la que yo veo a Joyce, Borges, Munro, Flannery O’Connor…

—Sus relatos son ciudades dentro de un mismo continente de ficción y tienen un orden. ¿Cuál es exactamente?

"Quería que pasara lo que dice Tobias Wolf, que un libro de cuentos sea como una novela donde los personajes no se conocen entre sí"

—Me interesaban varias cosas con este libro. Primero, construir un volumen unitario donde pasara lo que dice Tobias Wolf, que un libro de cuentos sea como una novela donde los personajes no se conocen entre sí. En este libro hay una construcción muy meticulosa del sistema de los cuentos. Están construidos para jugar con las simetrías. A mí me gustaría que los lectores los leyeran en orden, porque el primer cuento dialoga con el último, el segundo con el penúltimo y así hasta llegar al de la mitad, que es una especie de parteaguas.

—Habla de Nosotros, el relato del hombre que desaparece. Usted, como Jonathan Franzen, lanza una crítica demoledora contra las redes sociales en esas páginas. Elabora un alegato con ellas.

—Es un alegato. Sí. También era una manera de pisar el tema, porque se inspira en una historia real que sucedió en Colombia, de una persona que yo conocí. Esa historia me obsesiona. Escribir el cuento fue una manera de decir: «Esta historia me interesa, esta historia no ha acabado». Es el que menos ha gustado, porque funciona de una manera distinta. Esa historia no ha acabado aquí, se presta para una novela corta.

4.4/5 (19 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios