A la luz de una cerilla a punto de apagarse, Juan Gómez-Jurado (Madrid, 1977) habla desde la penumbra. A tientas, busca dónde dejar los fósforos que se le van consumiendo. El “chiste” es que todo esto está sucediendo en un almacén de libros. Juan no arde, no desvela nunca el truco; hay cosas que suceden “porque sí”. ¿Qué James Bond es menos súper héroe? ¿Es Batman un súper héroe? ¿Y Héroes del Silencio? “Un héroe puede ser cualquiera. Incluso un hombre haciendo algo tan simple y tranquilizador como poner un abrigo alrededor de los hombros de un joven para hacerle saber que el mundo no ha terminado”, le dice Batman al comisario James Gordon en El caballero oscuro. La leyenda renace.
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—¿Las buenas ideas son difíciles de llevar a la práctica?
—Claro. Ideas hay muchísimas. ¿Cuántas ideas quieres? 34 te puedo dar ahora mismo.
—Dime una.
—¿Para un cuento corto?
—Sí.
—Pues… Esta es la historia de un ejecutivo que se queda de noche solo en la planta 36 con un terrazo debajo y cuando va a cerrar la ventana se cae y se queda solo durante toda la noche y, entonces, empiezan a pasar cosas a partir de ahí, porque en la planta 36 hay viento y hay mucho aire y estamos en invierno y, de repente, lo que parecía una noche en que queríamos quedarnos a cuadrar las cuentas, se convierte en un survival. Esto acaba de pasar ahora mismo.
—¿Hay zombies?
—No lo sé. Sé que nuestro protagonista lo va a pasar muy mal y que esto le va a obligar a replantearse cosas sobre su vida y no sé si saldrá del otro lado o no, pero, en cualquier caso, si sale, sé que saldrá transformado. ¿Has visto qué gilipollez? Tener una idea es facilísimo. Lo que hay que hacer luego es trabajar y trabajar y trabajar. Ser novelista es un trabajo incansable de desafío propio y de desafío exterior.
—¿Todos partimos del cuento? ¿Es como nuestra piedra Rosetta?
—No sé si es nuestra piedra Rosetta, pero, desde luego, el corredor que corre el maratón, empieza dando un paseo o aprendiendo a caminar para recorrer los pasos que le separan de su madre, mientras que su padre le está sosteniendo desde el otro sitio. Es la única forma. Y, de la misma manera, el aprender a manejar piezas diminutas de fantasía, va generando lo más importante para un creador, que es el músculo. El otro día, precisamente, hablaba con Dolores Redondo sobre cómo ella había empezado escribiendo cuentos, igual que yo. El proceso de imitación, que es el de cualquier clase de creación, empieza por lo minúsculo y, desde ahí, se aprende para llegar a algo más grande.
—Te cito a Roald Dahl: “Escribir para niños es lo mismo que escribir para adultos, solo que hay que hacerlo mejor”. De Alex Colt dices que es una saga para niños de 9 a 99 años. Un libro para niños lo puede leer un adulto, pero ¿un libro que inicialmente es para adultos lo puede leer un niño?
—Pues ya veremos. Es que depende del niño. No todo el mundo es igual y la única regla, para mí, válida con respecto a lo que puede o debe leer un niño, es: “Tú dale un libro, y a ver qué pasa”. A mí me echaba El Quijote de sus páginas con 14 años, me parecía insoportable, mientras que con 23 era algo que lo único que deseaba era comprenderlo. Con 35, lo que me generaba era una profundísima admiración y, leído este verano, con 44 años era el deseo de ser algún día capaz, que no lo seré jamás, de alcanzar una décima parte de la genialidad que está comprendida en ese libro. Los libros son los que nos juzgan a nosotros, nos enseñan, nos complementan. Nosotros escribimos la otra mitad. Una parte es la que tú estás aportando y la otra parte es la del lector. No es lo mismo que lo lea alguien lleno de experiencias y de conocimiento, de sentido del humor o de sarcasmo, o que lo lea una persona que está empezando con su viaje en la vida o que leas un libro increíblemente angustioso mientras tú estás pasando, a tu vez, una situación increíblemente jodida. Un lector que me escribe, a lo mejor, desde el hospital porque se ha roto una pierna o porque le tienen que hacer un trasplante, y me dice: “Estoy leyendo El paciente y me están pasando estas cosas dentro”. ¿Cómo va a ser esa experiencia la misma que la mía cuando lo escribí? ¿O la de un joven en su casa? No puede ser igual.
—En Todo arde hay bastantes referencias a la Isla del Tesoro. ¿Por qué?
—Porque sí.
—¿Además de porque sí?
—Es que no quiero, en realidad, porque es parte del juego del libro.
—¿Como las referencias a Alejandro Sanz, Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina?
—Es otra parte del juego del libro. Un libro es un pacto entre el lector y el escritor en el que se producen una serie de concesiones y de encuentros. Primero a través del mecanismo común que tenemos, que son las palabras y, después, a través de esas referencias compartidas o no. Cuando tú escribes un libro de entretenimiento, como es el mío, un libro de misterio cuya propuesta literaria termina en la diversión, no hay más que eso; es un libro escrito para ser divertido y para que sea divertido para un chaval de 15 años que no ha escuchado Más (Alejandro Sanz) ni ha escuchado nada de Serrat y para una mujer de 84 años que no va a entender una referencia a Los Vengadores. Y no importa, está bien, porque lo único realmente importante en este pacto que estamos haciendo, es que yo cumpla con mi parte, que es que no puedas dejar de leer, que avances a toda velocidad y que eso mantenga viva en quien abra este libro la llama al deseo de la lectura, del disfrute literario.
—En la página 135, hay una referencia a La chispa adecuada de Héroes del Silencio. Entiendo que de ahí viene el título de Todo arde (“Todo arde si le aplicas la chispa adecuada”).
—Es un chiste que se le ocurrió a los personajes mientras estaban hablando. De hecho, te diré que cuando puse el título al libro, no conocía la canción. Así de sencillo. Es público y notorio mi profundo desconocimiento musical. Un día, cuando estaba escribiendo, Carmen Romero, mi editora, me hizo la broma de Héroes del Silencio y, entonces, lo busqué, me encontré con la canción y, obviamente, cuando pasó, acabó dentro de las páginas del libro.
—Has dicho que empiezas las historias siempre por el final. ¿Empiezas siempre una historia por el final porque teniendo un objetivo es más fácil llegar a él?
—Lo hago así porque no sé hacerlo de otra forma. Hay tipos de escritores de muchas clases y yo soy uno que tiene que tener muy claro hacia dónde está yendo. Igual que Margaret Mitchell empezó Lo que el viento se llevó por el último capítulo, el número no lo sé, pero ponte que comenzó por el 45 y luego escribió el 44, después el 43… Me parece que si yo, algún día, intentase hacer eso, acabaría en un psiquiátrico. Me parece imposible, y sin embargo Lo que el viento se llevó está ahí y a mí me parece incomprensible. Cada uno tenemos un método. En mi caso procede de la inseguridad que me producía trabajar de cualquier otra forma.
—Siempre has hablado del llamado “síndrome del impostor”.
—¿Y quién no lo sentiría estando en un situación parecida a la que me encuentro yo, te diría que ahora mismo, pero desde que empecé a escribir? La primera sensación que tú tienes es que eso no le va a interesar a nadie y, con los años y el tiempo, vas descubriendo que en realidad no importa, porque lo único que importa es que te interese a ti y escribir tú el libro que tú quieres leer. Nada más.
—Pero es complicado.
—En realidad no. Cuando eres lo suficientemente maduro y mayor, es casi un conocimiento que llega solo. Piensas: “A ver, en realidad, ¿por qué hago yo esto?”. Hay una cosa que dice Rodrigo Cortés que, como siempre, tiene razón en todo lo que habla: “Si haces lo que quieren los demás, tus posibilidades de triunfar son cero. Y si haces lo que tú quieres, tus posibilidades de triunfar son también cero; con lo cual, puestos a elegir, vamos a hacer lo que queremos”. Pero eso solo te lo da el tiempo. Llevo 16 años escribiendo y es un viaje. 16 años en los que tienes hijos, se mueren amigos, se mueren padres… Todo ese tipo de cosas van cambiando la persona. Es inevitable que yo sea completamente distinto a cuando empecé.
—¿El protagonista es siempre quien parece serlo? En Todo arde son tres: Aura, Mari Paz y Sere.
—(Risas) Si te respondiese a eso, estaría jugando contra mí mismo, así que vamos a no hacerlo.
—Vamos con otra que sé que no me vas a responder… Se repite el mismo párrafo en Todo arde y en Loba Negra acerca de la comisaria Romero: “Una mujer de mediana edad, vestida de calle. Más fuerte que alta, pelo negro recogido en un moño tan apretado que hace daño al mirarlo. Tiene los ojos oscuros, las pupilas desiguales, como tinta derramada. El rostro severo. Hay una cierta precisión en ella. Cuando adelanta la mano para mostrarle su placa al agente que vigila la escena, lo hace con un gesto breve y rápido, sin malgastar esfuerzo alguno. Como si se reservara para algo que la está esperando”. ¿Estas autoreferencias ayudan a conocer, no los personajes, si no la historia, llevándola al final a una conexión entre este libro con otra serie de tu autoría?
—Sí (risas).
—También se repite otra frase, pero a lo largo de Todo arde: “No estoy loca. Estoy hasta el coño”. Esto ya no es para entender este libro con los demás, sino para entender la historia. Pero ¿más que la historia, los personajes de la misma?
—Para mi manera de contar las historias, lo más importante es el ritmo. El ritmo lo marcan los personajes, que también son lo más importante. ¿Cómo pueden ser dos cosas lo más importante? Puede ser, porque en la vida hay un montón de cosas contradictorias que son ciertas al mismo tiempo y lo más importante, para entender a los personajes y el ritmo, y es más importante todavía que lo anterior… “No pueden ser tres cosas al mismo tiempo lo más importante, Juan”. Sí, es la música. “Pero tú no tienes ni idea de música, Juan”. Ya. Pero cuando escribo, no soy la misma persona. Conecto con otras cosas que ni siquiera yo entiendo. “No me has aclarado nada de la pregunta que te he hecho”. Ya, soy absolutamente consciente.
—¿Escribes escuchando música o tienes una melodía en la cabeza?
—No. No puedo. Miento. No es verdad. No podría escribir escuchando canciones, porque entonces habría palabras, pero algo de música en algunas ocasiones sí que lo he hecho. Pero he de reconocer que cada vez menos. En este libro no ha pasado. Lo que me pongo es sonidos de tormenta.
—¿Sonidos de tormenta?
—Sí, porque me hace ruido blanco y se me desconecta del todo la cabeza y empiezo a pensar menos. La respuesta es: en algunas ocasiones puse música, pero en esta ocasión sonidos de tormenta. Tengo una aplicación en el móvil que se llama Portal. Ahora tú imagínate que está sonando una tormenta muy espectacular. Normalmente yo lo hago con cascos. Todo lo demás desaparece.
—¿Cómo se desarrolló el universo Reina roja en tu cabeza?
—¿Cómo creciste tú en tu casa cuando eras pequeño?
—Soy hijo único y crecí jugando solo.
—Bueno, pero me has contado el entorno, no me has contado cómo creciste porque eres incapaz de contarme cómo cada proteína que ibas consumiendo se iba transformando en células que, además, iban produciendo diferentes resultados: glóbulos rojos, glóbulos blancos, calcio… El tuétano de los huesos, cómo se iba separando, cómo…
—No era consciente de eso.
—Pues eso. Ni tú ni nadie. Cada vez que algo pasa, luego intentamos racionalizarlo y no se puede. Yo no tengo ni puta idea de cómo hago las cosas, de verdad te lo digo. No lo sé. Soy un completo ignorante de cómo suceden los libros. Sé que me encierro con un montón de ideas que he ido recopilando en mi cabeza y de estructuras que he ido generando a lo largo de los meses y, al otro lado, de un proceso muy largo y muy desagradable para mí y para los que me rodean, sale un libro completo.
—¿Te tienes que sentir identificado con alguno de los personajes de Todo arde? Hay tres personas que lo tenían todo y en un segundo lo pierden, están marginadas por la sociedad, como los dos legionarios.
—Es que, en general, nuestros protagonistas y los secundarios, lo que comparten es una profunda humanidad, los buenos y los malos. Si te paras a analizar a todos los personajes de la historia, algunos de ellos llegan a ser hasta encantadores. Tú piensas en Culo de Vaso, en Ponzano, en los vigilantes, en los policías que detienen a Aura en el segundo capítulo… Son amabilísimos con ella, se preocupan porque vaya cómoda, no son condescendientes ni prepotentes, ni hacen abuso de autoridad… y se la están llevando y son los antagonistas en esa escena y son encantadores, son reales. Y eso es lo que yo creo que comparten todos los personajes de este libro. No hay caricaturas, hay personas con objetivos distintos, en algunos casos muy extremos, y eso es lo divertido también. Es un reto que me he puesto yo a mí mismo esta vez pero tampoco quiero ahondar en ello porque entonces sí que desvelo los trucos que no quiero desvelar. Además, nadie me hace preguntas tan difíciles como tú. Esto, en la próxima, no va a suceder.
—Supongo…
—Porque es imposible profundizar como vas a profundizar tú, por otro lado.
—Hay una frase, en la 107, que dice “Los libros buenos son un pasaporte sin caducidad”. ¿Un libro bueno es un manual imperfecto de empatía?
—Y yo qué sé. No tengo ni idea. Me haces reflexionar sobre algo o me haces darte una respuesta sobre algo que no he pensado nunca y me resisto a hacerlo. Creo que es una pregunta sobre la que me convendría irme a casa y reflexionar. Te puedo hablar de mi propia empatía. Y en mi caso sí que lo es, como mínimo, a la hora de crearlo porque yo tengo que querer mucho a todos mis personajes. Incluso los que cometen atrocidades. Tengo que sentirme como se sienten ellos, pero no termina ahí la cosa. También tengo que ser capaz de hacer que mis lectores aprendan cómo sentirse. Cuando tú ves un documental sobre gacelas, vas con las gacelas. Cuando tú ves un documental sobre leones, vas con los leones. Porque vas a ver lo difícil que es para un león sobrevivir en la sabana con muy poca comida y cómo las leonas tienen que juntarse cuatro, y a lo mejor una se lleva una cornada que la deja medio muerta. Cuando ves un documental de gacelas, los leones son el enemigo y entonces tú ves cómo corren para intentar que no les cojan pero, antes o después, hay alguna a la que cogen. Esa magia tiene que estar siempre en la creación.
—¿Por qué somos animales simbólicos?
—¿Quién ha dicho que somos animales simbólicos?
—La página 130.
—¿Ah, sí? Pues no me acordaba. Aura entiende muy bien el poder de las historias. Entiende muy bien que la humanidad —y no hablo del conjunto de los seres humanos que forman la humanidad, sino la humanidad como cualidad y característica, la humanidad como característica— requiere de las historias para manifestarse. Hay muchos animales capaces de desarrollar compasión hacia otros: en los simios puedes encontrarla. Pero no vas a encontrar unas historias compartidas en una colonia de bonobos. Eso no va a pasar. Las historias compartidas, los mitos compartidos, su progresión y su acumulación son lo que nos ha convertido en humanos y lo que nos han llevado hasta aquí.
—Una amistad fuerte, forjada en mil batallas, ¿puede hacer arder el mundo?
—Pues ha pasado. Ha pasado alguna vez. Mira Aquiles y Patroclo. Cuando Aquiles perdió a Patroclo, Troya no acabó precisamente bien. Mira a Alejandro… La historia nos enseña que la geopolítica, las fechas, los resultados, no son un conjunto de números sino el resultado de trillones de interacciones generadas por seres humanos.
—¿Salvarlo todo puede significar destruirlo todo?
—Para mí no, pero, a lo mejor, para alguno de mis personajes podría llegar a pasar. No lo sé. En este libro yo no creo que pase.
—Veo que Aura, para intentar salvarse, casi destruye su mundo.
—Aura huye hacia delante clarísimamente porque se ha cometido una injusticia tan grande con ella que no puede soportar esa injusticia. Es una persona que ve claramente la distancia entre cómo debería ser el mundo y cómo es y entonces hace algo con lo que muchos de nosotros solo nos atrevemos a soñar, que es: hacer algo al respecto. No comenzar la revolución con soflamas o pegando gritos o poniendo tuits, sino haciendo algo. Haciendo cosas. De ahí que me acuerde mucho de la aceptación de Rodrigo de uno de los premios que le dieron recientemente por El amor en su lugar: “Muchas gracias a los que hacen cosas”. Yo diría que, claramente, Aura es una persona que hace cosas.
—¿Todas las preguntas exigen siempre una respuesta?
—Por exigir, sí. Otra cosa es que se la merezcan.
—¿Me he merecido alguna respuesta?
—No, ninguna. Es broma. ¿Que si tú te has merecido alguna respuesta? Tú te has merecido muchísimas respuestas. Fíjate todas las que hay aquí arriba.
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