En un sótano del barrio de Prosperidad, en Madrid, hay una ventana con vistas a la calle que un día Juan José Millás atravesó. Era un niño y la realidad cobró, tras ese evento, una intensidad difícil de habitar de forma permanente, así que decidió volver, por el mismo lugar, a la realidad de siempre.
“La extrañeza que el escritor debe sentir ante la realidad” es la que Millás —con más de treinta obras publicadas, traducciones a más de quince idiomas y varios premios, entre los que destacan el Nacional de Narrativa, un Nadal y un Planeta— invita a buscar al medio centenar de alumnos que le escuchan. Lo hacen entre la admiración y la sorpresa, en el marco de un taller organizado por Cursiva —la escuela de escritura del grupo editorial Penguin Random House— en colaboración con la revista literaria digital Zenda.
“Hay que estar muy atento”, avisa, porque a veces no te das cuenta de lo que ocurre, atentos para seleccionar los hechos que formarán parte del relato o del reportaje.
Como periodista, actualmente publica cinco artículos a la semana en El País y colabora cada domingo en el programa A vivir, que son dos días de la Cadena SER, con una sección, Las edades de Millás, premiada este año con un Ondas.
Prosigue: “Un buen reportaje periodístico tiene la obligación de ser un buen cuento porque, entre ellos, no hay apenas ninguna diferencia” más allá de esa barrera que separa la ficción de lo que ha tenido que ser visto u oído para ser contado.
Al contrario de lo que sucede en la novela, incluso en la autobiográfica, “yo jamás he inventado nada en los reportajes”, reitera. Sin embargo, para elaborarlos, admite, “hago el mismo proceso que con un cuento. Cuando digo reportaje periodístico podéis oír cuento”, “el secreto está en seleccionar los materiales y articularlos”.
“¿Con qué criterio se seleccionan los datos?”. Él mismo pregunta y se responde, porque es capaz de sostener una respuesta larga y coherente de forma admirable, casi como quien escribe directamente un borrador que no necesita ser revisado porque sale bien a la primera. Aunque eso, como se encarga de advertir, en realidad no sucede. “Te tienes que buscar la vida para conmover al lector”, asegura.
Va encendiéndose a medida que conversa. La escritura, y la posibilidad de hallazgos que nos proporciona, “los aciertos expresivos” o la posibilidad de “entender”, parece ser el origen de esa luz, que contrasta con la que va alejándose progresivamente de la buhardilla llena de libros desde la que se ha conectado a la clase.
En un momento de la charla rescata de la librería uno de Leila Guerriero. Lo hace exactamente después de que un alumno le pregunte a quién escogería para escribir su biografía. Tras un momento de duda y de un “¿dónde está el catálogo para escoger”?, lo ve claro, sería ella. La considera, probablemente, “la mejor cronista viva” en lengua española.
Pero ¿cuál era la respuesta?, “¿cómo se seleccionan los datos?”. En este caso responde sin dudarlo: “Tú seleccionas aquellos hechos que puedes poner al servicio del significado” y, para hacerlo, “no hay que ir al centro, hay que ir a la periferia, porque el significado, si está en algún sitio, está en la periferia”. “El escritor es el que ve lo que no ven los demás”, sentencia.
Aunque no se refiera a esta periferia, sino a la periferia de los hechos, el madrileño barrio de Prosperidad —el de la ventana, el sótano y la infancia de Millás— surgió como barrio periférico. Lo mismo sucede con el barrio de Prosperitat de Barcelona, en el que crecí y desde el que miraba a la calle con esa extrañeza que, tal vez por eso, me resulta familiar. Me imagino a los dos barrios, La Prospe en ambos casos, uno como el reverso del otro y con un niño a cada lado preguntándose “eso que tiene que preguntarse el escritor”, según Millás: “¿cómo lo hago para pertenecer?”.
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