Era tanta su pasión por el cine —recuérdese que uno de sus cuentos, al que luego le puso música su amigo Joan Manuel Serrat, lleva por título Los fantasmas del cine Roxy— que su correo electrónico, al que le escribí hace unos días sin recibir respuesta alguna, empezaba por la palabra Ringomarsé, donde unía su apellido a uno de los nombres clásicos de los personajes de las películas del Oeste, serie b, con las que él creció, con las que alimentó su imaginación, se evadió de una realidad que no le gustaba, y, finalmente, se hizo escritor.
Juan Marsé fue el más duro de una generación de tipos duros y bragados que vivieron el peor tiempo que se podía vivir para ser escritor, con la ignorancia supina del país y la férrea censura del franquismo. Duros y bragados, pero inteligentes. Pocas veces, en un mismo tiempo, se han reunido personajes, todos ellos amigos inseparables, de la talla de José Agustín Goytisolo, Manolo Vázquez Montalbán, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma y Juanito García Hortelano. Marsé fue el último en caer, como si a él le hubiera tocado en suerte sostener la bandera de un grupo —la mayoría de ellos, catalanes— que puso en el mapamundi la literatura y la cultura españolas. Una generación de bebedores y vividores que trataron por todos los medios de no convertirse en esos hombres duros, a los que con tanta maestría retrata Marsé en sus novelas, que lloran como niños en las barras de los bares.
Marsé fue el inventor y el señor de las aventis. El que les dio carta de naturaleza en la literatura. Y las inventó para distinguirlas de las mentiras, de las medias verdades y de la verdad verdadera. Las aventis, aun siendo mentiras, tienen el sabor y el color de la verdad, como si estuvieran hechas de la misma materia que los sueños.
En sus novelas abundan los antihéroes. Los héroes cansados, que diría su amigo Pérez-Reverte. Personajes que, de la noche a la mañana, decepcionados por una realidad que nada tiene que ver con aquella por la que habían luchado, cambian la pistola por un par de novelas baratas de quiosco. Fue el último de una generación que no fue generación, sino un simple grupo de amigos a los que les unía la pasión por la literatura, por el cine, el fútbol —era un espectáculo escuchar de boca de Marsé las alineaciones del Barça de los años cuarenta y cincuenta— y el alcohol. Y fue, asimismo, el último animal de la escritura, después de la desaparición de Baroja, Cela y Delibes. Decía uno de sus personajes, quizá en Si te dicen que caí, que cuando alguna vez se ha vivido en el campo, allá donde uno vaya, siempre llevará consigo una rama de almendro florecida en el corazón. Marsé se ha llevado a la tumba el secreto de un narrador puro, de casta, sublime, tocado por la mano de Dios, que convertía lo más trivial, auténticos materiales de derribo, en literatura de muchos quilates. Lo echaremos mucho de menos.
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