Si escribir es bajar a la mina, él avanzó con el pico y la pala, intuyendo lo que su prosa aún no sabía. Si escribir es pasar todo el día arrancando mineral para volcarlo en una página en blanco, él empujó carretillas repletas de lo que encontró en su propia entraña. Si, como dice Philip Roth, la escritura es ese acto de extracción del origen, Juan Ramón Lucas (Madrid, 1958) se construyó en la veta de los personajes de La maldición de la casa grande (Espasa), su primera novela. Ésa con la que él ha fundado una voz propia.
Curtido durante casi cuarenta años en el oficio del periodismo, Juan Ramón Lucas se propuso con esta novela recrear la vida de Miguel Zapata, el Tío Lobo (1841-1918), uno de los españoles más ricos de su época, dueño de una tierra y el destino de quienes la habitaron. Un personaje real que reinó a sangre y fuego en la Sierra Minera de Cartagena-La Unión, donde levantó un emporio económico y político entre finales del siglo XIX y comienzos del XX. Suyo fue el territorio de los yacimientos de plata y plomo más fructíferos de la región. Ahí gobernó y murió, temido por quienes lo obedecieron.
Tío Lobo, el personaje que llegó a oídos de Juan Ramón Lucas en un Festival de Cante de Las Minas de La Unión, habitó un mundo en trance de morir —el violento siglo XIX español— y presenció el nacimiento de otro que prometía la abolición de su estirpe. Miguel Zapata no vivió para ver el fin de la Primera Guerra Mundial, ese acontecimiento que barrió por completó el orden que él ayudó a construir y mantuvo. Ese tiempo que terminó olvidándolo a él y a sus desmanes, pero también a los matices que los explican.
En la España democrática es poco lo que se sabe de Tío Lobo, alguien que extrajo de la tierra todo cuanto pudo, no sin pagar tributo con una maldición que pesó sobre él y su familia, un recurso del que se vale Juan Ramón Lucas para recrear lo que entonces fue El Dorado español, un lugar que atrajo a miles de personas en busca de fortuna y en el que sólo encontraron una ración doble de la desesperación que los llevó hasta ahí: desesperanza, explotación, pobreza y violencia. Gente que fue a morir en vida, hasta acabar sepultada por la fiebre que se gesta en los mundos subterráneos, el lugar de la locura y la penitencia. Lo que encontraron quienes fueron a América a buscar el oro en el siglo XVI español o el XIX de Jack London y Joseph Conrad.
Mezclando personajes reales y de ficción con acontecimientos documentados y episodios surgidos de su imaginación, Juan Ramón Lucas cuenta esta historia a través de María Adra —María la Guapa—, la narradora de esta novela. Hija de un minero y curtida en la vejación, esta mujer actúa cual Sherezade: cuenta la historia de quien más hizo sufrir a los suyos. Y lo hace para espantar la muerte de una clase de la que ella formó parte por la puerta de atrás —alumbró un nieto bastardo de Tío Lobo— y que intenta mantener viva, contándola. Eso es La maldición de la casa grande, una novela más ocupada en los conflictos humanos que en la papeleta de la novela histórica y que puede presumir de una estructura literaria ambiciosa —el socorrido manuscrito encontrado, los saltos de narrador— que Juan Ramón Lucas logra ejecutar de oídas… con el pico y la pala de los que crecieron escuchando historias.
La maldición de la casa grande es la razón de esta entrevista. Y aunque debía atenerse al debut literario del periodista que comenzó hace más de treinta años como redactor de Economía en la Cadena Ser y hoy es actual copresentador del programa matutino Más de Uno, en Onda Cero, la conversación cogió otro rumbo. Calzado con unas Chuck Taylor, enfundado en unos vaqueros pitillo y luciendo el diastema de una sonrisa que parece sonreír dos veces, Juan Ramón Lucas habla de una historia en dos direcciones: la que él escribió durante cuatro años y la que lo escribió a él.
—Philip Roth dice que escribir es bajar a la mina. Usted, pues, ha bajado.
—En el sentido metafórico y literal. Estuve no sólo en las que tienen en el parque minero. Recorrí la sierra con gente que se dedica a buscar minas perdidas, muchas de ellas escondidas en los cañaverales o tapadas por desprendimientos. Las descripciones de la novela las extraje de aquella mina cerrada a la que entré. Aunque esto no debería confesarlo, porque se supone que es ilegal. Son lugares que no puedes visitar y nadie te garantiza tu seguridad si llega a ocurrir algo dentro de ellas.
—Escribió esta novela durante cuatro años. Coincidió con un tiempo de incertidumbre para usted. ¿Fue una manera de crear una voz, de abrir una ventana?
—(Se ha hecho un silencio largo, ametrallado sólo por el disparador de la cámara) Cuando decido escribir esta novela no soy consciente de estar pasando un mal momento —Juan Ramón Lucas habla en tiempo presente, que es como acostumbran a hablar los periodistas—, aunque es verdad que me acababan de echar de Radio Nacional. No sé si te refieres a eso… De hecho, en aquel tiempo tuve dificultades importantes al momento de encontrar tiempo para escribir, porque al no tener un trabajo fijo, entré en un terreno para mí desconocido, que es el de la comunicación, y que me hizo moverme mucho. Hasta entonces yo consumía información, ahora me tocaba a mí ofrecerla. Eso suponía un esfuerzo enorme y me quitaba tiempo para trabajar.
—Escribir es ordenar. María la Guapa, el personaje que usted ha creado, cuenta esta historia para recordar, para entender. ¿Usted también cuenta para poner en orden…?
—Yo he descubierto un lado femenino en mí. María la Guapa me obliga a girarme hacia adentro, desde una perspectiva diferente. Sirve para abordar determinadas situaciones y conflictos. Soy consciente de muchos de ellos, aunque creo que hice un esfuerzo por entrar en la personalidad de una mujer que probablemente tenga algo de mis miedos hacia la muerte, hacia el dolor y el rechazo, pero también algo de mi admiración por la gente capaz de superarse y crecer intelectualmente. A lo mejor es que no me atreví a mirarme a mí mismo de una manera clara.
—Una mujer como narrador le permitía mostrar la crueldad y violencia de esa sociedad minera del siglo XIX, además de mostrar a Tío Lobo. Pero aquí hay algo más. ¿Qué es?
—Cuando descubrí la historia del Tío Lobo me pareció fascinante en sí misma. Al investigar, tratando de averiguar en los archivos y los pocos libros que encontré sobre este hombre, me sentí cada vez más interesado en su personalidad. ¿Por qué alguien actúa así? ¿Cómo era ese mundo? ¿Cuál es la diferencia entre la mirada que tiene el minero que está abajo y el que está arriba? ¿Cómo fue su evolución? Al no encontrar información suficiente ni respuesta, decidí crear a María.
—La maldición de la casa grande podría parecer novela histórica. Sin embargo, por ahí no va. ¿Qué es?
—Al inicio pensé en una novela histórica. Pero dije: «No». La literatura habla mucho mejor de la condición humana que la historia. Así que dije: «Voy a crear un personaje y situarlo en una trama que tenga que ver con elementos de la condición humana: el odio, la ambición, el poder, el amor». Los primeros textos que llevo a la editora, Lola Cruz, son monólogos del Tío Lobo. Pero eran infumables. Eran páginas y páginas suyas diciendo aquellas cosas que luego le dice a María en las conversaciones que voy entreverando y que me ayudan a perfilar el personaje. Dentro de los miserables, quienes peor lo están pasando son las mujeres, porque además de vivir su miseria, están muertas en vida. Sufren los malos tratos de sus maridos que trabajan en las minas y, al mismo tiempo, padecen la incertidumbre de perderlos. Si mueren, ellas quedan en la calle.
—A merced de acabar convertidas en prostitutas, cantar en cabarets o ser violadas por un minero. Esa es la angustia de María la Guapa. Su belleza y su soledad conspiran en su contra.
—Y así se lo hace saber doña Juana Zapata cuando María acude a la casa grande: ¿por qué no te dedicas tú a esto, con lo guapa que eres? La elección de una mujer como narrador me permite mirar desde lo más bajo y además reivindicar algo que en aquella época era imposible: darle voz.
—María relativiza y humaniza al Tío Lobo, que refleja las paradojas entre justicia, abuso y poder, una confusión muy propia de un siglo como el XIX.
—La novela ocurre en un proceso de agitación política. Cuando el Tío Lobo muere, muere también una época, que está marcada por el fin de la I Guerra Mundial, un momento en el que todo cambia. Él lo ve, lo intuye. Incluso lo dice: «¡¿Cómo los sindicatos van a tener los mismos derechos que nosotros?!». Tío Lobo representa la visión de un tipo de poder que estaba muy enraizado en España y del que él supone un retrato. Aunque no sabría decir si fue una decisión consciente o intuitiva. Tenía tanta información que, al momento de volcarla, me di cuenta de que tenía la visión global de un personaje, construida a partir de todas las historias que recopilé. Ahora soy capaz de verlo, pero no lo identifico de forma tan consciente.
—Porque usted aún no tiene distancia. El lector sí.
—A través del Tío Lobo descubrí una España desconocida, violenta y cruel que no está contada en los libros. España estaba sumida en el desconcierto: la crisis del 98, la pérdida del imperio y de las colonias. Sin duda, allí podría existir un paralelismo político. Pero en La maldición de la casa grande quise contar que existió un lugar y un tiempo en el que la violencia impregnaba el ambiente. La ejercían las personas. Estaba en la contaminación, en la relación entre las personas, en el ejercicio del poder. Era una ley de vida. Lo que me interesa de la literatura, aunque me da pudor usar esa palabra porque no considero que lo que yo haga sea literatura, pero lo que busco en ella es lo que cuenta de los otros y de mí mismo, de la condición humana. Si sigo escribiendo, escribiré no lo que vivo todos los días, sino lo que hemos sido y por tanto lo que yo he sido en otra época. Eso me permite compararme con la época actual o conocerme un poco más.
Ganarse la vida, contando..
Juan Ramón Lucas se parece a su voz. Cercano. Espotáneo. Es difícil conseguir que frunza el entrecejo. Concede paciencia en sus respuestas, acaso porque la emplea a fondo con sus entrevistados y el millón trescientas mil personas que cada mañana lo sintonizan en Más de uno, programa que copresenta en Onda Cero con el periodista Carlos Alsina desde 2015, la fecha en la que Juan Ramón Lucas firmó su regreso a la radio. Hasta julio de 2012 —y durante cinco temporadas—, presentó y dirigió en Radio Nacional de España el programa En días como hoy, un espacio que se alzó como referente de la radio participativa y concedió un notable éxito de audiencia a RNE. Juan Ramón Lucas tiene, también, algo Peter Pan, un aire de perpetua juventud. ¿Acaso por las numerosas pulseras tejidas en sus muñecas?
Nació en Madrid, pero creció en Noriega, un pueblo de Ribadedeva, en la costa oriental de Asturias, cerca de la frontera con Cantabria. Quiso ser cineasta y acabó de periodista, oficio que ejerció desde muy pronto en la redacción del diario Pueblo, en los ochenta. De ahí pasó a la radio y la televisión: el Matinal SER y Hora 14; los informativos de Onda Cero en la década de los noventa y los Informativos Telecinco, donde estuvo hasta el año 2001 para ir a batirse el cobre en Antena 3 y competir con el tramo de audiencia de María Teresa Campos en Telecinco. Estuvo en Telemadrid. Fue también El ojo público del ciudadano y entrevistó a políticos y personajes públicos en el programa En noches como ésta, de Televisión Española.
Si algo sabe Juan Ramón Lucas es preguntar y escuchar. Conoce esa operación que transforma los hechos en crónicas, la forma en la que la vida de los desconocidos se convierte en épica o tragedia al arrancarlos del anonimato que divide a los hombres y mujeres entre testigos y protagonistas. No es extraño, pues, que este hombre de piel bronceada y pelo casi de plata haya encontrado en el Tío Lobo una veta. Cuando escuchó la historia de este personajazo en aquel festival de cante, Arturo Pérez-Reverte —conocedor de la historia de Tío Lobo— y María Dueñas le dejaron la vía libre para abrazar al personaje, que había ido a buscarlo. Porque así fue: Miguel Zapata lo eligió a él para contar su historia.
Si el Tío Lobo encontró una doble ración de muerte, la física primero y la ciudadana después con el olvido, Juan Ramón Lucas procura en esta novela bucear en la amnesia. Y lo consigue. A lo largo de casi quinientas páginas cincela, arranca de la piedra un retrato de la España de la que Lobo fue amo y señor. Hoy, cuando se cumple el centenario de la muerte de ese hombre que debía su nombre a la hazaña de matar con sus manos al lobo que pretendía comerse las ovejas de su familia, nadie coloca flores en la tumba donde yace en el cementerio de San Javier. Sólo Juan Ramón Lucas deja sobre su lápida un atado de flores, al que ahora se incorpora esta novela.
—Lleva 40 años contando historias en radio, televisión y prensa escrita. Pero decidió contar esta novela en la voz de alguien que relata para evitar la muerte y el olvido. ¿Por qué?
—(Sobreviene otro silencio largo, de los dos o tres de esta tarde de martes) Después de 40 años contando cosas a la gente, ahora es que me doy cuenta de que… sólo al escribir ficción… he sido capaz de contarme a mí mismo.
—Cuidado y no vuelve al periodismo.
—Ya me gustaría —ríe Juan Ramón Lucas, enseñando los incisivos cuadrados y macizos—. Si la gente me acepta después de esto, tengo intención de seguir escribiendo, porque he gozado muchísimo —vuelve a quedarse en silencio, como si repasara sus pensamientos—. Si después de 40 años contándole cosas a la gente, la vez que más he sido yo es cuando he hecho una creación literaria, eso quiere decir que, o soy un vanidoso de cojones, o … —otro silencio—. ¿Por qué demonios habré escrito? Bueno, eso me lo dejo para mí.
—Aún queda tiempo, si llega a tener más pistas, para que podamos incluirlas en el titular.
—(Risas).
—Hábleme de algunas decisiones literarias, por ejemplo, la del manuscrito encontrado. ¿Eso es oficio de lector o de contador?
—Yo no me planteo una estructura —le puede a Juan Ramón Lucas el periodista, sigue hablando en presente y despista a quien ahora transcribe—. La creación de María como narrador no deja de ser un truco para contar esta historia como yo quería. No lo pensé como una estrategia para que funcionara la novela. Entre otras cosas, porque yo no sé lo que funciona en una novela. Ni siquiera sé si estoy escribiendo una buena novela, lo que sí sé es que quiero contar un episodio vital de un grupo de personajes, unos reales y otros de ficción, en un escenario que existió y a eso responde esta estructura: cómo eran los niños en la mina; cómo era la mina; cómo se trabajaba; cuáles eran las diferencias sociales; cómo era la mentalidad del tirano; cómo olía aquello; cómo era la enfermedad que sufrió el Tío Lobo y de la que murió: el fuego pénfigo. Si quería contar todo eso no podía optar por la linealidad, porque se diluía.
—La novela se divide en tres partes: Amor, Secreto y Muerte. Las precede un texto dedicado a la memoria, la palabra que más se repite, junto con leyenda, muerte y olvido.
—La clave es el olvido. Me fascina pensar cómo un tipo tan poderoso, que tuvo tanto dinero, que innovó y tuvo tanto poder, desapareció de la memoria. Su tumba es un monolito de mármol en una esquina del cementerio de San Javier. Cada vez que voy para allá le pongo flores, nadie más. A día de hoy sus herederos, los Maestre, son los más poderosos de esa zona. Entonces… ¿cuál es la razón de ese olvido?
—El olvido es una segunda muerte. Una penitencia… ¿perpetua?
—El Tío Lobo murió de una enfermedad que funcionaba de forma inversa a lo que él había hecho con la tierra. Si él entraba en ella, la abría y la vaciaba, el fuego pénfigo hizo lo contrario. Lo vació desde dentro, al mismo tiempo que sus hijos iban muriendo, uno a uno. Sólo le sobrevivió Obdulia, la menor. Es como si la tierra le cobrara algo. Con esos elementos y para dotar de dramatismo a la historia, construí una maldición de la que no quiero decir más, para no destripar la novela. Lo fundamental es, eso sí, el olvido; luego la enfermedad y el dolor. También los sueños. Es el mecanismo que me permite llevar al lector donde me interesa.
—Si existe algo como una redención en esta historia, sólo está al alcance de quien la cuenta. De lo contrario, ¿por qué María la Guapa se reafirma en el gesto de relatar?
—No me lo he planteado como un intento de redención. El acto de contar es el intento de María no sólo por salvar la vida de su hijo, sino para que se conozca todo aquel episodio del que ella siente cierta culpa por haber participado, por haber formado parte de esa clase. En un momento dado de la historia, a Manuel —el hijo bastardo que tiene el personaje de ficción con uno de los herederos de tío Lobo, Joaquín Zapata— se lo dicen: tu madre es uno de ellos. Al contarlo, ella es capaz de darse cuenta de que forma parte del sistema contra el que lucha su hijo.
—La presencia de tres generaciones dibuja el ocaso de la sociedad del XIX en un lugar en el que ni siquiera la llegada del progreso está desprovista de violencia.
—Cuando, en 1916, Pablo Iglesias llega a Cartagena, ya hace muchos años que el sindicalismo tiene presencia y fuerza en toda España, menos en la sierra minera. Era como una isla, una muralla que habían levantado los empresarios mineros para poder seguir trabajando como les diera la gana y manteniendo su status quo. Algo que sólo cambiará a partir de 1914, con la gran crisis. En ese momento, aquello se vacía. Aunque todos pensaban que la guerra era propicia para vender plomo, al pararse el tránsito marítimo se para el tráfico de carbón y ellos no pueden continuar. Son los años de la hambruna…
Crecer, escuchando
Hijo de padre y madre asturianos, Juan Ramón Lucas es el mayor de dos hermanos. Comenzó a leer ya con cierta edad, dice él sin ser consciente de la trampa que le tiende su propia memoria. Que sí, que Salgari cayó en sus manos cuando no cumplía aún los quince —¿lector tardío? ¿con respecto a qué?—. Sin embargo, algo más potente lo alimentó durante años: las historias que su padre, un pastor de ovejas, le contó. Relatos sobre los ojos brillantes del lobo que acechaba el rebaño. La lumbre y el silbido de balas con las que los Nacionales combatieron a los Republicanos asturianos hasta derrotarlos en otoño del treinta y siete. A escuchar también se aprende. Y él, al parecer, fue un alumno aventajado. Se dejó imprimir la fuerza del relato oral. Acaso ahí comenzó a morder y ablandar la vocación… de periodista primero y de escritor después. El asunto era contar.
Al hablar de su padre y de su afición al relato de sus memorias agrestes, Juan Ramón Lucas parece haber entrado en una habitación clausurada durante años, una estancia que permaneció sin ventilar en su memoria. De primeras, el aroma lo aturde. Acaso por eso contesta larga y detalladamente, refiriendo aquellos episodios que emulsionan, quién sabe cómo, en las preguntas finales de una entrevista de prensa, la segunda o tercera de la larga agenda que le tiene deparada La maldición de la casa grande.
Quien lo escucha tiene la sensación de que algo en sus recuerdos lo conduce de vuelta al lugar donde comenzó esta historia. Al pie de una mina —un volcán, que diría Alma Guillermoprieto— en la que él, Juan Ramón Lucas, se escribe a sí mismo. Avanzar a pico y pala. Contarse en las astas del toro —es aficionado a correr encierros—, subido a la grupa de quien ha sido contando y contándose. Aquello de intuir lo que su propia prosa aún no sabía. Ya lo decía Philip Roth: si escribir es bajar a la mina, Juan Ramón Lucas ha vuelto de ella con la pepita de oro de lo que encontró en su propia entraña.
—Nació en Madrid, pero creció en Noriega, Asturias. Ahí también la mina es una cicatriz. Algo que marca a todos.
—Tengo familia minera por parte de madre.
—Usted viene, también, de una familia humilde. Hay muchos elementos suyos que tienen eco en esta historia.
—Hay una diferencia entre la mina en Asturias y la mina en esa zona. Aquello era plomo y plata, en Asturias se explotaba el carbón. La ambición que se desata con el oro y la plata es mucho mayor. En Asturias había minas y en Bilbao minas de hierro. Sin embargo, y siendo la misma legislación, la mayor emigración se produjo hacia la sierra minera de Cartagena. Fueron los mineros de Almería y gente de todo pelaje que querían enriquecerse. Hay una historia de ambición y búsqueda. Por eso quise dar a conocer esa realidad tan violenta y desconocida. Quise meterme en esa época.
—Una persona cercana a usted me dijo que entonces llevaba un maletín que pesaba como veinte kilos.
—Sí, llevaba los textos, también el diccionario de la RAE, porque me gusta consultarlo en papel más que en Internet. Y sí, es verdad. Llevaba un maletín pesado.
—¿Cuál es el recuerdo lector más temprano que tiene? Me valdría también, o incluso más, el primer recuerdo de escuchar historias.
—Soy un lector tardío. Empecé con 13 o 14 años a leer a Emilio Salgari y las novelas de aventuras. Me asomé a Los Cinco, pero los encontré sosainas, luego entré en un periodo de Lovecraft, ya algo más adolescente, pero me preguntas por historias… ¿contar historias?
—El momento en que recuerda haberse sentado a escuchar, por primera vez, una historia.
—Mi padre… —dice—. Mi padre nos contaba historias de cuando él era pastor. Eran fascinantes. La verdad es que esto no lo había pensado, pero yo comienzo a recibir historias que me fascinan y me atraen, desde muy joven, cuando mi padre, en casa, nos contaba a mi hermano y a mí cómo eran sus noches, muerto de miedo, en el monte. Nos contó, y eso alguna vez tendré que escribirlo —hace una pausa—, nos contó cómo un día… —vuelve a callar y empieza—. Mi padre vivía en un pueblo de Cuera, en la Sierra de Asturias, era muy pobre. De siete hermanos, él era el pequeño. Cuidaba las ovejas de las señoritas, que eran las ricas del pueblo. Vamos, ricas, que tenían un poco más. Mi padre las subía al monte. Era muy pequeño y ya entonces sufría del oído. Hoy tiene otitis crónica por aquella época, porque era todo muy húmedo. Mi padre tiene 89 años ahora. Él nos contaba cómo se conocía todas las ovejas por el nombre, cómo subían los caminos porque no tenía ni perro ni nada y pasaba las noches con mucho miedo al lobo. Y un día, vio al lobo. Ver al lobo, decía, era ver unos ojos verdes que brillaban en la oscuridad. Mi hermano y yo nos quedábamos así —pone los ojos como platos—. «¿Y no te hizo nada?», le preguntábamos. «No, porque iba a comerse las ovejas. Y si le gritabas, se espantaba. Ahora… ¡grita, tú!» Él contaba las historias de pastor y también cómo antes, durante la Guerra Civil, al ser Asturias zona republicana, los bombardeos de los nacionales se situaban en la costa frente al monte. El pueblo de mi padre, desde la sierra de Cuera, está separado en línea recta al mar unos seis kilómetros de distancia. Desde ahí veía el fuego por la noche y después de los bombazos, oía. Y nos lo contaba —para en seco, de pronto—. No sé por qué me has hecho esa pregunta, pero… y nos contaba cómo después del impacto, al poco tiempo, escuchaba: “Aaaaaayyy, que me han dado”. Eran los heridos que él de niño escuchaba en la Guerra Civil —hace una pausa, sin dramatismos—. Se me pone la carne de gallina.
—A usted lo de contar historias le viene de lejos. Su padre. Usted vive de hablar a otros. En su caso, el acto de escribir lleva mucho tiempo carburando…
—Sí, pero siempre me parecía una mierda lo que escribía. He escrito mucho. Intenté poemas. Intenté novelas. Y esto —echa la mano sobre el ejemplar— porque ha habido gente que me dice «lo has hecho bien».
—También se escribe hablando. La radio, usted sabe, escribe.
—Sí, lo hago todos los días… Nosotros contamos historias, es cierto. La diferencia que existe entre el periodismo y la literatura es que en el periodismo estás obligado a limitarte. Tu límite es la verdad. Por otra parte, estás casi obligado a no implicarte. En la literatura me he vaciado. No tuve ningún problema en ponerme en el lugar de los personajes o tratar de entender qué siente una mujer cuando da a luz, o cuando están a punto de violarla o qué siente una mujer cuando está enamorada y ve al hombre de su vida. Eso en periodismo no lo puedo contar. Puedo contar la historia de una persona como observador. La literatura, más que la historia o el periodismo, nos habla de verdad de cómo somos. Yo he podido bucear en mí mismo y al mismo tiempo bucear en personalidades que me son ajenas, pero escribo o pienso sobre ellas porque forman parte de lo que yo entiendo como la condición humana. Una cosa es la historia contada y otra lo que somos y sentimos, y que bien podemos contar o directamente desnudándonos. Y en este libro considero que me he desnudado más de lo que soy consciente.
—Todo personaje público es también una creación. Juan Ramón Lucas tiene una faceta pública y otra personal. ¿Hay una operación de ficción en ese personaje que no puede clausurar?
—¿Seguro que no se puede? —Juan Ramón Lucas ríe—. He tenido la suerte de que mi personaje público, o la percepción que las personas tienen de mí, se parece bastante a lo que soy. Es verdad que sí existe una personalidad pública, a veces puedes llegar a actuar en función de lo que crees que la gente piensa o espera de ti. Eso es un error. En mi caso, como no he creado una imagen no soy capaz de reconocer esa situación. No creo que haya mucha distancia entre la imagen que tengo y lo que soy de verdad.
—¿Por qué le gustan los caballos?
—Porque es un animal de una sensibilidad estremecedora, que se somete porque está en su carácter tribal. El caballo cuando te acepta como dueño no es un sometimiento de esclavitud, sino como una necesidad de supervivencia. El caballo en el campo establece unas jerarquías durísimas. El caballo te permite una relación con la naturaleza muy intensa y compartida. El caballo despierta mi lado sensible y me enseña a ser paciente. El caballo es tan sensible que cuando tú estás jodido, lo nota y reacciona. A veces sé cómo estoy por la forma en que reacciona el caballo. Hay una relación de ida y vuelta que nos permite disfrutar el campo. Es la enseñanza del afecto. Eso sí: me gusta verlos en el campo, no en carreras o hipódromos.
—Lo salvaje está muy presente en su imaginario. Corre encierros, lo más cercano de lo salvaje.
—Y de la muerte.
—Tío Lobo se ganó el nombre matando a uno. ¿Y usted, qué? ¿Por qué corre entre astados? Sé que va a varios, no sólo a Pamplona.
—Los encierros me hacen sentir vivo. Tengo un muy buen amigo, Chapu Apaolaza; una vez, con él, en una conferencia, me preguntaron por qué corro los encierros. Dije que no sabía. Y todavía hoy no sé por qué lo hago. Voy a correr en julio este año, pero lo voy a hacer porque me hace sentirme vivo. El riesgo te enfrenta a dar valor a la vida. Y a mí me atrae eso. Puede que el primer territorio en el que he sido capaz de confrontarme ha sido este: con una novela que habla de la vida, de la muerte. Sin darme cuenta, creo que está llena de mis obsesiones.
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