Conocí a Juan José Reyes en la casa de la escritora María Elvira Bermúdez, cuando ésta recibía a jóvenes con aspiraciones literarias que asistían a su casona de la colonia Roma para participar en una especie de taller de cuento que en realidad era una divertida tertulia donde María Elvira comentaba y leía textos propios y ajenos. Juan José apareció al fondo de la sala con un vaso de tubo entre las manos. Llamaba la atención, porque a las once de la mañana nadie esperaba que alguien estuviera ya dando sorbitos a un cuba libre, pero ese era el desayuno de Juan José en aquellos años 80. Más tarde, volví a encontrarme con él en la cantina El Palacio, cuando sentado en una mesa se disponía a recibir los textos de los colaboradores del suplemento El Semanario Cultural del diario Novedades, que dirigía José de la Colina y del que él era jefe de redacción. Ya no bebía cuba libres, sino vodka tonic, pero la hora seguía siendo la misma: las once de la mañana. Aunque nunca fui colaborador del suplemento, compartí con él muchas de aquellas jornadas en las que la mesa de redacción era la mesa de la cantina en torno a la cual iban sentándose periodistas, escritores y amigos, mientras avanzaban las horas y llegaban, junto con los textos, los chismes, las bromas y los interminables debates, las botanas, la comida y la copa final, a las seis de la tarde. Por ahí desfilaron, en torno a Juan José y a su ángel de la guarda, el maestro Jorge López Páez, nombres que más tarde serían reconocidos en el mundo del periodismo y la crítica literaria mexicana, como Noé Cárdenas, Josué Ramírez, Armando González Torres, Carlos Miranda, Fernando García Ramírez, José Homero o Luis Ignacio Huelguera. Por la sangre de Juan José no solo corría alcohol a chorros, sino la estirpe heredada de su padre, el escritor Salvador Reyes Nevares, miembro del grupo filosófico Hiperión, que encabezó Luis Villoro, y la de su abuela, María Elvira Bermúdez, la Agatha Christie mexicana. Apasionado del balompié, antologó junto al crítico Ignacio Trejo Fuentes un volumen de cuentos titulado Hambre de gol: Crónicas y estampas de fútbol (Cal y Arena). Discreto, tranquilo, muy educado y poseedor de una finísima ironía, Juan José era una enciclopedia ambulante. Desafortunadamente, su obra personal fue escasa, y solo publicó tres libros: El péndulo y el pozo (Conaculta), una meticulosa investigación que puso al día a dos figuras olvidadas: Emilio Uranga y Jorge Portilla, y su relación con lo mexicano; La música para niños en México: Una crónica (Fundación Alejo Peralta), y Cuestión de suerte (Clío), una fascinante historia de los juegos de azar y la Lotería Nacional. Los amigos siempre destacaron su prosa precisa y elegante, y su amplísimo y detallado conocimiento de la literatura mexicana, de la que lo sabía todo. Juan José Reyes murió la semana pasada a los 65 años. Me hubiera gustado beber otro vodka con él en el Salón Palacio. Este adiós es, para mí, muy triste.
LÓPEZ AUSTIN: HISTORIA PARA APRENDER
Dice el historiador Alfredo López Austin (Ciudad Juárez, 1936) que la ciencia y la cultura están siendo inexplicablemente desprestigiadas y relegadas en México. “Históricamente, esta conducta es propia de regímenes de ultraderecha”, acusa el historiador, quien acaba de ser galardonado con el Premio Nacional de Artes y Literatura 2020, en el campo de la Historia, Ciencias Sociales y Filosofía. Llama la atención la sentencia de López Austin, ya que es precisamente la ultraderecha el rincón ideológico que sirve al actual presidente de México para exorcizar sus fantasmas y la causa y justificación de todo lo malo que sucede al país. Pero López Austin, un convencido demócrata de izquierdas que ha dedicado parte de su vida al estudio de la realidad histórica y de la cosmovisión mesoamericana, no se deja engañar, y afirma que “las pretendidas explicaciones de los voceros del poder y de quienes deberían defender nuestras instituciones científicas y culturales son meras justificaciones de una voluntad individual que les es impuesta”. ¿Por quién? ¿Quién se empeña en monopolizar los caminos de la investigación, las artes y la literatura?, ¿quién justifica la austeridad institucional, desvanecida por proyectos verticales y faraónicos, además de muchimillonarios, como el de la remodelación del Bosque de Chapultepec, que vulnera al resto del sector cultural? Como añade López Austin —autor de obras capitales como La constitución real de México-Tenochtitlán, Augurios y abusiones, Los mitos del tlacuache, Una vieja historia de la mierda o Juego de tiempos—, no se entiende esta política destructiva sin algo que el historiador detesta: el caudillismo, que está encarnando en México, como no lo encarnaba nadie desde hacía muchos años, Andrés Manuel López Obrador. A ver quién le para los pies.
SUAVE PATRIA CENTENARIA
Qué lejos queda ya la bucólica visión que Ramón López Velarde reflejó en los 151 versos y 33 estrofas de su celebrado poema La suave patria, que este año cumple un siglo de haber sido publicado, como su autor cumple cien años de haber muerto. Aunque pueda entenderse como un discurso contra la violencia, como un reproche por la destrucción del país que contiene dolor, claroscuros y crítica, como ha señalado el ensayista y poeta Víctor Manuel Mendiola; aunque hable de la violencia con suavidad, con ternura y gentileza, México, esa “suave patria”, “impecable y diamantina”, es hoy un áspero país, sucio y maleable, frágil y contaminado por los cuatro costados. López Velarde murió a los 33 años de edad sin ver publicado ese poema, que apareció por vez primera en el número 3 de la revista El Maestro, fechada el 1 de junio de 1921. Tan solo había editado dos de sus poemarios: La sangre devota (1916) y Zozobra (1919), y su tercer título, El son del corazón, vio la luz de manera póstuma en 1932. Es decir, su vida como poeta en activo duró sólo cinco años, hasta que la sífilis y una bronconeumonía, causas de su muerte, lo sorprendieron mientras corregía precisamente las pruebas de La suave patria. Considerado “el poeta nacional”, López Velarde será una de las figuras centrales en las conmemoraciones literarias oficiales en México. ¿Hablará alguien de esta patria agreste y salvaje en que se ha convertido la suave patria velardiana, trueno de nuestras nubes, que nos baña de locura, trueno del temporal, donde aún se oyen las quejas crujir los esqueletos en parejas, patria de mutilado territorio que se viste de percal y de abalorio, suave patria todavía tan grande, que el tren va por la vía como aguinaldo de juguetería?
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