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Juan Pedro Aparicio, premio Internacional de Ensayo Jovellanos 2016

Nuestro desamor por España. Estatua del Cid Campeador en Burgos

Palabras de Juan Pedro Aparicio, autor sobre Nuestro desamor a España: cuchillos cachicuernos contra puñales dorados, premio Internacional de Ensayo Jovellanos 2016.

El portavoz del jurado que concedió a mi libro el premio internacional de ensayo Jovellanos, declaró a la prensa que se trataba de un texto que respondía a la tradición heterodoxa española, una heterodoxia ––así lo entiendo yo en este caso–– cuya ruptura con lo establecido sería homologable a la actitud de ese padre que cuando su niño a la hora de dormir le pide que le cuente una vez más el cuento de ayer, el padre se niega y le refiere otro.

Portada del libro premiadoAsí de distinto o de heterodoxo es mi cuento. Pero no tanto como pudiera parecer a primera vista. Me he limitado a poner en conexión las investigaciones mejor fundamentadas de numerosos estudiosos, a la manera de esos pasatiempos gráficos llamados UNE LOS PUNTOS, en los que mediante el trazo de una línea vamos viendo aparecer el perfil de un retrato o de un paisaje que hasta entonces permanecía latente.

Mi trabajo se ha visto luego más que recompensado con este premio internacional de ensayo que lleva el nombre de Jovellanos, un nombre a cuyo reclamo siempre acudo. Le he dedicado muchos años de trabajo en mi novela, Nuestros hijos volarán con el siglo, y pocos personajes españoles me han suscitado tanta simpatía y admiración. De una firmeza nada agresiva, pero firmeza al fin, supo defender sus convicciones hasta el último momento. Diligente en obras y rico en ideas, deseó para España una constitución breve, clara, justa y que se cumpliera. Atendió a la modernización de la sociedad desde fundamentos nacidos en lo mejor del pensamiento ilustrado europeo, principalmente del elaborado en las islas británicas.

"Ahí está Sabino Arana emulando a Michael Jackson, este aclarándose el rostro, aquel despojándose de su identidad como si se arrancara la piel a tiras."

He dicho que mi libro no es el cuento de ayer. Lo que no he dicho es que espero que sea el de hoy y el de mañana. A veces he pensado que es novelista aquel que no vale para otra cosa. No necesita de títulos académicos ni de oposiciones para ejercer su oficio, uno de los más libres que existen. Y, acaso por eso mismo, se atreve más que otros, como también se atreve el científico joven que se estrena con una conjetura arriesgada, muy bien acogida en principio por lo que tiene de osadía, pero necesitada posteriormente de una demostración efectiva para ser aceptada por la comunidad científica. Por eso, más que un cierto formalismo académico, he tenido presente la técnica de un historiador inglés que para ejercitar su talento de narrador se aficionó a las novelas policíacas, lo que le ha dotado de una especie de sexto sentido para la intriga.

En mi cuento, o sea en mi ensayo, hay ––o pretende haber–– intriga y argumento. Se trata nada menos que de encontrar ese secreto de España que nos hace ser como somos, o sea, miembros de una comunidad aparentemente malquerida por una parte significativa de nosotros. Con un viejo chiste, quizá algo exagerado pero muy expresivo, he querido ilustrar ese desamor. Un inglés, un francés, un italiano y un español persiguen alcanzar un premio colocado en lo alto de una cucaña. Los ingleses contemplan a su campeón impertérritos, los franceses lo alientan con grandes voces y gritos de ánimo, los italianos además lo empujan hacia arriba con toda clase de artimañas, los españoles, por el contrario, procuran enganchar a su campeón, tirar de sus piernas hacia abajo para impedir que gane.

Algunos lo llaman envidia, esa envidia ancestral nuestra, dicen. También podemos llamarlo desamor, distinto en su forma pero similar en su fondo al rechazo que sienten por lo español algunos nacionalistas periféricos. Ahí está Sabino Arana emulando a Michael Jackson, este aclarándose el rostro, aquel despojándose de su identidad como si se arrancara la piel a tiras. No es raro que el fenómeno haya preocupado a nuestros intelectuales. Y son muchos los que han apuntado a la Edad Media como el origen de esta y otras peculiaridades: Ortega, Marichal, Menéndez Pidal, Sánchez Albornoz, el mismo Caro Baroja, quizá la personalidad más serena y desprejuiciada de ellos. Un contemporáneo nuestro, sin embargo, Álvarez Junco en su Mater Dolorosa pone el énfasis, por el contrario, en los dos últimos siglos, aunque reconoce que la historia de España y la de la Iglesia Católica, se vienen confundiendo desde tiempo inmemorial. Lo que nos llevaría de nuevo a la Edad Media, hasta ese punto crítico en que la Iglesia, por decirlo de un modo simplista, toma el mando.

¿Recuerdan aquella escena del Macbeth en la que el bosque de Birnan se pone en movimiento en dirección al castillo del tirano? No es un bosque, claro, se trata de un ejército camuflado con ramajes y hojarasca. En mi cuento lo que avanza, hasta apoderarse del castillo, es un supuesto paisaje espiritual, una fuerza que, camuflada de liturgia, moldea a su conveniencia la estructura de los poderes políticos peninsulares. ¿Puede tan capital suceso explicar por si solo esa incomodidad nacional sentida por no pocos españoles? Nuestro desamor a España: cuchillos cachicuernos contra puñales dorados es el fruto de esa indagación y no sería bueno que yo les contara aquí el argumento con detalle. Les dejaré dicho, sin embargo, que hay dos momentos cruciales. O quizá tres.

El primero allá por los finales del siglo XI cuando Alfonso VI de León (y Castilla) comete la imprudencia de declararse emperador de las dos religiones, la cristiana y la musulmana. Gregorio VII, el papa que introduce el absolutismo en la Iglesia de Roma, tiene ideas muy distintas, como las tendrán sus seguidores en la silla de Pedro. Alfonso, al negociar la toma de Toledo, concede fuero a los musulmanes y promete no convertir la mezquita en catedral. El papa le impide cumplir su promesa.

Otro momento crucial, y no solo para España, es aquel en que un rey de solo dieciséis años, firma en León los decreta de 1188, en asamblea a la que por primera vez en la historia universal concurren, representando a sus iguales, los cives electi de las ciudades del reino. O sea el pueblo llano. La llamada Carta Magna Inglesa, casi treinta años posterior, apenas alcanza a ser un modesto reflejo de estos decreta, en los que ya se contiene algo más que el embrión de un verdadero habeas corpus.

A este propósito permítanme que les lea el principio de su última cláusula.

Decreto también que si algún juez negase justicia al querellante o la postergase maliciosamente y hasta el tercer día no aplicara el derecho, aquél presente ante alguna de las nombradas autoridades testigos por cuya declaración se manifieste la verdad del hecho; y oblíguese a la justicia a pagar doblados al querellante tanto la cuantía de la demanda como los gastos.

 A mí, confieso, que alguna emoción me produce el contraste tan fuerte entre aquel remoto ayer y nuestro presente. ¿Cómo no desear que fuera así hoy nuestra justicia, una justicia de tres días, esa que vemos en las películas en el mundo anglosajón, cuando la nuestra, la que desgraciadamente venimos padeciendo, ni siquiera es de tres años? Y como eso todo el texto de los decreta de 1188, a los que el gran historiador don Julio González, aun durante el más duro franquismo, se atrevió a llamar Constitución. Solo muy recientemente los focos de la historia se han detenido en el suceso con el reconocimiento oficial en el Libro de la Memoria del Mundo del reino de León como cuna del parlamentarismo por parte de la UNESCO en su reunión de Corea el 18 de julio de 2013.

Pues bien ¿sabían ustedes que el rey que firmó estos decreta fue excomulgado hasta tres veces por el papa de Roma, con pena de interdicción para el reino? Yo no creo haberlo leído nunca en nuestros manuales de historia.

Y todavía queda, como he dicho, otro momento crucial en nuestro argumento, el tercero, pero éste prefiero guardármelo, porque sería tan incorrecto decírselo como anticiparles en una novela de misterio el nombre del asesino.

"Nuestra historia nacional además de más compleja y variada de lo que se nos ha dicho machaconamente, con toda probabilidad ha podido ser de muy otra manera"

Llegados aquí, cabe preguntarse ––y yo así me lo he preguntado– si el conocimiento de estas cosas del pasado sirve para algo, y más en esta España nuestra tan embebida en su abrumador presente. Ortega, de quien se discrepa con frecuencia en mi cuento, dejó dicho, sin embargo, que “puede afirmarse que casi todas las ideas sobre el pasado nacional que hoy viven alojadas en las cabezas españolas son ineptas y, a menudo, grotescas. Ese repertorio de concepciones, no solo falsas, sino intelectualmente monstruosas, es precisamente una de las grandes rémoras que impiden el mejoramiento de nuestra vida”.

A ese mejoramiento de nuestra vida es a lo que modestamente podemos aspirar todavía hoy nosotros. Mientras redactaba el libro pensé muchas veces en esos niños huérfanos argentinos que fueron entregados a familias afines al régimen dictatorial que había asesinado a sus padres. ¿Les ha sido de alguna utilidad conocer la verdad de sus orígenes?

Casi al azar he recogido este testimonio de una de esas niñas. Dice textualmente:

Yo antes de ser Victoria era María Sol –quien así habla ahora es Victoria Montenegro de treinta y seis años––. Y cuando me llamaba María Sol, todo lo que aporté a la justicia era para proteger a mi apropiador, únicamente. Puse muchísimas trabas. Y siempre tenés esa deuda interna con vos mismo, ese vacío de no haber aportado lo suficiente a la justicia. Cuando declaré como nieta el nueve de abril de 2011 fue como exorcizar todo lo malo que hice cuando era María Sol. Mi apropiador falleció en el 2003 y mi apropiadora en el 2007. Yo los amaba profundamente, nunca los odié. Pero tengo claro que yo tuve otra vida, otro nombre y una ideología totalmente opuesta a la que debería haber sido la mía. Ahora, con este juicio me queda una sensación de victoria,

 ¿Es posible extrapolar este suceso a la Historia de todo un país? Sería magnífico que este ensayo mío provocara siquiera en un puñado de lectores semejante sensación de victoria. Nuestra historia nacional además de más compleja y variada de lo que se nos ha dicho machaconamente, con toda probabilidad ha podido ser de muy otra manera, opuesta precisamente a la que se nos ha venido dando como única y verdadera, lo que, por el mero hecho de que tal posibilidad haya existido, ya la convierte en otra, siendo uno de sus efectos la eliminación de ese cierto determinismo o fatalismo que ha venido pesando sobre nuestro ser colectivo.

 

Nuestro desamor a España: cuchillos cachicuernos contra puñales dorados, de Juan Pedro Aparicio ha sido galardonado con el premio Internacional de Ensayo Jovellanos 2016.

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